De amiga a esclava (1): La entrega

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T. Lectura: 4 min.

La cita era a las cinco de la tarde. Yo llegué primero a la habitación del hotel. Tenía que preparar todo para su llegada. Descargué mi maleta y decidí darme una ducha caliente para relajar mis músculos. Luego, me puse algo ligero y dejé encendida solo la lámpara de la esquina: quería sombras, no claridad.

La noche era fría, por lo que el vapor que salía del baño sirvió como calentador para la habitación. Saqué mi celular y puse música, esa lista que habíamos creado a lo largo de los años, sin saber que después la usaríamos para otros fines mucho más intensos. De mi maleta saqué cada objeto con cuidado, los limpié y los dejé sobre la cama. No era un juego improvisado, era el inicio de algo que ambos habíamos deseado en silencio durante años.

El reloj parecía burlarse de mí, avanzando con una lentitud cruel. Cada minuto me llenaba de ansiedad: una mezcla de excitación y la duda de si quizá ella se habría arrepentido de aceptar aquel mensaje. En mi cabeza repasaba nuestras últimas conversaciones; excitantes, intensas, todas cargadas de expectativa y lujuria.

Pasaron diez minutos eternos antes de que sonaran unos golpes en la puerta. Una sonrisa se dibujó en mis labios. Lentamente caminé hacia ella y, antes de abrir, me apliqué un poco del perfume que sabía despertaba sus instintos más salvajes.

Abrí. Laura estaba ahí. Se mordía el labio inferior, como si no supiera si avanzar o quedarse pegada al marco. Llevaba el vestido rojo que yo mismo le pedí y que ella sabía cuánto me excitaba. Su cabello castaño, recogido en una cola alta, dejaba su rostro aún más expuesto: mejillas encendidas, mirada nerviosa, labios humedecidos por su lengua. Su cuerpo entero temblaba de anticipación.

No dije nada, estaba hipnotizado por su belleza. Sé que no fueron más de dos segundos, pero me parecieron horas de contacto visual: esa incertidumbre llena de dudas y calor. Finalmente, la tomé de la cintura y la besé. No fue un beso de bienvenida: fue un reclamo atrasado, un grito silenciado que los dos guardábamos desde hacía demasiado tiempo. Ella respondió con fuerza, su lengua buscando la mía con desesperación. Mi mano se deslizó bajo su vestido, encontrando su tanga empapada. La aparté con mis dedos y la penetré suavemente, arrancándole un gemido ahogado, demasiado fuerte para pasar desapercibido en el pasillo.

—Joel… —susurró, suplicando entrar.

En lugar de dejarla pasar, levanté su vestido, dejando al aire su trasero perfecto, redondo y firme. Le di una nalgada sonora que la hizo soltar un jadeo entre sorpresa y placer. Solo entonces la empujé dentro.

Cerré la puerta. Ella se giró hacia la cama, donde todo estaba dispuesto.

—Joel… ¿qué es todo esto? —preguntó con voz entrecortada.

La abracé por la espalda, besando su cuello con suavidad.

—Te lo mostraré… uno por uno.

Tomé la primera pieza y la puse en sus manos.

—Esto es un látigo martinete… sentirás su rastro caliente en tu piel cada vez que lo use.

Pasé las correas por su brazo desnudo, erizando su piel.

—¿Y… dolerá? —preguntó en un murmullo, con los ojos brillantes de temor y expectación.

Sonreí de lado, bajando la voz:

—Solo lo suficiente para encenderte más.

Luego, el segundo objeto.

—Este es un plug anal, con su gel… no habrá resistencia cuando decida que es el momento de que lo sientas dentro.

Lo acerqué a su rostro; ella lo observó. Un temblor recorrió todo su cuerpo. Había miedo, pero también un deseo evidente. Mordió su labio inferior y asintió apenas, como si quisiera convencerse a sí misma.

Después, las esposas. El metal frío brillaba bajo la luz tenue.

—Y estas… estas serán las que usaremos para someterte. Quiero que sientas cómo es entregarte sin reservas.

