De amiga a esclava (5): El castigo

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T. Lectura: 7 min.

El precio del retraso: una deuda consensuada.

Era la hora exacta. El reloj de pared marcaba las 21:43, y la cita había sido a las 20 h. Estaba sentado en mi estudio, leyendo un poco. La luz indirecta contrastaba con la calidez del cuarto junto a mí. La puntualidad es la base de la estructura; un fallo en ella no es un accidente, es una provocación calculada.

El sonido de mi teléfono vibrando sobre el escritorio me sacó de mi lectura. Un mensaje de Laura: “Llego tarde. Tráfico. 22:15.” Leí el mensaje sin una respuesta inmediata. El tráfico era una excusa superficial; esto era, como siempre, una prueba de límites. Su deseo de corrección siempre venía precedido por un acto de insubordinación menor. Sonreí. El inconveniente del retraso, lejos de enojarme, era la justificación perfecta para activar el protocolo.

Me levanté con una deliberación que ella habría envidiado. Dejé el libro en la mesa. El juego no se inicia en el estudio; se inicia en el espacio diseñado para ello. Me dirigí a mi habitación. Al cruzar el umbral, el aire cambió, volviéndose más denso, cargado con el olor de las velas encendidas y el cuero de los accesorios.

Acababa de revisar las cuerdas y los amarres asegurados a la cama cuando escuché el timbre. Momento perfecto. Ella estaba aquí, y yo estaba listo. Me dirigí a la puerta interior. El primer paso del castigo era siempre el mismo: la espera silenciosa. La vi al otro lado, en el umbral. Ya no era la ejecutiva que se excusaba por el tráfico; era mi amiga, mi esclava, expectante. No había disculpa en sus ojos, solo hambre.

La iluminación de mi habitación era tenue, resaltando las formas casi ambiguas que había allí, un tono suave que garantizaba intimidad y propósito. Cada elemento en este espacio estaba dispuesto con precisión: la pesada alfombra de lana que absorbía el sonido, las cuerdas sobre la mesa auxiliar al lado de mi cama, y el silencio, ese silencio denso. Solo se oía el crepitar de las llamas de las velas. Laura estaba allí, de pie en el centro. Su postura era de timidez y expectación al mismo tiempo, pero había una tensión que yo conocía y me complacía. Había llegado tarde, una hora y cuarenta y tres minutos para ser exactos. Un simple retraso, pero una falta a la base de nuestro acuerdo, un desliz de su voluntad que exigía ser rectificado.

—Acércate —ordené. Mi voz era baja y resonó con autoridad. Ella obedeció, y vi el reflejo de su anticipación en sus ojos, la forma en que sus pestañas se agitaban. Sabía que esta “deuda” sería cobrada con una justicia precisa y calmada, la única que ella deseaba.

—Una hora y cuarenta y tres minutos de tu tiempo, Laura. Tiempo robado a nuestro pacto. Conoces mi molestia ante la falta de puntualidad en nuestro juego.

—Sí, amo —contestó, y las palabras salieron con la sumisión perfecta que esperaba.

Tomé la fusta de cuero trenzado, deslizando la mano sobre su tacto frío. No era el instrumento que usaría de inmediato, pero su presencia en mi mano era un recordatorio físico de la jerarquía inalterable.

—Esta noche no hay emoción, mi querida amiga, solo control metódico —expliqué, moviéndome lentamente a su alrededor. Mi sombra se proyectaba sobre ella, un símbolo de mi dominio. Hablaba como un instructor que detalla un procedimiento. Me detuve frente a ella. El aire estaba cargado de una expectativa tan intensa que se sentía tangible.

—Tu castigo será una lección de silencio y rendición, una reintroducción a la obligación completa de tu cuerpo hacia mí. ¿Comprendes?

—Lo comprendo.

—Bien. Las reglas inmutables: La palabra segura será “Réquiem”. La usarás, y solo la usarás, si el dolor es intolerable. ¿Claro?

—Sí, amo.

—Perfecto. Ahora, las reglas del sometimiento. Esta noche eres una pieza muda. No emitirás sonido. No articularás palabra alguna. No te moverás, a menos que yo lo ordene. Y no me hablarás a menos que te dirija la palabra. ¿Podrás mantener esa quietud, esclava?

Había un desafío, una chispa de rebeldía controlada en la forma en que su cuerpo se puso rígido. Le gustaba la prueba de resistencia.

—Lo haré, amo.

—Eso espero. Por cada infracción, por cada suspiro audible, por cada movimiento, el castigo se intensificará.

