El calor esa tarde era brutal. El ventilador del techo apenas movía el aire en la sala, y el bochorno parecía pegárseme a la piel como si me envolviera en sudor. Estaba de visita en casa de mi cuñada. Mi novia se había ido unos días con su madre, y yo me había quedado cuidando unas cosas en la casa de su hermana. Lo que no esperaba… era quedarme solo con ella.
Marcela.
Treinta y tantos. Morena, piel bronceada y húmeda por el sudor, con una actitud entre despreocupada y provocadora. Siempre había algo en ella que me inquietaba. Su forma de mirarme, de inclinarse cuando hablaba, o de caminar por la casa sin pudor, como si supiera exactamente el efecto que causaba.
Aquella tarde salió del cuarto en un top gris ajustado y un short pequeño de mezclilla, pegado, desgastado… y sin sostén. Se notaba. Todo se notaba. El calor parecía afectarla tanto como a mí, y su piel brillaba por el sudor, sobre todo en su cuello, sus clavículas… y debajo de los brazos, donde no había rastro de rastrillos ni depilación.
—¿Así que tú también estás derretido? —dijo, sonriendo, mientras se abanicaba con una carpeta vieja—. Yo ya me rendí.
Se estiró frente a mí, levantando los brazos para recogerse el cabello húmedo. No pude evitarlo. Mi mirada bajó, como guiada por una fuerza más fuerte que la vergüenza:
Sus axilas expuestas, oscuras, sudadas… y con vello natural, espeso, limpio, pero salvaje.
Me descubrió viéndola. No dijo nada. Sonrió apenas, como si lo supiera desde el principio.
—¿Te incomoda? —me dijo, bajando los brazos, aun sosteniéndome la mirada—. No me depilo desde hace meses. Me gusta sentirme libre.
Me encogí de hombros, intentando disimular lo que me pasaba por dentro. Pero ella se acercó más. Lenta. Y se sentó en el mismo sofá que yo, a centímetros. Su sudor olía a cuerpo, a deseo crudo, a algo primitivo.
—¿Sabes qué me dijeron una vez? Que a algunos hombres les excita esto —levantó el brazo con toda la naturalidad del mundo y lo estiró hacia atrás, como si se estuviera acomodando—. Que lo encuentran… provocativo.
La vista desde ahí era brutal. Su axila abierta, húmeda, con el vello brillando con gotas de sudor. Me mordí la lengua.
—¿Tú qué piensas? —preguntó bajito, girando la cabeza, el rostro cerca del mío—. ¿Te incomoda… o te gusta?
No pude contestar. Algo en mí explotó. Me incliné, llevado por un impulso que no había sentido antes… y le besé el cuello, luego su hombro, y luego más cerca… más abajo… hasta que mi lengua tocó el borde de su axila. Su respiración se agitó.
—Así que era eso… —susurró, llevándome la cabeza con una mano, como si ya lo supiera—. Te gustan… ¿las mujeres salvajes?
Su olor me llenaba. El sabor del sudor mezclado con el calor del momento, su risa nerviosa, su respiración rápida. Yo no pensaba. Solo actuaba.
—No le diremos nada a tu novia… si tú no quieres —dijo mientras me empujaba suavemente hacia atrás y se sentaba a horcajadas sobre mí, dejando que su top mojado por el sudor se pegara a mi pecho—. Pero vas a hacerme algo… que no me han hecho en años.
Marcela se movió sobre mí con un ritmo lento, como si conociera cada punto débil de un hombre sin necesidad de preguntar. Sus caderas pesaban un poco, en el mejor sentido. Era una mujer con cuerpo real, piernas fuertes, caderas anchas, vientre suave y cálido, envuelta en ese olor suyo tan particular, mezcla de sudor, tela usada y un perfume barato que apenas resistía.
Su piel, apiñonada, brillaba en las zonas donde el sudor había corrido libre. Bajo sus axilas, las gotas se acumulaban, y el vello espeso, húmedo y oscuro creaba una visión que no me había atrevido a imaginar hasta entonces… y que ahora no podía dejar de mirar.
