Solo queda una cama

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La lluvia caía con insistencia sobre Hiroshima, transformando las calles en un tapiz resbaladizo de hojas otoñales que se adherían al asfalto como recuerdos empapados. El jardín japonés cercano parecía un sueño borroso bajo el velo gris del cielo, sus árboles caducos medio desnudos temblando con cada ráfaga de viento.

Sato Yamada, un técnico de treinta años con un aire atractivo pero ligeramente excéntrico —gafas de montura fina, una pasión por circuitos electrónicos que a veces lo hacía parecer ajeno al mundo—, acababa de llegar para dar una conferencia sobre innovaciones en robótica. A su lado, Sayo Tanaka, la nueva comercial de la empresa, una mujer menuda de cuarenta años con una elegancia discreta y ojos que guardaban historias no contadas, observaba el panorama con una mezcla de fatiga y resignación.

El hotel, un edificio modesto pero acogedor en el corazón de la ciudad, les deparó la primera sorpresa. “Lo siento, señores, pero debido a un error en la reserva, solo queda una habitación disponible”, explicó el recepcionista con una reverencia apresurada. Era tarde, la tormenta arreciaba, y no había alternativas viables.

Sayo y Sato intercambiaron una mirada incómoda, pero asintieron.

Compartirían el espacio.

Al entrar en la habitación, el segundo imprevisto: una sola cama grande, impecable y tentadora bajo la luz tenue de la lámpara. Sato se rascó la nuca, avergonzado. “No traje pijama”, admitió. “Pensé que dormiría solo”. Sayo, con su maleta abierta, sacó un conjunto de algodón suave, pantalón y camisa holgada.

Se cambió en el cuarto de baño.

“Lo más difícil es que no nos conocemos lo suficiente”, murmuró ella, sentándose en el borde de la cama. “Ir a dormir así, con un extraño…”.

Sato, en calzoncillos y camiseta de hombreras, se metió en la cama, por la derecha. Sayo hizo lo propio ocupando el lado izquierdo. Los dos boca arriba, con los ojos abiertos, incómodos.

Sato rompió el silencio con una pregunta. “¿Y qué podemos hacer? ¿Conocernos mejor?”.

Se levantaron y se instalaron en las sillas junto a la ventana, con vistas a la lluvia que azotaba los cristales. Abrieron el minibar y compartieron unas latas de cerveza fría, hablando de trivialidades al principio: el trabajo, la conferencia inminente, las peculiaridades de Hiroshima. Sato, con su voz calmada pero entusiasta, le contó anécdotas de sus inventos fallidos, haciendo que Sayo riera por primera vez. “Eres atractiva, ¿sabes?”, soltó él de pronto, con una sinceridad que lo sorprendió a sí mismo. Ella se sonrojó ligeramente, pero a medida que la confianza fluía como el alcohol en sus venas, extendió la mano y tocó su hombro, un gesto leve pero cargado de electricidad.

El silencio volvió a ser protagonista durante unos instantes eternos.

Sayo lo miró, esperando algo indefinible. Sato se inclinó y la besó, un roce suave que se prolongó. “Decías que te sentirías más cómoda si intimamos un poco”, susurró él contra sus labios. Las cosas fueron a más con naturalidad: caricias que exploraban curvas y texturas, besos que se volvían más profundos, como si el aire de la habitación se hubiera cargado de promesas. “Yo creo que si nos miramos el culo ya podemos decir que estamos como en casa”, bromeó Sayo, rompiendo la tensión con una risa. “¿Quién va primero? ¿Lo sorteamos?”.

Sacaron una moneda de 500 yenes.

Ganó Sayo —o perdió, dependiendo de cómo se viera—.

Se levantó con gracia, se bajó el pantalón del pijama y giró ligeramente, revelando la curva suave y pálida de su trasero, un atisbo de vulnerabilidad que invitaba a la imaginación. Sato la siguió, bajando sus calzoncillos para mostrar el suyo, musculoso pero imperfecto. Sayo extendió la mano y rozó sus nalgas con dedos curiosos haciéndole cosquillas; él respondió girándose, abrazándola, besándola mientras sus manos alcanzaban el trasero femenino en cueros, un intercambio de calidez que borraba las distancias.

Sato se apartó un instante, notando cómo sus calzoncillos se abultaban con la excitación evidente. La mirada de Sayo se posó allí, un segundo de complicidad muda. “Vamos a la cama”, sugirió ella, su voz un susurro ronco.

Se acostaron cada uno en un extremo, el colchón un territorio neutral que pronto se volvió insuficiente. Un trueno retumbó en la noche, despertando fantasmas.

“Menuda tormenta”, murmuró Sato. “¿Te da miedo?”.

Sayo dudó, luego confesó: “De pequeña, sí. Ahora, un poco”. Se movió hacia él, apoyando la cabeza en su pecho, el latido de su corazón le transmitió calma. Se besaron de nuevo, un beso que se extendió como la lluvia afuera, un beso en el que ambos disfrutaron del sabor adictivo de la boca del otro, un beso donde la lengua jugó un papel crucial.

“Hace frío”, se quejó él, tiritando ligeramente en su ropa interior.

“Eso te pasa por no traer pijama”, replicó ella con una sonrisa juguetona.

Luego, añadió: “Si quieres, hacemos la cuchara”.

Sato rio, pero aceptó. Sayo se giró, dándole la espalda, aguardando. Él se pegó a ella, sus brazos rodeando su torso, las manos rozando accidentalmente —o no— la suavidad de sus pechos. Sus cuerpos encajaban, el trasero de ella presionando contra él de un modo que era a la vez inocente y provocador, tierno como una promesa susurrada. Respiraban en sincronía, inhalando el aroma del otro: el jabón floral de Sayo, el leve sudor masculino de Sato mezclado con perfume de varón. El tiempo se dilató en esa proximidad, hasta que, más tarde, el deseo se consumó en un acto de amor suave, exploratorio, donde los cuerpos se entrelazaban dejando espacio para lo no dicho, lo imaginado.

Fuera, la lluvia cesó. Alguien caminaba por el parque, un perro ladraba en la distancia. La luna, poderosa, llena, apartando las nubes, iluminaba la noche con un resplandor plateado, como si bendijera el secreto compartido.

A la mañana siguiente, Sato se levantó primero, rascándose las nalgas distraídamente camino al baño. Se duchó, el agua caliente borrando las huellas de la noche. Al salir, envuelto en una toalla, encontró a Sayo de cuclillas junto a su maleta, sin el pantalón del pijama. Sacaba ropa interior de color azul marino, y en esa pose, la curva de su espalda terminaba en un atisbo generoso de su intimidad, la tela de las bragas atrapada en la rajita, invitaba a la mirada.

“Si fuese pintor, te pintaría tal y como estás ahora”, dijo él, con una sonrisa pícara.

“Menudo tunante estás hecho”, respondió ella, riendo, pero sin prisa por cubrirse.

Sayo cerró la puerta del baño; el sonido del agua corriendo llenó el aire. Sato, sentado en la cama, repasó sus notas para la presentación, el mundo exterior reclamaba su atención.

“¿Desayuno a las ocho?”, propuso él en voz alta.

“Vale”, llegó la voz de ella desde la ducha, amortiguada pero cálida.

“Por cierto, me pasas el champú que lo dejé en la maleta”.

“¿Te lo dejo fuera?”.

“No, entra… que ya lo has visto todo”.

Fin

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