La vi asentir, y la entrega verdadera —la rendición de su cuerpo—brilló en sus ojos y en la sonrisa de sus labios. El ritual de la inmovilización es la parte esencial del sometimiento. Es el acto de anular la autonomía. La dirigí a la cama, previamente alistada para nuestro juego. Le ordené arrodillarse, y luego acostarse sobre el vientre. Su obediencia fue inmediata.

Comencé con sus tobillos. Usé las correas de cuero fino, fuertes e irrompibles. Las ajusté a las cuerdas amarradas a la cama. Sentí la piel cálida bajo el cuero mientras verificaba la tensión. Sus músculos estaban tensos bajo la tela; su cuerpo se había puesto firme y expectante.

—No te muevas —ordené.

Pasé a sus muñecas. Utilicé cuerdas de seda negra, más gruesas. No buscaban causar daño, sino garantizar la inmovilidad. Me tomé mi tiempo en asegurar el nudo, garantizando que fuera estético y funcional; los meses anteriores practicando shibari daban sus frutos. La sensación de su pulso, acelerado bajo la suavidad de la seda, era un recordatorio de que su vida estaba, completamente, en mis manos. Una vez atada, levanté su barbilla para encontrar sus ojos. No había temor, solo una expectación febril.

—El último paso —dije, mostrando la bola mordaza de silicona negra. Le ordené abrir la boca.

La besé apasionadamente, mezclando mi lengua con la suya, ávida de deseo. Retiré mi boca para imponer el último silencio. El sabor del látex y la pérdida de su voz la hicieron temblar. Al ajustar la correa de cuero alrededor de su cabeza, el silencio se instaló, total. Su respiración se volvió sonora, un jadeo contenido y rápido contra la mordaza.

Estaba inmovilizada, amordazada y silenciada. El control era absoluto. Me senté al borde de la cama. El poder sobre su cuerpo era un placer que me hizo sonreír. Deslicé mis dedos a lo largo de su columna vertebral, desde el cuello hasta la base, y sentí un temblor recorrerla, una reacción inevitable a la inminencia del castigo.

—La corrección se enfocará en las zonas de mayor receptividad, Laura —le expliqué al silencio, sabiendo que cada sílaba la penetraba. Me levanté y tomé la vara de abedul pulida. Era ligera, pero su impacto era definitivo.

El primer contacto fue un roce helado en la parte superior de sus muslos. El segundo, un golpe seco y exacto. Vi cómo su cuerpo se contraía, un temblor mudo que no pudo suprimir. Sus ojos, únicos portales de expresión, se abrieron de golpe, inundados por el shock de la intensidad.

—Una pequeña corrección por tu falta —susurré, y apliqué otro impacto en el mismo punto.

El sonido era limpio y agudo. Ella apretó la mandíbula contra la mordaza, el esfuerzo por no emitir un sonido era tenso. Una nueva capa de color, un carmesí brillante, comenzó a extenderse sobre su piel bajo la vara. Me moví con precisión. Diez impactos en la nalga derecha, manteniendo un ritmo lento y deliberado. Mi enfoque estaba en la ejecución perfecta. Por cada golpe, ella arqueaba la espalda, tensando sus extremidades. El cuerpo reaccionaba a pesar de la orden de quietud, y ese conflicto era la verdadera recompensa. Cambié a la nalga izquierda. Cinco golpes rápidos, concentrando el dolor en la zona ya sensibilizada. El calor que irradiaba de su piel me resultaba adictivo.

Hice una pausa. La inmovilidad era impresionante. Estaba quieta, excepto por el temblor que recorría sus hombros. Su respiración era entrecortada. Me incliné, acercando mi boca a su oído, disfrutando del silencio.

—Tu sumisión es perfecta, pequeña. Pero tu cuerpo aún se debe a mi dominio, y yo debo disciplinarlo con esta sensación.

Pasé a la segunda fase. Dejé la vara y tomé la fusta larga. Este instrumento proporciona una sensación distinta, más punzante y localizada. Comencé con roces invertidos, acariciando su piel con la punta. Un toque que era una promesa, una tortura de anticipación. Su cuerpo se retorcía bajo el roce, luchando contra las ataduras.

De repente, el latigazo impactó en la parte posterior del muslo, una zona inesperada, pero altamente sensible. Su reacción fue un movimiento involuntario de sus caderas. Su voluntad de quietud había fallado. Me puse de pie con frialdad. Me acerqué al soporte y tomé una segunda mordaza, más gruesa, con un arnés de ajuste más firme.

—Has roto las reglas —dije. La corrección debía continuar.

Retiré la mordaza anterior. Ella abrió la boca, no para hablar, sino para jadear. El aliento que soltó fue un lamento sordo, puro y desesperado.

—No has hablado. Has sido obediente en el sonido. Pero tu cuerpo ha protestado. Es momento de atar no solo tu voz, sino tu aliento.

