Estábamos frente a frente. Él cerró la puerta con seguro, sin apuro, como si no existiera el tiempo. Yo sentía el corazón latiéndome en los oídos. Mi pecho subía y bajaba con ansiedad. Su mirada ya me desnudaba.
Entonces, algo nerviosa pero sonriendo, bajé un poco la voz y le dije casi en un susurro, con tono suave:
—Oye… antes de que empecemos… ¿me das el dinerito que quedamos?
Él sonrió como si le encantara que yo lo dijera así. Sacó el dinero en efectivo, me lo entregó sin una palabra, y yo lo guardé rápido en mi bolsita negra, sintiendo que ahora sí… estaba todo en su lugar.
Alfredo se acercó sin decir nada. Sus ojos se paseaban por mi cuerpo como si fuera un objeto precioso que acababa de comprar. No me tocaba, pero yo sentía sus manos en todas partes. Bajó la vista y se detuvo en mis muslos, en mis pechos realzados por la lencería, en mi respiración acelerada.
—Estás hermosa —dijo en voz baja—. Y esta noche, Alexa… vas a ser solo mía.
Se colocó detrás de mí. Sus manos se posaron en mi cintura, y con un movimiento lento, deslizó lentamente las manos bajo mi blusa blanca y la subió por encima de mi cabeza. Mis pechos enmarcados por la lencería negra quedaron al descubierto. No me moví. Solo cerré los ojos. Sentí cómo su palma rozaba mi piel, cómo me acariciaba con firmeza, con hambre.
—Qué putita más rica te ves así —murmuró junto a mi oído—. Esa blusita inocente… pero con encaje debajo, sin sostén, mojada desde antes de llegar. Sabías exactamente lo que hacías.
Yo misma me desabotoné los jeans de vinipiel y me los bajé lentamente, quedando con la lencería negra y los tacones aún puestos. Mis piernas largas, firmes, quedaron expuestas. Me sentí como una muñeca elegante… a punto de ser desempaquetada.
Me dio una nalgada. No fue fuerte… fue medida. Precisa. De esas que no duelen, pero despiertan algo dormido en la piel.
—No te imaginas cuánto he pensado en esto desde que vi tus fotos.
Me giró con delicadeza y me hizo caminar hacia la cama. El colchón crujió bajo mis muslos al sentarme. Me quitó el bolso de las manos, lo dejó a un lado. Luego se arrodilló frente a mí.
—Levanta los brazos —ordenó.
Obedecí. Me quitó el top de lencería con la misma paciencia con la que se desviste a una muñeca. Mis pezones se endurecieron al contacto con el aire. Luego me miró. Sonrió. Me contempló como si fuera una obra de arte viva.
—Mírate… —dijo—. Una muñeca perfecta para jugar.
Se inclinó y comenzó a besarme el cuello, luego el pecho, luego los pezones. Los lamió, los chupó, los mordió apenas. Yo gemía despacio, bajito, como si algo dentro de mí se estuviera deshaciendo. Me sentía derretida. Entregada. Como si ya no hubiera marcha atrás.
Se incorporó, abrió un pequeño frasco de lubricante y comenzó a calentar una cantidad generosa entre sus manos.
—Recuéstate boca arriba —dijo, y lo hice de inmediato.
Subió a la cama, colocándose entre mis piernas. Las abrió suavemente. Sus dedos se deslizaron por mi sexo húmedo, suaves al principio, luego con más intención. Jugó con mi clítoris en círculos, mientras sus ojos me observaban como si estudiara cada reacción.
—Estás tan mojada que pareces rogar por esto…
Y entonces, sin aviso, desvió sus dedos hacia atrás, hacia mi ano. Lo tocó con la yema, empapado de
lubricante. Mi cuerpo se tensó. Gemí. No de dolor, sino de puro shock… de excitación tan profunda que casi me dolía.
—Shhh… —susurró—. Solo respira. Vas a sentir algo delicioso.
