Cámaras nuevas en la tienda

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Juan empezó desde abajo, reponiendo las estanterías de la perfumería. Más adelante, cuando el señor Vicente se jubiló, pasó a ser el encargado de seguridad y logística.

Le asignaron un cuarto.

Dos cámaras vigilaban los pasillos y prácticamente nadie hurtaba sin embargo, faltaban colonias. Juan pensó en ello y, con su propio dinero, decidió quitar la cámara principal y sustituirla por dos cámaras, digamos, más discretas… invisibles para quien no supiera que estaban allí.

La gente entraba y salía de la tienda y Juan observaba. Le gustaba observar a la gente, imaginar como serían sus vidas… íntimas.

Una tarde, después de la hora de cierre, se quedó a revisar unas entradas. Nadie le esperaba en casa. Había tenido una chica, de eso ya hacía un mes. Se habían morreado, incluso había llegado a tocarle las tetas. Pero por algún motivo, que nunca llegó a saber, un día le dejó. Él había seguido todas sus indicaciones, respetado los tiempos y ella, probablemente, se había acabado aburriendo. “A las tías les gusta la marcha, alguien que las sorprenda y no las deje hacer todo lo que quieren.” Le dijo una vez su madre. Claro, la teoría era fácil, él era un buen estudiante, un buen teórico, pero un desastre en el apartado práctico. Además tenía sus obsesiones.

Se conectó a internet y buscó navegando de incógnito unas páginas de cómic japonesas que había descubierto hace poco. Allí, las personas que no cumplían, recibían lo suyo. Las chicas eran tan dulces y sumisas… incluso las más autoritarias eran encantadoras y acababan con el culo rojo. También los chicos recibían lo suyo. Con paciencia, tradujo los diálogos del japonés al castellano. Aquella prisionera merecía unos buenos golpes en el trasero. El culo rojo, la onomatopeya de los golpes.

Juan desabrochó la cremallera de sus vaqueros y asiendo el cálido pene que se escondía bajo los calzoncillos comenzó a masturbarse.

Al día siguiente una mujer joven, pero no tanto. Entró en la tienda. Llevaba gafas de pasta color negro que hacían juego con su pelo recogido en una coleta. Traje gris de dos piezas, blusa blanca, chaqueta y pantalón oscuro de vestir. Zapatos de tacón.

Juan observó la cámara y pulsando el zoom dirigió el foco al trasero de la mujer. Eso no estaba permitido, pero él estaba al mando y le apetecía contemplar un buen culo. Acabada la inspección, volvió al modo normal y observó. Había algo sospechoso en aquella cliente.

Un minuto después la vio metiendo un frasquito de perfume en su bolso. No era muy grande, tampoco muy caro. Juan sopesó ir en busca de la cliente e impedir que saliese con la mercancía robada, pero no se movió. De repente por su mente pasó una idea muy loca. Iba a hacer algo que no era muy honesto, pero qué narices, él también quería su cuota de diversión. Pensó en su ex amiga. Seguro que podría encontrar a otra chica de su edad por ahí, aunque no fuese tan atractiva como la que estaba hurtando el perfume. Seguro que podían quedar y hacerlo en el sillón, o en la cama. Después de todo eso de coger le gustaba a las tías. Pero el quería más, quería jugar, quería ser un personaje de un cómic para adultos.

Pasaron tres días, diez minutos para cerrar y de nuevo aquella mujer, con su traje y sus zapatos de tacón. Esta vez metió tres perfumes en el bolso. En su rostro una mezcla de excitación y miedo, la adrenalina del que está haciendo algo prohibido. Luego una sonrisa. “Cree que no hay cámaras, el otro día robó poco para probar y hoy se ha decidido a hacer “la compra” del mes.” Pensó el vigilante y salió del cuarto con determinación.

Perdona. – le dijo poniéndose frente a ella.

La mujer vio al guardia y su rostro traicionó la reacción de sorpresa al ser pillada.

Maite, una de las empleadas miró hacia dónde estaban.

Juan, con frialdad, mintió.

Maite, está esta es mi amiga Vanesa.

La mujer no sonrió nerviosa y asintió cuando el guardia la invitó a ir a su despacho.

Ya es hora de cerrar. – anunció Andrés dirigiéndose a Juan.

Lo sé, no te preocupes, ya cierro yo. – dijo abriendo la puerta del cuarto e invitando a entrar a la ladrona.

¿No te llamarás Vanesa por casualidad?

La mujer no contestó.

Enséñame tu carné o algún documento.

¿qué quieres? – dijo al fin

Juan sonrió y tras sentarse en una silla tomó la palabra.

