Consecuencias de ir a comprar leche colina abajo

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Después de dos años practicando el cuckold con mi esposa Nancy (de 30 años), era natural que desarrolláramos señales —códigos para avisar sin preguntar cuando había luz verde para un nuevo episodio de sexo degradante, salvaje y repleto de fluidos intercambiados con alguien que no fuera su esposo. Nos conocíamos desde adolescentes y sabíamos exactamente qué nos disgustaba, qué nos hacía enojar y cómo presionar los botones correctos para sacarnos de nuestro equilibrio emocional. Esas mismas contradicciones se convirtieron en nuestras señales para iniciar una nueva sesión de infidelidad consentida.

Es difícil resumirlo en una frase, pero todo quedará claro si relato el día en que ella fue a comprar leche y… simplemente no volvió a casa.

Ocurrió un domingo de marzo en San Rafael del Este. Como de costumbre, me desperté a las 7:30, me puse las sandalias y, como un zombi medio dormido, salí a comprar pan, mantequilla y mermelada para el desayuno. Dejé a Nancy durmiendo profundamente. Habíamos tenido sexo horas antes, mientras hablábamos y yo la penetraba. Siempre me gustó hacerlo así con ella; reforzaba nuestra intimidad escuchar su voz, saber cómo había estado su día.

Fui al minisúper cuesta abajo sin prisa, entré y salí rápidamente mientras el perro guardián de la esquina me ladraba sin cesar (supongo que olía mi inmoralidad), moviendo la cola de manera errática. Aunque no me considero viejo, la cuesta de tierra y piedras era un reto, pero al menos era el único ejercicio que mi horario de trabajo me permitía.

Al acercarme a casa, algo se sentía raro. No había gente alrededor, el viento no soplaba, pero no le di importancia… hasta que la vi.

Mi esposa, despierta, hablando con un extraño.

Era una escena corrupta, o al menos así la recuerdo: Nancy, con el pelo largo y enmarañado, vestía su pijama rosa —voluptuosa sin mostrar nada—, con pantuflas blancas. Y frente a ella, un tipo gordo, feo, mal vestido, sonriendo de oreja a oreja como si se conocieran de toda la vida. Pero yo lo habría sabido. Era un intruso, violando mi armonía matrimonial con su simple fealdad.

Nada ocurría en ese momento, pero al acercarme, el ruido del viento ahogó su conversación. Llegué con el corazón acelerado y la frente ardiendo. El cerdo se despidió rápido, me miró de reojo, hizo un gesto con la mano y se fue cojeando. No lo perseguí para exigir modales o una presentación formal. Me quedé viendo cómo sostenía una bolsa de queso mientras arrastraba una pierna.

Mientras Nancy preparaba el café, noté mi erección, sensible al punto de resultar incómoda dentro del pantalón. Para cuando me trajo la taza, ya había deslizado la ropa interior y dejado mi miembro al aire. Íbamos a tener un desayuno peculiar.

Más tarde, influí para que me hablara del gordo: tenía solo 19 años, trabajaba eventualmente como guardia nocturno en un colegio del centro. Yo, con la sangre hirviendo en la frente y en el pene —que al menor movimiento amenazaba con derramarse—, le pedí un favor:

—Amor, ¿podrías traerme una caja de leche Al Día?

Era una marca que ya no se vendía. Nancy lo sabía. Era nuestra señal perfecta: una solicitud imposible que desencadenaría consecuencias fuera de lo normal. Por un tiempo significativo, mi esposa se separaría de mí para demostrar su amor en otro lugar.

Su expresión cambió por completo. Se volvió silenciosa, los ojos más picantes, casi seductores. Dejó el pan con mermelada casi intacto, dijo que no tenía hambre y se fue a ducharse. Yo, masajeándome el pene, terminé mi desayuno en soledad.

La ducha de Nancy fue exageradamente larga. Después, se vistió para salir, pero no como en esas historias eróticas donde las mujeres usan vestidos de “puta barata” para excitar a los lectores. Nancy hacía lo opuesto: unos jeans blancos, desgastados (pero que se ajustaban a sus curvas), una camisa gris tan vieja que parecía mía, zapatillas blancas y maquillaje casi invisible. Parecía otra mujer.

En estas sesiones de separación cruel, a Nancy siempre le costaba irse sin despedirse. Yo le recordaba que, para que la dinámica funcionara, debíamos seguir los pasos al pie de la letra. Antes de cruzar la puerta, con el pelo aún húmedo, sacó su brassier blanco y lo colgó en el perchero. Era el único rastro que dejaría de sí misma.

Al salir, ya no tenía poder para evitar que se acostara con ese hombre feo, medio obeso, que la había abordado esa mañana. Observé su pan lleno de moscas y su café frío. “Vestigios de la vida cotidiana en pareja se fueron por esa puerta, y Dios sabrá por cuánto tiempo”, pensé.

Como siempre, todo era cuestión de paciencia, confianza y soltar.

Recibiría noticias de ella a las 5:30 de la tarde.

Continuará. ¡Chanchan!

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