Introdujo un dedo. Lento. Luego otro. Mi cuerpo se abrió con resistencia, pero también con deseo. Me sentí invadida, estirada, usada. Y me encantaba. Me acariciaba el clítoris mientras movía los dedos dentro de mí, dilatándome con paciencia. La mezcla del placer y el morbo era insoportable.
—Qué ano tan apretado tienes, nena… vas a quedarte marcada por mí.
Me arqueé, jadeando. El orgasmo me llegó cuando apretó los dedos dentro de mí y su lengua lamió mi clítoris con hambre. Fue un estallido caliente, líquido, brutal. Me sacudió entera. Me corrí fuerte, gritando su nombre, con la cara vuelta hacia el espejo del techo y las piernas temblando.
Me dejó respirar.
Luego se levantó, con una calma que me encendía más.
—Ven aquí —dijo, y me ayudó a levantarme—. Agáchate… y abre la boca.
Me arrodillé en la cama. Lo miré a los ojos. Abrí la boca. Él metió dos dedos lubricados y me hizo saborear mis propios jugos. Me sentí suya. Entera. Como si mi cuerpo ya le perteneciera.
—Eso… buena niña.
Volvió a la cama, abrió un estuche pequeño y sacó un plug metálico con una joyita rosa en la base. Lo cubrió de lubricante y me lo mostró.
—Te lo voy a dejar puesto. Para que te acostumbres. Para que recuerdes que tu culo ya tiene dueño.
Me giró, me colocó boca abajo, con las rodillas abiertas. Deslizó el plug con calma. Entró con un leve empuje. Mi cuerpo lo recibió como si lo esperara. Quedó firme, brillante, adentro.
Me dio una nalgada fuerte.
—Perfecta. Así me gusta. Obediente. Rica. Entrenada.
Me dejó así, con el plug puesto, el cuerpo abierto, el alma expuesta. Se sirvió un caballito de tequila, me lo ofreció, y brindamos en silencio.
La noche apenas comenzaba.
El tequila me quemó la garganta, pero también me aflojó algo más. Me sentí más ligera, más libre… más suya. Estaba desnuda, de rodillas sobre la cama, con el plug metálico brillando entre mis nalgas, la piel enrojecida de tantas caricias, y mi cuerpo latiendo como si el deseo se hubiera instalado en cada célula.
Alfredo —Ahora sí —dijo, con calma—. Te quiero atada.
Se levantó y sacó un par de esposas acolchonadas que estaban en la cama. Me tomó con firmeza por el brazo y me hizo girar. Me colocó de espaldas, boca arriba, con los brazos extendidos por encima de la cabeza. El colchón cedía bajo mi cuerpo rendido.
El sonido del clic metálico me encendió. Ya no tenía control. No podía separar mis brazos. Estaba completamente expuesta. Vulnerable. Rica.
—¿Confías en mí? —preguntó con voz baja.
—Sí —susurré, sintiendo el corazón acelerado.
—Entonces cierra los ojos.
Me colocó un antifaz negro de satén. Todo se volvió oscuridad. No podía verlo. No podía anticipar. Solo podía sentir.
El primer contacto fue su lengua. Descendió desde mi cuello hasta mis pezones, deteniéndose ahí como si fuera un banquete. Los lamió con lentitud, los succionó, los mordió apenas. Luego sentí una presión metálica. Las pinzas. Las colocó con precisión, una en cada pezón. Eran suaves, pero firmes. Apretaban, y al mismo tiempo me hacían temblar. Dolía… pero era un dolor dulce, delicioso.
—Te ves tan perra con las pinzas puestas… —susurró cerca de mi oído—. Tu cuerpo pide castigo, y yo te lo voy a dar.
Sentí cómo sus manos abrían mis piernas. Me colocó una almohada bajo las caderas, elevándome. El plug seguía en su lugar, recordándome que no tenía escape. Y entonces, su lengua descendió hasta mi sexo.
