Culo y pedo: tradición, medicina y sexo

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Diana nunca pensó que aquello pudiera ser bueno, mucho menos saludable. Aunque pensándolo bien tenía lógica. Los alimentos saludables, al principio, generan rechazo. Cuesta renunciar a una dosis de azúcar o no caer en el hábito de devorar una bolsa de patatas fritas ultra procesadas. Enfrentarse a una coliflor cocida por primera vez no suena como lo más excitante del mundo, eso por no hablar del olor de las coles de Bruselas.

Sin embargo, todo es acostumbrarse, y una vez que el hábito se instala y la conciencia de estar comiendo algo saludable crece dentro de uno, entonces todo se convierte en rutina y es más fácil renunciar al efímero placer gustativo.

Luego estaba eso de hacer ejercicio, que también cuesta al principio.

Ejercicio, dieta y… y lo otro.

El supuesto estudio científico, el mismo arte… si, aquello tenía que ser importante lo único… bueno, lo único era encontrar a alguien con quien compartirlo.

-Diana García.

-Sí, soy yo. -respondió la mujer dejando de lado sus pensamientos.

Juan, como cada mañana, se metió en un vagón de metro lleno de gente. Buscar la posición adecuada para evitar caerse en un frenazo, encontrar dónde apoyar al menos una mano para guardar el equilibrio, usar el maletín con el portátil como escudo entre su abultada entrepierna y el generoso trasero de una joven, mirar de reojo caras desconocidas e imaginar historias, todo eso constituía parte del camino al trabajo. Y Juan era de los que disfrutaban del viaje a su modo.

Sin embargo esta vez no iba al trabajo directamente.

El metro se detuvo y el rebaño salió en tropel del redil. Juan enfiló el pasillo y encontró sitio en el lado derecho de las escaleras mecánicas. A la izquierda, los que tenían prisa, o estaban en forma o simplemente se animaban a escalar, subían con decisión escalón a escalón. Juan a veces lo hacía, no tanto por el ejercicio o las prisas, si no por ir en pos de un buen culo. Sí, tenía una cierta obsesión con esa parte de la anatomía. Le gustaban todo tipo de traseros, contundentes, bamboleantes, tersos, temblones, caídos… incluso un culo plano o desinflado no le desagradaba.

Aquel día estaba de suerte, a veinte centímetros, tenía un culito femenino enfundado de unos pantalones de tela blancos. A pesar de su pequeño tamaño, la raja, generosa, engullía con avidez la tela marcando cada nalga de manera individual.

Discretamente Juan colocó su maletín tapando su entrepierna, evitando así, que alguien pudiera ver la erección.

-¿Me quito los pantalones? -preguntó Diana innecesariamente.

La doctora levantó la cabeza del informe y contestó.

-Sí, por favor. Bájese los pantalones y las braguitas y póngase de rodillas sobre la camilla.

Diana obedeció mecánicamente.

-Apoye las manos aquí y levante el culete. Piernas separadas por favor.

En parte por la posición y en parte por cierta vergüenza, la cara de la paciente se pintó de rojo.

La doctora se puso unos guantes de látex azules e impregnando el dedo índice en una sustancia viscosa, procedió con la inspección anal.

-Todo correcto. -dijo la doctora dirigiéndose a dónde tenía su portátil.

Diana se subió las bragas y los pantalones y comenzó a abrocharse el botón.

-Con estas pastillas lo otro irá mucho mejor. -dijo la médico mientras tecleaba algo en el ordenador.

Al salir del cuarto, Diana paró brevemente ante un hombre sentado.

-Buenos días. -saludó el varón

-Ah, qué tal…

-Juan, soy Juan.

-Es verdad Juan.

-Bien, todo bien, aquí que tengo cita con…

-Juan del Río. -dijo la doctora.

-Tengo que… oye, pero pásate por mi casa esta tarde, a las 7 y hablamos de…

Diana fue a responder, pero su vecino ya estaba dentro de la sala…

“¿Hablar de qué?… No sé si… bueno, no tengo su teléfono para… bueno, iré…”

El piso de Juan era coqueto y estaba lleno de colores cálidos.

Diana se sentó en el sillón de cuero y aceptó la lata de cerveza.

-No debería estar tomando esto. -comentó la mujer.

-Ya, el alcohol.

