—Sigue, vamos, si oh, que bien se siente. —eso decías.
La luna cayó, alumbrándonos con su resplandor, el sonido de los grillos, tu respiración, llenaban el ambiente con un fuerte olor a sexo, a calor humano, deseos y sentimientos encontrados.
Fue una constante actividad, nos conocimos hasta la más mínima parte del cuerpo de cada uno.
Al llegar el amanecer te vi plácidamente dormido, parecías un niño, tus finos cabellos castaños, parecidos a los de un ángel, tus facciones toscas y masculinas, ese cuerpo inmóvil, quien podría imaginar que horas atrás se movía a ritmos inimaginables.
Despertaste y partiste ¿adonde? no lo sé.
Continué con mi día, el trabajo me hacía olvidarte, descansaba un poco y recordaba aquella noche de pasión, tus manos envolviendo mi espalda, protegiéndola, acariciándola.
Tu boca besando hasta el último poro de mi piel, tus piernas enredadas con las mías, dándose entre sí, friccionándose y queriendo hacerse una misma piel.
Tus palabras retumban en mi cabeza; groserías, palabras suaves, una variedad de léxico. Prometías el sol, la luna y las estrellas, entregándome como adelanto tu cuerpo, tu alma, tus sentimientos, mezclándose con los míos, formando una nueva fragancia, un mismo sonido, una misma persona.
Empezaste besándome el cuello, bajaste a mis pies ofreciéndoles un masaje, los besaste, te dirigiste a mis senos, succionándolos como un rico helado; volteaste mi cuerpo boca abajo y acariciaste mi espalda, bajaste hasta mis nalgas, deleitándote con sus formas, acariciando y besándolas, suspiraste y me dijiste: —parecen colinas, montañas más bellas en mi vida he visto. Fueron unas palabras dulces, de las que más disfruté.
Tus dedos acariciaban ese espacio, lo tocaban con una delicadeza tan sutil, tan sublime; llegaste a mi intimidad, te apoderaste de ella, te deleitaste con tal paisaje, que tu ambición, tu virilidad deseó formar parte de tal lugar.
Subiste, me observaste a los ojos, inspiraban una calidez y protección, me acariciaste la cara y me diste un beso tan dulce y cariñoso, me abrazaste por la espalda cargándome solo un poco y entraste en mí.
Un fuerte suspiro salió de nuestras almas; era el momento en que tú y yo éramos uno, fui tuya, entrabas, salías, me hacías a tu antojo, topabas y te estremecías. Tus piernas empujaban y mi espalda se arqueaba cada vez más; decías mi nombre, me acariciabas los pechos, observabas toda mi anatomía y cuando quedaste exhausto de tal labor me dijiste: —eres preciosa, no puedo creer que seas mía.
Tu delicadez, creía que te romperías en mil pedazos, me besaste y me dijiste “te amo”. Dormimos abrazados, arrullados por el cantar de la noche, sentí un beso en la mañana, era la señal de despedida.
Dejaste una nota que decía: “Gracias princesa de mi vida, dueña de mi ser. Te amo”.
Volviendo a casa lloré, y te anhelé como nunca lo había hecho por nadie, comenzó a llover y llegaste empapado, sonriendo me dijiste:
—No pude irme, no sin ti.
Con la música de la lluvia nos llevó a amarnos otra vez, siendo testigo de nuestra entrega y nuestra pasión.
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