Mi esposa seguía sin soportarla. Me decía que era “sucia”, “descuidada”, “apestosa”. Y mientras más la criticaba, más me ardía el deseo en la boca del estómago.
Me obsesioné con sus axilas. No me lo explico, pero ese monte de pelo negro, húmedo, vivo… me quemaba la mente. A veces me tocaba en el baño mientras recordaba su olor, ese que se colaba en la cocina, en el pasillo, en mi almohada cuando pasaba cerca.
Un día, me quedé solo con ella. Estaba lavando ropa en el lavadero de atrás, agachada. Llevaba una camiseta vieja, sin mangas. Desde la cocina podía verla… los brazos al aire, el vello de sus axilas brillando bajo el sol.
Me acerqué sin hacer ruido.
Ella tallaba a mano una prenda, con fuerza. Agua jabonosa, espuma, y de pronto noté qué era.
Un calzón.
Un calzón de algodón blanco, algo viejo, ajustado, con una mancha evidente en el centro. Una mancha gruesa, blanca, seca… y algo obscuro manchado de caca y con brumos de ella en el calzón sucio y su olor me llegó antes que el viento.
Ana no lo escondió. Al contrario, alzó la prenda y la exprimió lentamente. Me miró de reojo y sonrió apenas.
—Está bien sucio —dijo con voz baja, como quien confiesa algo sucio, pero sabroso.
No supe qué responder. Tenía la garganta seca. El calzón goteaba frente a mí, y ella lo volvió a tallar con más fuerza, como si supiera lo que estaba provocando.
Entonces, con los dedos aún enjabonados, se levantó el brazo y se rascó la axila con una lentitud descarada. Cerré los ojos. El vello húmedo, mojado, se le pegaba a la piel como una trampa de deseo. La camiseta se le había levantado un poco, y se le veía parte del vientre moreno, brillante de sudor también su cadera donde había un poco de pelos negros en la parte de su cadera.
—No me gusta mucho bañarme diario —me dijo, como quien lanza un anzuelo al agua.
Sentí una descarga en la entrepierna. Era demasiado.
—¿Por qué? —me atreví a preguntar.
Me miró. Por fin, me miró como yo quería que me mirara desde el primer día. Con hambre. Con descaro.
—Porque me gusta olerme… y que me huelan.
Silencio.
El tiempo se detuvo en ese patio.
No pasó más ese día. No hubo contacto. No me tocó. No la toqué. Pero esa escena me siguió al baño, a la cama, al trabajo, a los sueños.
Y ya no había vuelta atrás.
Ana no solo era una provocación.
Era una advertencia. Y yo ya estaba metido hasta el cuello.
Ese día, Ana se quedó más tiempo del habitual. Desde temprano estuvo corriendo por toda la casa: barrió, trapeó, lavó trastes, sacudió los muebles, talló baños, cargó cubetas… trabajó como si quisiera sudar hasta la última gota de su cuerpo. Y lo logró.
La camiseta gris que traía pegada al cuerpo se le oscureció por completo debajo de los senos, en la espalda, y sobre todo bajo los brazos. El vello de sus axilas se le notaba más mojado que nunca. Cuando se estiraba o se agachaba, dejaba una estela de olor a cuerpo vivo, a esfuerzo, a mujer sudada y sin pudores.
Antes de irse, se cambió en el baño de atrás. Salió con otra blusa y un pantalón limpio, se despidió como si nada… pero olvidó algo.
Yo no me di cuenta. Fue mi esposa quien encontró la ropa.
—¡Qué asco! ¡Ve esto! ¡Saca esa porquería de la casa! —me gritó desde la cocina.
Me acerqué. Encima de una silla estaba la camiseta sudada de Ana… y su calzón lleno de residuos de caca fluidos blancos y sudor con un olor muy penetrante
Mi esposa se cubrió la boca, como si fuera veneno lo que veía.
—¡Seguro se cambió aquí y dejó esto apestando! ¡No pienso tocarlo! ¡Tíralo tú, ya!
Agarré la ropa sin decir una palabra y la metí en una bolsa. Pero no la tiré. No podía.
Esperé.