-Sí, y lo otro.

Juan la miró con interés. Aquella vecina tenía algo.

-¿qué miras? -dijo la invitada.

“Definitivamente es muy directa.” Pensó Juan.

-Obvio, a ti… por cierto…

-¡Libros! -exclamó Diana interrumpiéndole mientras se levantaba y comenzaba a ojear los títulos.

-Este parece oriental… chino

-Japonés. -dijo el anfitrión.

Diana abrió el libro y paso las páginas, había pinturas antiguas, grabados de carácter erótico….

-Vaya, vaya. -dijo

Juan se ruborizó durante un segundo. Carraspeó y adoptó un tono adulto y didáctico.

-Son grabados antiguos, muchos de ellos anónimos.

Diana pasó una página y se encontró ante un cuadro donde unos hombres y algunas mujeres, vestidos con kimonos parecían enfrentarse en…

-Es una guerra de flatulencias. -dijo en voz alta Juan.

-¿Te gusta el tema? -preguntó a quemarropa Diana.

-Bueno, para, para ser sincero… esto… siempre he tenido una admiración por los traseros.

-por el culo. -dijo Diana llenándose la boca con la palabra.

Se hizo el silencio durante unos segundos. Diana pasaba las páginas del libro.

-Estaba en el médico porque tengo un problema de gases -confeso Diana.

-¿tú?

Juan no respondió.

-Ya, soy muy directa… bueno

-No, no es eso… te lo digo… fui a que me pincharan.

-Una inyección, miedo miedito da

Diana dejó el libro, volvió al sillón y cogiendo la lata de cerveza le dio un buen trago. Luego eructo con discreción.

-Perdona. -dijo.

-Bueno, al menos no te has tirado un pedo.

Diana tomó la palabra.

-Sabes que las flatulencias son buenas para la salud… dicen que oler los pedos de tu pareja es beneficioso.

Juan hizo un comentario ligero. Pero, caprichosa, la conversación siguió con el mismo tema.

-Oye… por qué no nos peleamos… con pedos. -propuso Diana.

-La verdad es que yo ahora no tengo muchos… -dijo Juan.

Diana sonrió pero no se dio por vencida.

-¿Te gustaría verme el culo?

Juan asintió.

Diana se levantó del sillón, giró sobre si misma y de manera sensual se bajó los pantalones y las braguitas exponiendo su trasero.

Juan experimentó una erección instantánea.

Diana le observó y le indicó que se acercara.

Se besaron y el hombre disfrutó sobando las nalgas de la mujer.

-Sabes… no me he tomado la pastilla. -susurró Diana al oído del hombre.

Luego se colocó acostándose de lado en el sillón.

-¿Te gustaría recibir una dosis de salud?

Juan se acercó, palpó el trasero y acercó su nariz a la raja.

Diana dejó escapar el primero. Ruidoso y con olor.

Era desagradable pero, al mismo tiempo, adictivo.

Diana besó en la boca a Juan.

-¿otro? -dijo cuando se separaron.

-Vamos a la cama. -ordenó el hombre.

Allí Diana se quitó la ropa y Juan hizo lo mismo. Su pene erecto, palpitante.

Diana se tumbó boca abajo y Juan se tumbó boca arriba.

-Ya viene. -anunció Diana mientras se incorporaba y se ponía en posición. Las piernas a ambos lados de Juan, el culo, en pompa, cerca de la nariz del anfitrión. Con las manos y la lengua comenzó a estimular el miembro del hombre.

Juan aguantó con el semen presionando.

El gas salió con fuerza, silbando al principio como el aire de una colchoneta para convertirse, más adelante, en un rugido poderoso.

El olor, el momento, la visión del ano expuesto hicieron que Juan eyaculara mientras Diana, presa de la vergüenza y el placer mental, hiciera lo propio perdiendo durante un instante el control de su cuerpo.

Minutos después, recuperados. Diana recibió media docena de nalgadas por cochinota… nalgadas que acabaron en besos con lengua que se alternaban con suaves pellizcos en los pezones.

Para acabar, Juan vistió su pene con la goma transparente y penetró a Diana.

La mujer repitió orgasmo.

Mientras Juan, a su lado, relajado, contribuía soltando un pedo de esos que relajan.

Diana, agradecida, aspiró el olor de la medicina natural.

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