—No me baño diario —dijo de pronto, sin miedo, como si leyera mis pensamientos—. Me gusta oler a mí. A cuerpo de mujer. A ganas.
Se inclinó sobre mí, el pecho rozándome, su boca junto a mi oído.
—Y tú también lo estás disfrutando.
Sí. Lo estaba. La atracción era brutal, visceral. No había nada limpio, ni correcto, ni romántico en lo que sentía. Era puro deseo primitivo, como si su aroma, su piel, su sudor, me hablaran más fuerte que cualquier palabra.
Me aferré a sus caderas mientras ella se balanceaba, lenta, rítmica, rozando, provocando… hasta que se levantó de pronto, me tomó de la mano y me arrastró al cuarto. Su cuarto.
Ahí, el aire era aún más denso. Ropa colgada en una silla, un ventilador empolvado girando con flojera. El olor era suyo. No de desodorante. No de jabón. Suyo. De una mujer que no se esconde, que suda, que gime, que deja rastro.
Se quitó el short de golpe, con la ropa interior adherida por la humedad del calor. Su entrepierna también tenía vello, espeso como el de sus axilas, perfectamente natural, perfectamente real.
—¿Nunca has estado con una mujer así? —preguntó mientras se recostaba, abriendo las piernas lentamente—. Que no se afeita, que no se perfuma para ti, que no se baña diario…
Se acarició el cuello, bajando la mano por su pecho sudado.
—Pero que te hace querer quedarte dentro de ella por horas.
Me arrodillé al pie de la cama. Todo en ella me hablaba: su olor, sus curvas, su sudor. Era una diosa salvaje, una fantasía real. Me incliné hacia su axila abierta, húmeda, oscura… y la besé otra vez, con más deseo. Marcela gemía suave, como una melodía sucia y dulce.
—Ahí… sí… huele… ¿a mí, verdad?
—Sí… —le susurré, entre jadeos—. Hueles a ti… y me vuelves loco.
Marcela estaba abierta como un secreto sucio que yo no sabía que quería descubrir. Su cuerpo, sudado y vivo, parecía invitarme a perderme en él sin control. Sus piernas peludas rozaban mi espalda mientras yo me deslizaba entre ellas, y su mirada era fuego puro. No había vergüenza. No había máscaras.
Sus pezones, grandes, con aureolas oscuras, se endurecían con el aire apenas movido por el ventilador viejo. Su vello púbico se mezclaba con el sudor, formando una imagen tan poderosa que parecía arrancada de una fantasía prohibida.
Me incliné. Olía a ella. No a perfume. A cuerpo. A deseo. A sudor atrapado en su piel apiñonada y suave. Separé sus labios con la lengua, y su sabor me golpeó: fuerte, salado, húmedo, como si su cuerpo me hablara con cada gota.
Ella gimió ronco, profundo, con un movimiento de cadera que me sujetó ahí abajo como si me reclamara.
—Chúpame así… con hambre… —jadeó—. Quiero que me tragues como si llevaras días sin probarme.
Y eso hice. La lengua iba profunda, lenta al principio y luego con más hambre, mientras mis manos subían por su cuerpo. Llegaron a sus axilas, abiertas, brillantes de sudor, y me perdí de nuevo en ese lugar donde su olor era más fuerte. Lamiendo, oliendo, besando, como si fuera un manjar.
Ella se reía entre jadeos.
—Sabes lo que te gusta… eres un enfermo delicioso.
Se giró de pronto, poniéndose en cuatro. Su trasero redondo y firme, cubierto por vello suave en la parte baja de la espalda y los muslos, me provocaba como nada antes. Lo abrí suavemente, explorando con mi lengua hasta que ella tembló.
—¿Quieres más, verdad? —dijo con voz baja—. Métete donde nadie más ha tenido el valor. Quiero que me adores completa.