Esperé toda la noche. Esperé a que mi esposa se durmiera, a que la casa quedara en silencio. Y cuando el reloj marcaba casi las dos de la mañana, bajé las escaleras y me encerré en el cuarto de lavado.
Saqué la bolsa.
El calzón era blanco, de algodón grueso, todavía húmedo. Tenía marcas en la entrepierna, el elástico desgastado, y una mancha evidente al frente como un moco viscoso. El olor me golpeó apenas lo acerqué a la cara. No era solo sudor… era su esencia
Fluidos. Calor. Rastro de una mujer que se movió todo el día sin bañarse.
Y ahí estaba yo, con el corazón latiéndome en la garganta, temblando como un adicto. Lo acerqué más… y lo olí me metí la parte de su calzón lleno de caca a mi boca lo saboreé era caca con sudor olía extremadamente sucio un olor muy penetrante que mareaba de lo sucio que estaba pero que el sabor hacía que mis huevos se llenaran de leche a punto de explotar
El olor me invadió.
Me llevó a ella: sus piernas abiertas, su axila empapada, sus tetas colgando sin sostén, y ese vello oscuro escondido entre los muslos que seguro estaba igual de húmedo y salvaje.
Me bajé el pantalón. Tenía la verga dura desde que abrí la bolsa. Comencé a acariciarme mientras apretaba el calzón con la otra mano y mi boca
Entonces vi la camiseta.
La levanté. Era de tirantes. Pegada, todavía caliente del sudor seco. Y ahí, justo en la costura bajo el brazo izquierdo, había un rastro.
Un pelo. Largo, negro, grueso.
La llevé a la cara y mi boca y aspiré.
Un aroma denso, salado, fuerte, salía de ahí. Me lo pasé por los labios. Sabía a sal, a cuerpo real. La lamí, la chupé, como si fuera su axila misma, como si la tuviera encima, jadeando.
Cerré los ojos.
Y me vine.
Me vine como no me venía desde hacía años. Solo. Sudado. Respirando el olor de esa mujer prohibida que había dejado su marca en cada prenda. Mis gemidos fueron ahogados, mi cuerpo temblaba. Pero no de culpa.
De deseo.
Cuando terminé, no tiré nada. Doblé la ropa y la guardé en una caja que escondí en el clóset del estudio. Esa ropa ya no era solo ropa. Era una promesa.
Y yo… no pensaba dejarla ir.
Desde aquella noche, la ropa de Ana se convirtió en un fetiche maldito que me quemaba la mente. Volvía a ella cada madrugada. Olía. Tocaba. Me tocaba. La camiseta, con su axila marcada. El calzón, con el aroma de su entrepierna y con el poco rastro de su caca porque ya lo había absorbido casi todo Me tenían como animal en celo.
Pero algo cambió en ella también.
No era sutil ya. Ana me buscaba con la mirada. Me hablaba más despacio. Se quedaba más cerca cuando me servía el café, cuando fregaba el piso cerca de donde yo estaba, cuando se inclinaba para trapear justo frente a mí.
Y dejaba el escote abierto, los brazos al aire, sin pudor, como si me ofreciera ese vello negro, espeso, húmedo, como un altar al pecado.
Una tarde, mientras mi esposa salía con los niños, Ana se acercó más de lo normal.
—¿Y qué hiciste con mi ropa?
La pregunta me heló. No era un juego. Lo dijo firme, mirándome a los ojos. Tenía la camiseta sin mangas, y desde ahí pude ver la axila levantada, oscura, húmeda.
—¿De qué hablas? —dije, fingiendo mal.
—La camiseta y el calzón que dejé en el baño. Nunca los tiraste.
No supe qué decir. Ella sonrió.
—Los oliste, ¿verdad?
Mi corazón explotó. El silencio fue mi confesión.
—Los hombres son tan fáciles —siguió—. Nomás una se moja tantito, suda rico, y ya están babeando como perros.
Se acercó más. Su olor era fuerte. Axilas sudadas, mezcla de desodorante vencido, cuerpo sin jabón y algo más… una nota dulce, entre piernas. Me hizo tragar saliva.
—¿Te la jalaste con mi calzón?