Ella tragó saliva. Yo continué, sin apartar la mirada de sus ojos color miel.

—Este vibrador… lo usarás cuando yo te lo ordene. Quiero verte rogar por terminar y no dejarte hasta que yo lo decida.

Y finalmente, el último objeto. Lo sostuve entre mis manos, abriendo despacio el broche.

—Como lo acordamos… el collar de sumisión. Mientras lo lleves, obedecerás todo lo que diga, sin cuestionar, sin negarte. Cuando te lo quite, volveremos a ser los de siempre.

Laura lo miró en silencio. Tomó aire, cerró los ojos, midiendo las consecuencias de esa decisión. El pulso en su garganta se notaba con fuerza; la habitación quedó en silencio, como si el ruido de la calle nocturna hubiera desaparecido. Al abrirlos, sus ojos brillaban con algo nuevo: mezcla de miedo, entrega y una curiosidad que la empujaba hacia adelante.

—Confío en ti, Joel… acepto —me dijo con voz suave, temblando.

La vi colocarse el collar con manos nerviosas. Me puse a su espalda y cerré el broche, marcando así nuestro rito de inicio. La giré hacia mí y devoré su boca como si me fuera la vida en ello. Ella respondió con la misma intensidad. Su mano bajó sin dudar a mi entrepierna, acariciando mi erección a través de la tela. Sabía que debajo de esa timidez aparente se escondía una mujer de fuego.

La senté en la cama, mirándola fijamente.

—Ahora… eres toda mía.

Laura tragó saliva, moviéndose inquieta, con el pecho subiendo y bajando rápido. Sus labios apenas se abrieron para susurrar:

—Hazme tuya, Joel.

—No puedes tocarme hasta que yo lo indique —le dije mirándola a los ojos, antes de volver a besarla. Mientras lo hacía, le puse las esposas. Besé su cuello, mordí el lóbulo de su oreja izquierda y le susurré cuánto había esperado este momento, esa noche, esa habitación solo para los dos.

Seguí mi camino por su cuerpo y me detuve en su pecho; incluso por encima del vestido sentí con mis dedos sus pezones ya duros, deseando ser devorados. Pero continué, bajando por su abdomen hasta llegar a lo que más anhelaba. Separé sus piernas y pasé mis dedos lentamente por su tanga negra, que ya estaba empapada.

Muy despacio fui quitando su ropa interior, sin dejar de observar su rostro agitado. Pasé mi lengua desde su vagina hasta su clítoris y soltó un jadeo. No tenía prisa: quería que disfrutara cada sensación. Seguí trabajando con mi lengua, despacio, constante. Después, añadí un dedo a la caricia; sus jadeos crecieron en número y volumen. Minutos más tarde, ya eran tres dedos los que se movían dentro de ella, mientras mi lengua no se detenía. Uno, dos, tres orgasmos consecutivos me regaló al estimular su punto G.

Sus gemidos suaves se convirtieron en gritos desesperados de placer. Esa timidez de la puerta había quedado atrás.

—Te quiero dentro de mí, ya —me suplicó entre jadeos.

Pero no era suficiente. Quería llevarla al límite. La giré y la puse en cuatro. Sus fluidos bajaban por sus muslos y sin demora los recogí con mis dedos para dárselos a probar. Lamió con ganas, mirándome con total entrega. Me levanté y tomé el plug.

—Quiero que te relajes y respires profundamente— dije mientras con mis dedos tomaba un poco de gel y lo pasaba por su ano. Dio un pequeño salto y me miró con miedo. Con mi mirada le indiqué que estaría bien y me la devolvió con total confianza. Introduje un dedo suavemente hasta que se acostumbrara, giro su cabeza y me dijo que continuara, metí otro dedo y empecé a moverlos. Luego, los saqué y sin titubeos introduje el plug. Un grito de dolor y dicha llenó la habitación, el cual cambie por intensos orgasmos al meter mi boca en su vagina.

Continuará…

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