Y así lo hice. Mis labios, mi lengua, mi cara entera entre su sudor, su piel, su aroma.
Ella temblaba, decía mi nombre, se aferraba a las sábanas con los pies sucios apoyados al borde de la cama.
La amaba en ese momento. No por amor romántico. Amaba su exceso, su libertad, su olor a verdad, su risa sucia, sus axilas sin desodorante como declaración de guerra contra lo correcto.
La recorrí entera. De pies a cuello.
Y su cuerpo me respondió como si me conociera desde antes.
Marcela se giró lentamente, sudando, sonriendo, poderosa. Me miró desde la cama como si supiera que ya no era el mismo. Que algo de mí se había quedado atrapado en el vello de su axila, en el sabor entre sus muslos, en el calor de sus piernas gruesas y abiertas.
Se arrastró hacia mí sobre las sábanas húmedas y me montó de golpe, sin pedir permiso. Su cuerpo robusto, su vientre temblando por la respiración agitada, sus pechos colgando y balanceándose, con esos pezones grandes, oscuros, duros, marcaban su dominio.
Se me acomodó encima como si ya le perteneciera. Su humedad era brutal.
Su interior me tragó lento, fuerte, como si supiera que ese momento no iba a repetirse.
—Ahora cállate y gózame —me dijo en un tono ronco, rozando mi boca con la suya—. Gózame como soy. Así. Sudada, sin depilar, sin filtros. Toda tuya. Toda real.
Sus caderas comenzaron a moverse. Cada vaivén me arrancaba el alma. El sonido de la piel mojada chocando era un ritmo salvaje, sus axilas abiertas sobre mi cara, su vello brillando, su sudor cayendo en mi pecho.
Bajó su brazo, me rodeó con él, y me presionó contra su piel. Mi boca quedó atrapada en su axila. Sudada. Peluda. Caliente.
Y no me alejé.
La lamí como si fuera su cuello. Como si fuera su sexo. Como si el mundo estuviera ahí.
—Así… así… lame como un buen enfermito mío… —susurraba entre gemidos.
La tensión se acumulaba en su vientre. Temblaba.
Me cabalgaba con fuerza, sin pausas, sin frenos.
Mis manos recorrían sus muslos, su espalda húmeda, sus piernas sin afeitar, tan reales, tan suyas.
Estaba dentro de un cuerpo que no escondía nada.
Y cuando llegó el momento, se apretó contra mí, apretando todo su cuerpo, gritando mi nombre en el cuello, mientras su orgasmo la sacudía como una tormenta.
Yo estallé segundos después, dentro de ella, atrapado, fundido en esa carne viva, sudada, cálida, intensa.
Nos quedamos ahí. Sin moverse. Sudados. Pegajosos. Felices.
Marcela sonrió, con los ojos cerrados.
—Y mañana… tampoco me voy a bañar.
La mañana siguiente, el calor no había bajado, pero yo ya no era el mismo. Mi cuerpo todavía sentía las marcas de Marcela: sus gemidos, su sabor, sus axilas húmedas en mi boca. Dormía desnuda al otro lado de la cama, con el cuerpo abierto, sucio de placer, y con ese olor brutal que aún me tenía atontado.
Salí del cuarto sin hacer ruido. Quería un vaso de agua. O tal vez… solo necesitaba respirar.
Y ahí estaba ella. Doña Gloria. La suegra.
Sentada en la cocina, tomando café en una taza vieja. Vestido largo, sin mangas, pegado al cuerpo por el sudor. Sus brazos descubiertos mostraban vello oscuro, y su piel morena, curtida por el sol y los años, relucía como aceite bajo la luz tenue de la mañana. Tenía los pies descalzos, sucios de piso, y el cabello atado sin esfuerzo, con algunos mechones pegados al cuello.
Levantó la mirada y me sonrió.
—¿Dormiste bien, muchacho?
No supe qué responder. Me sentí desnudo aunque llevaba ropa. Su mirada me atravesaba. No era ingenua. Sabía algo.