No contesté.
Ana entonces se acercó a mi oído, y me dijo con un tono grave, ronco, que me estremeció:
—Si me vas a usar… hazlo bien.
Y me lamió la oreja.
No hubo palabras. Solo cuerpos.
Me tomó del cinturón y me llevó al cuarto de lavado. Cerró la puerta. Me empujó contra la pared.
—No hables —ordenó—. Solo huele.
Levantó los brazos y se me pegó.
Sus axilas estaban empapadas. Peludas. Vivas. Me hundió ahí la cara. Me dejé llevar. Olía a todo lo que me rompía la cabeza desde semanas atrás. La lamí. La chupé. Sabía a sal, a ella.
Ella gemía bajo, como si se excitara con verme humillado entre sus pelos mojados.
—Así… cabron … chúpame ahí —jadeó, mientras me restregaba la axila contra la boca, contra la nariz.
Mis manos bajaron por su cintura. El pantalón flojo se le resbaló fácil. No traía calzones.
—¿Te gustaron los que dejé? —susurró, dándome nalgadas con su cadera—. Estaban bien sucios llenos de brumos con caca y sabor a panocha sucia de varios días que los usaste. Me vine en ellos.
Le metí la mano entre las piernas. Estaba caliente, empapada, abierta. Su vello púbico era igual que el de sus axilas: negro, rebelde, salvaje. Le froté el clítoris mientras ella me mordía el cuello. Yo me venía sin venirme, temblando por completo.
Se agachó, me bajó el pantalón y se metió mi verga en la boca como si la conociera desde siempre. La chupaba con ganas, escupía, apretaba, lamía el tronco con los ojos cerrados, gimiendo como si eso la mojara más.
—Córrete en mi boca… o en la camiseta… tú decides —dijo con la lengua en mi glande, su voz ronca por el deseo.
La levanté. No podía más.
La subí sobre la lavadora, le abrí las piernas. Se abrió como si me hubiera esperado así toda la vida.
La metí de un solo empujón.
Estaba caliente. Mojada. Apretada.
—¡Así, cabrón… así…! —gritó—. Lame mi axila otra vez… ¡hazlo! Chúpame el cuello chúpame mis tetas negras
Me incliné y lo hice. Mi boca pegada a su vello, mientras la cogía con rabia, como si todo el deseo acumulado se desbordara en ese momento. Ella gemía, se sacudía, me apretaba las nalgas, se tocaba el clítoris mientras yo la penetraba sin pausa.
Los sonidos de su cuerpo mojado chocando contra mi pelvis, sus jadeos, su olor metido en mi alma, todo me llevó al borde.
—¡Córrete adentro! —ordenó—. ¡Llena a sirvienta!
Y lo hice.
Me vine tan fuerte que perdí la noción del tiempo. Sentí que el mundo giraba lento. Ana me abrazó del cuello, me besó con los labios sudados, me mordió el lóbulo.
—Esto no ha terminado.
Y lo sabía. Esa fue solo la primera vez.
La puerta al infierno ya estaba abierta.
Mi esposa empezó a sospechar.
No hacía falta que dijera mucho. Bastaba con cómo miraba a Ana, con el silencio con el que pasaba a su lado cuando antes ni la volteaba a ver.
—¿Ya viste cómo la ves? —me soltó una tarde—. Te le quedas viendo como si fuera carne.
Me hice el tonto. Pero lo cierto es que era carne. Caliente. Viva. Deseada.
Y Ana lo sabía.
Un día, cuando estábamos solos, la vi agachada en el patio, lavando una cubeta. Sudaba como nunca. La camiseta un poco arriba de la cadera donde se le veían sus pelos negros en su cadera la blusa era de tirantes le colgaba del pecho, completamente pegada por la humedad. El escote se le abría con cada movimiento. El vello de sus axilas estaba empapado. Su pantalón gris, delgado, marcaba cada curva de sus caderas anchas y su trasero temblaba con cada restregón que le daba al piso.
Me acerqué.
—¿Estás bien?
Ella se enderezó, limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo.
—Estoy acostumbrada… pero sí, hace calor —dijo, jadeando un poco.
