Ana, la sirvienta sucia sin pudor (1)

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Ana: Presentación de la sirvienta.

La primera vez que la vi fue una mañana cualquiera, de esas en que el café huele más amargo que de costumbre porque algo te falta y no sabes qué.

Tocaron la puerta y abrí sin esperar a nadie. Ahí estaba ella.

—Buenos días… ¿aquí se necesita empleada doméstica?

Su voz era suave, casi tímida, pero sus ojos no pedían permiso. No me preguntes cómo, pero supe de inmediato que algo en ella iba a moverme cosas que hacía tiempo tenía enterradas.

Morena, de cuerpo redondo en los lugares correctos: senos grandes, vivos, atrapados tras una blusa blanca normalita, pero ceñida al cuerpo. El escote era discreto, pero suficiente para hacerme notar que no usaba brasier. Y en cuanto se movió, el leve movimiento de sus tetas marcaba un ritmo propio, uno que no iba a poder ignorar.

Medía como 1.60, quizá un poquito más con las sandalias de suela gruesa. Caderas anchas, piernas firmes y un trasero grande que, sin exagerar, parecía hecho para tentar. No era flaca ni gorda; era carne viva, real… deseable. Una mujer como las de antes, sin filtros, sin vergüenza de ser cuerpo.

El cabello negro lo traía recogido en una trenza, pero unos mechones rebeldes le caían sobre la frente. La piel de su cara tenía el color de la tierra mojada, esa que huele a campo después de la lluvia.

Mi esposa bajó en ese momento. No hizo falta que dijera nada; la mirada con la que analizó a Ana fue como si la hubiera olido.

La contratamos ese mismo día. Mi esposa dijo que no le convencía, que era muy callada, que algo no le gustaba. Pero yo insistí. Y cuando digo “insistí”, quiero decir que no iba a dejar que esa mujer se me escapara tan fácil.

Ana se movía en la casa con una naturalidad que desconcertaba. No era altanera, pero tampoco sumisa en exceso. Limpiaba con una disciplina que no se ve ya: trapeador, escoba, trastes, baños, todo. Pero lo que más me enloquecía era verla levantar los brazos para colgar la ropa o barrer.

Ahí estaba mi condena.

El vello de sus axilas. Negro, abundante, sin pudor. Se lo notabas con cualquier blusa sin mangas o incluso con playeras normales. Mi esposa se quejaba de eso.

—Qué asco, ¿ya viste que no se rasura? ¿Y ese olor? No usa ni desodorante la cabrona.

Pero a mí… me volvía loco.

Me atrapaba el aroma que dejaba cuando pasaba cerca de mí. Era un olor fuerte, natural, nada disfrazado. Un sudor con perfume a cuerpo vivo, a carne morena trabajada, a deseo escondido. No era sucio, era… animal. Y eso me prendía como nunca antes.

A veces llegaba de hacer el aseo en el patio, y la camiseta de Ana estaba empapada en sudor. Se le pegaba al cuerpo, dejándole marcado el contorno de los pezones, gruesos, oscuros, como si siempre estuvieran pidiendo boca.

Cuando me tocaba estar solo con ella en casa, el ambiente se volvía denso. No hablábamos mucho, pero el silencio decía más. Me pillaba viéndole el trasero cuando se agachaba, o la curva de sus pechos colgando un poco cuando limpiaba bajo el comedor. No se inmutaba, pero sabía que yo la miraba. Lo sabía.

Una tarde, mientras barría el pasillo, levantó los brazos y el escote se estiró hacia un lado. Desde donde estaba, pude ver su axila abierta y ese monte oscuro de vello grueso y denso, brillante por el sudor. Mi corazón me martilló el pecho.

Ella me vio.

No bajó el brazo de inmediato. Me sostuvo la mirada. Solo un segundo.

Y sonrió.

No fue una sonrisa amplia, ni coqueta. Fue una sonrisa de saber. Una que dice: Ya me viste. Y sé que te gusta.

Y ahí supe que la historia apenas comenzaba.

Pasaron los días.

Y cada día, Ana dejaba más señales de que sabía exactamente qué estaba haciendo conmigo.

No era directa. No me decía nada, no hacía gestos vulgares ni hablaba con doble sentido. No lo necesitaba. Le bastaba con moverse lento, saberse observada y no huir de mis ojos, sino entregarse a ellos como una ofrenda silenciosa.

La blusa que usaba a veces quedaba húmeda por el sudor. No hacía nada por cambiarse. Solo se la sacudía un poco y seguía. En esos momentos, la tela se le pegaba a la piel, y los pezones oscuros se marcaban como si quisieran perforarla.

Una vez la vi levantar una caja con trapos del patio. Estaba de espaldas. El pantalón de tela floja se le subió y se marcó todo. Se le notaba el calzón entre las nalgas, enterrado, y cuando lo jaló con los dedos para acomodárselo, sentí que se me apretaba la mandíbula.

No se giró. Pero sabía que yo estaba ahí.

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