Supe por mi mujer que hasta hacía bien poco mis suegros aún mantenían relaciones sexuales a sus más de setenta años. Me pareció, obviamente, estupendo. Se lo había confesado su propia madre, Emilia, a raíz del empeoramiento de salud de mi suegro; “ahora ya no hacemos nada, hija”. Al parecer, era en las noches que pasaban en su segunda residencia donde se dejaban ir y, por lo que pude entender, la mujer echaba de menos esos momentos de intimidad.
Recordé eso cuando Alicia me propuso pasar el fin de semana con ellos, “les haremos compañía y les ayudamos con el jardín”. Me pareció bien, así que el sábado llegamos para la comida. “Cuando baje el sol, Emilia, corto el césped”.
Así lo hice mientras mi mujer se tomaba una siesta en la habitación de arriba y mi suegro dormitaba frente al televisor.
Terminé sudado del esfuerzo así que decidí ducharme en el baño de abajo para no molestar y así se lo dije a Emilia.
El agua me caía con fuerza, como me gusta, cuando me pareció oir un ruido a mis espaldas. Cuando me giré, me encontré a la mujer en la puerta, mirándome.
-¡Uy, perdón, Marc! Te traía una toalla -exclamó pero sin girar la mirada ni moverse del sitio.
Quise decirle algo pero no pude fijar mis ojos en los suyos porque ella los tenía en otro sitio, más abajo digamos. Estuvimos en silencio unos segundos hasta que yo reaccioné.
-Venga, Emilia, pasa… Y cierra la puerta. No hagas ruido.
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