La miré.
—¿Y tu marido? ¿Te deja descansar algo?
Se rio, pero con amargura.
—Mi marido ya ni me toca —dijo sin rodeos—. Dice que tengo el cuerpo feo, que ya no me rasure, que huelo mal. Dice que mis estrías le dan asco… y que parezco animal.
La miré más de cerca. El vello bajo sus brazos era negro, largo, rizado. Hermoso. En las clavículas le bajaban gotas gruesas de sudor. Su pecho subía y bajaba rápido. Estaba empapada. Mojada por fuera… y por dentro, lo sabía.
—Por eso ya ni me baño seguido. Me vale. Ya ni intento gustarle. Si a ti sí te gusta mi olor, mejor.
No aguanté más.
La tomé de la mano, y sin hablar, la llevé al cuarto de servicio. Ella entró sin miedo, sin titubear. Cerré la puerta. Me acerqué. La olí.
—Estás escurriendo —le susurré al oído.
Ella se mordió el labio.
—Estoy tuya —contestó.
Le levanté la camiseta. No traía sostén. Sus tetas cayeron con peso, grandes, morenas, con aureolas negras y pezones brillantes y con un poco de pelos negros alrededor. Chorreaban sudor por debajo, por el canal entre ellas. Le lamí ahí, despacio, con hambre.
Ella cerró los ojos y se inclinó hacia atrás. Me aferré a su axila, le levanté el brazo y hundí la cara en su pelo mojado. Lamí, aspiré, la besé. Era fuerte. Salado. Humano. Su sabor se quedó en mi lengua.
Le bajé el pantalón. No usaba calzones.
Y ahí estaba. Su monte de vello púbico era una selva oscura, mojada de sudor y jugos. La escurría el sudor desde la espalda baja hasta el pliegue entre sus nalgas. Todo su cuerpo brillaba.
La miré de frente. Desnuda. Sudada. Con la frente mojada, el cuello empapado, los pezones duros. Su vientre tenía estrías, sí. Su piel tenía marcas. Pero era real. Y la mujer más deseable que había tocado en mi vida.
—Te quiero así —le dije al oído.
Ella se me trepó encima. Me desnudó con rabia. Me besó con sudor y lengua, me montó sobre el sillón pequeño del cuarto. Me clavó las uñas, me restregó las tetas en la cara, me apretó con sus muslos sudados.
—Duro… sin miedo. Soy tuya —jadeaba—. Métela… adentro, toda.
Le dije que sí pero antes quería chupársela y que me la chupara a mi también se puso en posición abrió sus piernas y su ingle negra estaban escurriendo de sudor su mata de pelos las iba a tener entre mi cara su olor era muy penetrante olía un poco a camarón pero eso me ponía a mil su vagina bien mojada y chorreaba un líquido blanco y espeso ella agarró mi verga y me la empezó a chupar con mucha furia le escupía y la babeaba está súper mojada.
Yo seguía en lo mío su culo era enorme tenía unas nalgas preciosas con estrías mis manos no aguantaron más y le abrí las nalgas para ver su culo era lo más hermoso que había visto en mi vida era negro con grumos de caca y con mucho pelo también muy sudado no aguanté más y metí toda mi cara en ella olía exquisito mi lengua no pudo más y se metió profundamente entre su ano lleno de caca lo chupaba y lo succionaba mi lengua mis dientes mi María llenos de caca le dejé el año limpio de todo lo que tenía sucio sudado y manchado nos volteamos nos vimos de frente y nos besamos ella no le importaba el sabor de mi boca que había pasado por esa panocha y ese ano sucio de ella
La cogí como si el mundo se acabara. Nos resbalábamos por el sudor, por el calor. Cada embestida era un choque de carne mojada. Su axila rozaba mi cara. Su olor era una droga.
Nos vinimos juntos.
Yo dentro de ella. Ella sobre mí, temblando. Gimiendo como nunca la había escuchado.
Después, no dijo nada. Solo se levantó, se vistió sin prisa, y se fue a terminar de limpiar como si nada hubiera pasado.
Pero yo sabía que algo había cambiado.