Y entonces lo dijo:
—No soy tonta, ¿eh? Conozco a mi hija… y sé cuándo se queda con la casa oliendo a… hombre.
Se llevó la taza a la boca. Dio un trago. Y agregó, más bajo:
—Y tú… todavía traes su olor en el cuello.
Quise decir algo, pero no me salía nada. Ella se estiró, y lo que vi me dejó seco:
Levantó ambos brazos con pereza, dejando sus axilas completamente al descubierto. Peludas. Oscuras. Sudadas.
—Te vi desde anoche —dijo con calma—. Te vi cuando la seguiste al cuarto. Y escuché todo.
Se levantó de la silla. Su cuerpo era más grande que el de su hija, caderas pesadas, senos grandes sin sostén, pezones marcados en la tela húmeda, y ese olor…
Era distinto. Más fuerte. Más profundo. Más real.
A mujer que no se ha tocado en años. A piel que no se ha bañado en días, pero que no huele mal… huele a deseo acumulado.
—¿Nunca te ha dado curiosidad una mujer como yo? —me preguntó, parada frente a mí—. Sin afeitar. Sin perfume.
Se acercó aún más, su aliento rozándome.
—Con la piel marcada por los años… pero con las ganas intactas.
Bajó la voz:
—Siete años sin que alguien me abra las piernas. Y hoy amanecí… con hambre.
Y entonces, sin esperar respuesta, levantó el brazo izquierdo y acercó su axila a mi cara.
Peluda, mojada, tibia. Viva.
—¿Te atreves… o te da miedo?
Me quedé quieto. Ni siquiera respiraba bien. Doña Gloria me miraba con una mezcla de hambre y poder, como si ya supiera que yo no iba a decir que no. Su cuerpo enorme, envuelto en ese vestido sudado, hablaba por ella: senos pesados, caderas anchas, pies descalzos con las plantas negras del piso, piernas peludas marcadas por el calor del día y los años.
—No digas nada —ordenó, con un tono más bajo—. Solo respira.
Se acercó aún más. Su pecho rozó el mío. Olía a noche encerrada, a cuerpo sin filtrar, a mujer viva que no se esconde.
Me tomó del rostro con una sola mano. Sus dedos eran fuertes, firmes, con las uñas cortas y la piel áspera del trabajo.
Y entonces, sin preguntar más, rozó mi nariz con su axila.
Abierta. Peluda. Mojada.
La presión era lenta, cargada de intención.
—Huele… ¿no sientes lo que soy? —susurró con una voz que ya no era de madre, sino de diosa salvaje.
Cerré los ojos. Su aroma me golpeó como una ola tibia: no era solo sudor. Era deseo añejado, cuerpo guardado, piel que no había sido tocada en años.
Y sí… lo sentía. Lo deseaba.
Me arrodillé. No por decisión. Por instinto. Su cuerpo me llamó.
Subí su vestido lentamente. Y lo que vi me marcó.
Una entrepierna oscura, cubierta de vello espeso, húmedo de calor, hinchado por el deseo.
Su piel tenía marcas del tiempo, cicatrices, estrías… y eso la hacía más perfecta.
Una mujer de verdad. Cruda. Fuerte. Abierta.
La lengua salió sin que yo lo pensara. Le lamí el muslo, luego más arriba.
Estaba arrodillado frente a doña Gloria, y ella era un universo.
Su cuerpo grande y tibio me envolvía con ese calor que no sale en fotos: mujer real, mujer con historia, mujer con olor.
El vestido levantado, la respiración agitada, el vello natural y oscuro cubriendo zonas donde la mayoría se esconde… y el aroma que salía de ahí no pedía permiso. Era un llamado.
Me perdía en su piel.
Sus dedos me sujetaban con firmeza, su pecho subía y bajaba, y el aire denso de la cocina era más íntimo que cualquier cuarto.
Hasta que escuchamos la puerta abrirse de golpe.
—¡Mamá! ¡Ya llegamos!