Le puse la segunda mordaza, y el silencio que siguió fue más opresivo que el anterior.

Reanudé su castigo. La fusta se movía con más ligereza ahora, trazando líneas ardientes en su espalda baja, golpeando puntos de máxima sensibilidad. El olor a cuero y su propia excitación en el aire me envolvían. Yo observaba la piel, el arte de mi dominio en pleno desarrollo. La sensación la estaba empujando hacia el umbral del placer, hacia el punto exacto donde el castigo se convierte en necesidad. Sus caderas empezaron a hacer un ligero movimiento rítmico, un ruego corporal involuntario.

Me detuve. La observé fijamente. Ella sabía que había violado la quietud, pero esta vez, el movimiento no era de protesta, sino de súplica. Sus ojos, que ahora me miraban con intensidad a través del reflejo, estaban llenos. Las lágrimas habían dado paso a una humedad vítrea y una intensidad que no necesitaba palabras. Su mirada no pedía perdón; exigía más.

—¿Me estás pidiendo que continúe el castigo, puta? —pregunté, acercando mi rostro al suyo, mi voz grave y burlona.

Ella no podía responder con palabras. Pero cerró los ojos con fuerza, y el gesto fue un asentimiento total, la pérdida de control más deliciosa que podía ofrecerme.

—Puedes responder —le indiqué, soltando la mordaza.

—¡Sí, amo, por favor! Quiero más —fue su indiscutible respuesta. Volví a ponerle la mordaza.

Dejé la fusta. Había servido a su propósito. Ahora, el único objetivo era el éxtasis. Me centré en las zonas menos castigadas, pero altamente sensibles. El hueco detrás de sus rodillas, la suavidad interior de sus muslos, la curva de su cintura. Mis manos ya no corregían; exploraban y acosaban. Mi toque, que empezó ligero, se hizo posesivo. La fricción, el roce de mi palma contra el calor de su cuerpo, el apretar sus pezones y morderlos, cada vez que halaba su cabello hacia mí. Ella respiraba con una violencia silenciada, y su abdomen se contraía en espasmos. Su cuerpo, atado, se arqueaba, buscando presión, buscando el punto de colapso.

Aumenté el ritmo, la presión. El calor de su piel era casi insoportable. Su cuerpo se había convertido en un motor de deseo puro, temblando bajo mis caricias, cada fibra vibrando en la tensión entre el castigo y el placer. Y entonces, llegó el primer estallido. Su cuerpo se puso totalmente rígido, una tabla arqueada, temblando convulsivamente contra las cuerdas. Su boca se ahogó alrededor de la mordaza, un gemido silenciado y frustrado. Una oleada de calor recorrió su espalda.

Pero no la liberé.

—No tienes permiso para terminar —susurré. Ella temblaba, silenciada. Pero el castigo debía continuar. Agregué lo que sé que Laura anhelaba: el plug anal y un vibrador a control remoto.

Ella luchó, su cuerpo implorando el final que yo le negaba. Disfruté del control, de la negación calculada. Alargué su agonía hasta que la piel se sintió eléctrica. Y entonces…

—Puedes tener tu orgasmo.

Y lo tuvo, más profundo y prolongado que nunca antes. Esta vez, la rendición fue absoluta. Sentí cómo su cuerpo se liberaba en oleadas incontenibles, un placer que la superó y la hundió en un silencio de rendición total. La tensión se liberó en un temblor fino y exhausto.

Esperé en silencio a que su respiración se normalizara. La desaté, retirando primero la mordaza. Sus labios estaban hinchados y su rostro, enrojecido. Sus ojos estaban cerrados y húmedos, pero la sonrisa que se dibujó en su rostro era la de la total satisfacción.

La ayudé a sentarse, abrazándola por detrás. Ella se dejó caer contra mi pecho, su cuerpo aún se estremecía con pequeños espasmos residuales de placer.

—Tu deuda está saldada, Laura —dije, depositando un beso ligero sobre la marca roja en su hombro—. Y la has pagado con excelencia. Has demostrado una disciplina y una capacidad de súplica que valoro.

Ella suspiró profundamente, la primera respiración sin contención en mucho tiempo. Se giró ligeramente para mirarme, sus ojos aún brillantes y dilatados.

—Gracias, amo.

Sonreí con suficiencia. —No me agradezcas aún.

La ayudé a levantarse y la envolví en una manta de lana. Su cuerpo se sintió ligero, agotado, pero visiblemente satisfecho.

—La próxima vez, Laura, espero que tu puntualidad sea perfecta. No solo por el rigor de nuestro pacto, sino porque me temo que una corrección de esta magnitud exige testigos.

Hice una pausa, sosteniendo su mirada. Su respiración se detuvo.

—Tal vez luego… te castigaremos entre dos.

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