Ella se entregó como nunca antes. Sudada, sin pudor, sin miedo. Y yo… ya no pensaba dejarla ir.
Los días siguientes fueron distintos. Después de haberla poseído así, sudada, desnuda, empapada por dentro y por fuera, Ana ya no me veía como antes. Me miraba con fuego en los ojos. Con pertenencia.
Seguíamos encontrando excusas para estar solos. Me la cogí de pie en la cocina una tarde mientras los niños dormían. Otras veces, en el cuarto de servicio, contra la pared, mientras me restregaba sus tetas mojadas por la cara. Y cada vez lo hacía con más descaro. A veces, hasta me dejaba la blusa mojada en la oficina, como recordatorio.
Yo estaba perdido en ella. Y mi esposa… no era tonta.
Una tarde, después de comer, me encaró.
—¿Tú crees que no me doy cuenta? —dijo con la voz fría—. ¿Tú crees que no veo cómo la miras? Cómo te le pegas. Cómo te sale la baba cada vez que ella pasa.
Guardé silencio. Mi hijo y mi hija estaban viendo la tele en la sala. No era momento.
Pero ella no se detuvo.
—Hasta huelo el sudor de esa vieja en tu ropa. ¡Y no me hagas hablar de lo que encontré en el clóset del estudio!
Mi mundo se detuvo.
Ella había encontrado la caja. La caja con la camiseta sudada, el calzón con olor a Ana. Todo lo que había guardado como si fueran talismanes de deseo, ahora eran pruebas de mi traición.
—¿Qué tienes en la cabeza? ¿Eh? ¿Te calientas con esa mujer sucia? ¿Con sus pelos en las axilas? ¿Con su olor a animal? ¿Eso te prende?
La miré a los ojos.
Y por primera vez… no mentí.
—Sí.
Mi esposa se quedó helada.
—¿Qué dijiste?
—Sí. Me prende. Me prende su olor. Me prenden sus pelos. Me prende su cuerpo, su sudor, todo lo que tú dejaste de mostrarme hace años.
Se quedó en silencio unos segundos. Dolida. Furiosa.
Entonces bajó Ana de la planta alta. Venía con una cubeta, sin saber lo que se había desatado abajo. Vestía una blusa vieja, sin mangas, donde se le marcaban las axilas mojadas. Los pantalones manchados de cloro.
—¿Todo bien? —preguntó.
Mi esposa se volteó.
—Contéstame tú, Ana —dijo seca, mirándola como una fiera—. ¿Todo bien? ¿O ya te acostumbraste a cogerte al patrón?
Ana no se inmutó.
Soltó la cubeta. Se paró firme. Me miró. Me miró a mí, no a ella. Y habló con una seguridad que no le había visto antes.
—Él me trata como lo que soy. Me desea como nadie me ha deseado. Y sí, señora. Me lo cojo. Y me encanta.
Mi esposa palideció.
—Eres una puta sucia.
—No más que usted… que teniendo a un hombre así lo dejó morir de hambre.
Silencio. Tenso. Insoportable.
Yo no podía moverme. No podía hablar.
Mi esposa se fue. Subió las escaleras. Cerró la puerta. No dijo una palabra más.
Ana se acercó. Me abrazó. Su piel estaba sudada. Temblaba. Pero no de miedo.
—Ya no voy a esconderme —me dijo al oído—. Si quieres echarme, hazlo. Pero yo ya no me voy a negar.
Le tomé la cara. La besé como nunca. Profundo. Lento. Con culpa. Con deseo. Con todo.
Y ahí supe que ya no había regreso.
La casa cambió después de ese día.
Mi esposa ya no me hablaba. Dormía en el cuarto de los niños o se iba con su hermana. No me pidió el divorcio… pero tampoco preguntó nada más.
El silencio entre nosotros se volvió espeso. Como una sábana mojada que nadie se atrevía a quitar.
Y Ana, sin decirlo, tomó su lugar.
Ya no pedía permiso. Se bañaba cuando quería. Cocinaba lo que le gustaba. Ponía música mientras limpiaba, y se paseaba en short, sin brasier, con los pelos de las axilas al aire como trofeos. No le importaba si yo la miraba. Lo hacía para que yo la mirara.