El tiempo se detuvo.
Me separé de ella de inmediato. Ella bajó el vestido de un tirón. Sus mejillas rojas. Su pelo pegado al cuello. Y yo, con la cara aún marcada por lo que había pasado.
Era mi novia. Su hija.
Los pasos venían desde la entrada. Marcela salió del cuarto, aún envuelta en una sábana. Nos miró. A los dos.
Yo estaba helado. Doña Gloria, en cambio, seguía tranquila, como si ya hubiera vivido demasiadas tormentas para temer una más.
—¿Qué hacen ustedes dos así… tan temprano? —preguntó Marcela, con tono seco.
Gloria fue directa.
—Tu novio me estaba ayudando con unos estiramientos para la espalda.
Marcela frunció el ceño. Sus ojos pasaron de mí a su madre. Luego bajaron a mi camisa empapada, al vapor invisible que aún flotaba en el ambiente.
Y entonces se rio. Una risa corta, tensa, casi divertida.
—¿En serio, mamá? ¿Tú también?
Gloria ni se inmutó. Solo levantó una ceja.
—¿Qué te puedo decir? Soy mujer antes que madre.
Marcela me miró de nuevo. No con celos. Con algo peor: deseo disfrazado de enojo.
—¿Te gustan así, eh? Con años de ganas guardadas, con el cuerpo al natural, con historia en cada pliegue…
Se acercó a mí, más seria.
—¿Y si te dijera… que no me molesta?
Puso una mano en mi pecho.
—¿Y si te dijera que quiero que sigas… pero que no lo hagas solo?
Me tembló todo.
Marcela se volvió hacia su madre.
—¿Y tú, qué dices?
Gloria la miró de reojo, con esa media sonrisa que solo tienen las mujeres que ya no piden permiso para nada.
—Pues si ya compartimos sangre… ¿por qué no compartir placer?
Marcela soltó la sábana y la dejó caer. Estaba sudada, segura, encendida.
—Entonces no te vayas.
—Hoy, el calor… lo sudamos los tres.
Dos cuerpos, un mismo deseo
La casa estaba en silencio, pero el aire seguía espeso. Olía a café, a piel húmeda, a deseo.
Lina, joven, con la piel brillante por el sudor, caminó hacia mí sin prisa.
Desnuda. Firme. Ardiente.
—¿Te vas a echar para atrás ahora? —susurró.
Detrás de ella estaba Eva, la mujer mayor.
Voluminosa. De curvas reales. Con un vestido largo que aún chorreaba sudor por las caderas.
El vello oscuro de sus axilas estaba visible, brillante, y su mirada… tranquila. Poderosa.
—Ya respiraste nuestro olor —dijo Eva, acercándose—. Ya sabes a qué saben nuestros cuerpos.
—Ahora no vas a escapar.
Lina me besó primero. Su boca era dulce y salada. Me lamía el cuello como si me quisiera marcar.
Eva se acercó por la espalda, su pecho grande apretándose contra mí, su aliento caliente en mi oído.
—Nos gustas… tal como eres.
—Pero hoy… tú eres nuestro.
Caímos a la cama. Las dos encima de mí.
Piel mojada. Axilas abiertas. Pezones grandes y oscuros. Vello entre sus piernas. Pies descalzos marcados por el piso caliente.
Yo era una presa sin fuerza.
Eva me sujetó la cara con una mano firme. Me la llevó hacia su pecho sudado.
—Lame. No preguntes.
Y lo hice.
Lina se sentó sobre mis piernas, su aroma subía con el vapor del calor. Me besaba el pecho, el estómago.
Sus muslos, suaves y peludos, me atrapaban.
Me cubrieron. Me cerraron entre sus cuerpos, sus olores, sus gemidos bajos y sus miradas llenas de fuego.
Y en ese momento entendí:
No hay nada más erótico que dos mujeres sin miedo… sudadas, naturales, y completamente decididas.
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Me encantó este relato tan erótico