Mira, tú y yo sabemos que tienes en el bolso tres perfumes. A eso se le llama robar.

La mujer puso cara de sorpresa pero no dio su brazo a torcer.

Miré o mira Juan – dijo leyendo el nombre que venía en la chapa.

Soy abogada y estoy a nada de llevarte a juicio.

Juan mantuvo la calma. “Así que abogada… una representante de la ley robando. Ahora sí que la tenía en su poder.”

No necesito decir nada. La mirada de la mujer lo decía todo. Se había dado cuenta de su error.

Toma, aquí tienes mi DNI, aunque no se a que viene esto. – dijo sin convencimiento.

Marta. Marta, te has metido en un buen lío. Abre el bolso. No, no digas nada, lo tengo todo grabado. ¿Quieres verlo?

La abogada le creyó, sabía que estaba en un buen lío.

Mira, la he cagado. Lo admito. Pagaré los perfumes y la multa o lo que sea pero por favor, no me denuncies.

Juan se levantó. Dio unos pasos por el cuarto y volvió a tomar asiento.

Marta, necesito que te desnudes.

La aludida quedó en shock.

Perdón.

Es muy fácil. Necesito comprobar que no escondes nada.

Marta se ruborizó violentamente y espetó con enfado.

¿qué crees, que me he metido un pinta labios por el culo?

Eso lo vamos a comprobar ahora. De todas maneras, esto hay que hacerlo conforme a la ley. Como sabrás, abogada, el consentimiento es la base de todo el nuevo ordenamiento jurídico. Así, si eres tan amable, necesito que valides y firmes este documento.

La mujer se tomó unos minutos leyendo lo que parecía ser un contrato sadomasoquista.

No puedo firmar esto. No soy tu esclava.

Ni lo eres, ni quiero que lo seas corazón. Pero es el único documento completo que encontré. Esto no te obliga a nada y en cualquier momento puedes salir por esa puerta. Por supuesto yo tengo que reportar este “incidente” a las autoridades.

Marta tragó saliva.

Esta bien terminemos esto lo antes posible.

Y sin más demora empezó a quitarse la ropa.

Juan admiró y sobó el trasero de la abogada.

Separa las nalgas. – dijo dándola un azote.

Inspeccionó los pechos, firmes y de medio tamaño y luego acabó metiendo un dedo en ambos agujeros.

No te quejarás, la temperatura es ideal en el cuarto.

¿qué quieres ahora?

Juan se metió en el papel de uno de sus cómics y ordenó a la muchacha que se tumbase sobre las rodillas. Una vez allí, comenzó a darle nalgadas.

¿duele?

Un poco.

Bueno, tú no te muevas mucho o tendré que atarte. Tengo cuerdas, ¿sabes?

Marta bajó la cabeza resignada mientras las nalgadas coloreaban su trasero.

Ya casi hemos terminado. Te pediría que me besases, pero esto no tiene que ver nada con el amor. Para besuquearme con una tía me apunto a tinder.

Qué quieres entonces. – respondió la abogada, dispuesta a cumplir con todo y salir indemne de aquel lío.

Juan se puso en pie y se desabrochó los pantalones. El bulto bajo los calzoncillos era más que evidente.

¿Sabes chupar?

Marta, obediente, se acercó a donde estaba Juan y se puso de cuclillas. A continuación bajo los calzoncillos del hombre, agarró su pene con la mano y tras menearlo un poco, lo introdujo en su boca.

Juan gimió y apretó el culo. Aquella mujer conocía el oficio.

Tras unos minutos de chupeteo y lametones, siguiendo indicaciones, Marta vistió con un condón el miembro erecto, se apoyó contra la pared con la palma de las manos. Piernas abiertas, inclinada hacia delante. Trasero en pompa.

Juan colocó la punta en el orificio de entrada y empujó.

Marta, muy a su pesar, jadeó inundada por el placer.

Juan embistió de nuevo.

Y de nuevo, y otra vez.

Luego una nalgada y otra.

Un nuevo empujón.

Un pedo involuntario.

Lo siento. – se disculpó el hombre.

No importa. – replicó Marta.

Y Juan volvió a la tarea, empujando con más ritmo.

Eyaculó fuera, en las nalgas.

Luego le dio papel de cocina para que se limpiase.

Puedes vestirte, gracias.

Marta se puso la ropa, dijo adiós con educación y salió a la calle.

“Esto hay que repetirlo.” Se dijo Juan.

Era arriesgado, muy arriesgado, pero el riesgo le excitaba. Y las posibilidades… enormes.

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