Una noche, me encontró sentado en la cocina, solo, con una cerveza.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
Asentí.
Traía una camiseta blanca, delgadita, que no ocultaba nada. Los pezones se marcaban duros, las aureolas oscuras dibujadas como si pidieran lengua. Abajo, una tanga negra que se perdía entre su trasero enorme. Las piernas cruzadas, sudadas, brillaban.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—Vacío —respondí, sin mentiras.
—¿Te arrepientes?
—No.
Ella sonrió.
—Bien.
Se levantó. Caminó hacia mí. Se subió a la mesa, abriéndose de piernas frente a mí, sin aviso. La camiseta le caía entre las tetas, abierta. Sin decir una palabra, se bajó la tanga y la lanzó al suelo.
Su vello púbico era más espeso que nunca alzo los dos brazos y me dijo:
—Huele —ordenó.
Me incliné.
Olía fuerte. Como si hubiera sudado todo el día. A cuerpo sin jabón, a deseo contenido, a sexo sin lavar. Me hizo rozar con la nariz. Me acarició la cabeza, suave.
—Lame.
Y lo hice.
Hundí la lengua entre sus pelos. Sabía a todo lo que me faltaba. Jugos secos, sudor, piel caliente. Me restregaba la cara contra ella. Me aferré a sus nalgas sudadas metí su lengua entre su ano sin lavar de tantos días y con rastros de que no sabía limpiarse el ano lleno de caca lo lamí sin piedad toda esa caca y grumos. Le lamí las estrías. Me empapé en su humedad.
Ella gemía, pero no como antes. Ahora gemía con control. Con poder me dijo métemelo se puso en cuatro se abrió las nalgas. Se volteó me chupó la verga me escupió y me dijo dale duro sin piedad se lo metí se arqueó y se estremeció de dolor pero no me dijo nada la nalguee dejándole las manos marcadas la le dolía era placer y dolor su olor dejándole su ano de su vagina salía directo hasta mi nariz no podía controlarme.
Le llene el ano como nunca me había venido en mi vida le llene de semen hasta los intestinos de todo lo que me vine me aventé hacia su espalda la tumbé y me recosté sobre ella, si espalda estaba sudada y caliente me salí de su ano mi pene era una mezcla de semen y de caca lo observo pero no le dio pena lo chupo se tragó mi pene lleno de su caca era la mejor escena de mi vida.
Me dijo eres mío —me susurró—. Nadie te va a chupar como yo. Nadie te va a dejar tan vacío.
La bajé de la mesa. La empujé contra la pared. La cogí ahí mismo. Sin soltarle los pechos. Sin dejar de olerla. El sudor le corría entre los senos. Le lamí las axilas mientras la penetraba. Le pasé la lengua por el cuello, por detrás de la oreja. Todo sabía a ella.
Nos vinimos otra vez juntos. Como bestias. Desnudos, sudados, con la casa en silencio.
Cuando terminó, me susurró:
—Ahora esta casa es mía.
Y lo fue.
Ana empezó a quedarse más días. Dormía en mi cama. Usaba mi ropa. Se paseaba desnuda después de bañarse, secándose el vello con mi toalla. Cocinaba encuerada si nadie estaba. Se sentaba a ver tele con los muslos abiertos, sin calzones, solo para que yo viera lo que era mío.
Mi esposa se fue una semana después.
Se llevó a los niños.
No dijo adiós.
Solo dejó una nota:
“No puedo competir con una perra si tú prefieres la jauría.”
Esa noche, Ana llegó a mi cuarto. No dijo nada.
Se subió a la cama, se abrió de piernas y me esperó.
—Ahora tú me sirves a mí —dijo, bajándose la blusa y mostrándome las tetas mojadas de sudor.
Y lo hice. Serví. Languidecí. Me rendí.
Porque ella ya no era la sirvienta.
Ahora era la que mandaba.
Llegué del trabajo un jueves por la tarde. Cansado, acalorado, con la cabeza aún llena de los jadeos de Ana esa mañana, cuando me había mandado un audio susurrándome:
“Hoy me quedé sin calzones…”
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