Fue una emboscada caliente.
Lamía con intensidad, con hambre. Su boca atrapaba mi clítoris, lo succionaba, lo presionaba con la lengua. Mi cuerpo se arqueaba involuntariamente. Las pinzas en mis pezones se agitaban con cada sacudida. Gemía fuerte, sin pudor. Las esposas me impedían tocarme. Estaba atrapada… y me encantaba.
—Eres deliciosa… —murmuró entre lamidas—. Te quiero así: temblando, mojada, sometida.
Me corrí tan fuerte que sentí el grito rebotar en las paredes. Un orgasmo líquido, explosivo, caliente. Él no se detuvo. Bebió de mí como si fuera agua bendita. Mis piernas temblaban. Mi vientre se contrajo. Me sentía abierta, vacía y plena al mismo tiempo.
Me quitó el antifaz. La luz cálida me cegó un segundo, y ahí estaba él… lamiéndose los labios, con los ojos prendidos en llamas.
—¿Quieres más?
—Sí, por favor… no pares —supliqué.
Me liberó las muñecas. Las marcas de las esposas en mi piel me recordaban que ya no era una chica cualquiera esa noche. Ya era suya. Una muñeca entrenada. Una puta bien usada.
Me puso de rodillas. El plug seguía insertado, brillante, pesado. Me colocó frente a él. Sacó su verga por la abertura del pantalón, gruesa, firme, con la punta enrojecida. Se la acarició una vez, y luego me la ofreció.
—Chúpamela. Pero como una perra agradecida.
Abrí la boca. Me la metí entera, sin protestar. Él me agarró del cabello con una mano y me marcaba el ritmo. La boca se me llenó de saliva. Se la chupé con ganas, con desesperación. Me gustaba sentirla endurecerse en mi lengua, notar su gemido contenido, su respiración agitada.
—Eso… así me gusta —murmuró entre dientes—. Una puta cara que se sabe tragar bien la vergota que le dan.
La sacó de mi boca y me escupió en la cara. Su saliva resbaló por mi mejilla. No dije nada. Solo saqué la lengua y la pasé por mis labios. Estaba mojada por dentro y por fuera… y deseaba más.
Me levantó de un jalón. Me hizo colocarme a cuatro patas, sobre la cama. El plug seguía en mi interior, vibrando con mis movimientos. Lo retiró con lentitud, y yo gemí fuerte, sintiendo el vacío que dejaba.
—Ahora sí, Alexa… prepárate. Me toca a mí.
Me retiró el plug con una lentitud que dolía. Sentí cómo el metal se deslizaba fuera de mí, dejando un vacío tibio, palpitante, que parecía exigir ser llenado otra vez… pero con algo vivo. Con él.
Alfredo se colocó detrás de mí. Lo escuché escupir sobre su verga, mezclarlo con el lubricante, y luego frotarla entre mis nalgas. La punta caliente presionó contra mi ano sin previo aviso. Me arqueé. Me aferré a las sábanas.
—Shhh… ya estás lista, muñeca. Respira. Vas a sentirlo entrar. Empujó.
Lento. Firme. Implacable.
Mi ano se abrió a su grosor como si lo recibiera por instinto. Me corrí del puro dolor delicioso que eso me provocó. Cada centímetro que avanzaba me hacía temblar. Gemía como una perra en celo, como una niña traviesa que por fin probaba el castigo.
—Eso… así… tragátela entera…
Cuando estuvo completamente dentro, se quedó quieto. Yo sentía su verga palpitando en mi interior, ensanchando cada fibra. Él jadeaba por encima de mí. Me tomó de las caderas y comenzó a moverse, primero lento, luego con ritmo. La fricción era intensa, salvaje, sucia.
El placer me quemaba. Mi ano se dilataba cada vez más con cada embestida. El eco de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación. Mi cara aplastada contra la cama, mis tetas rebotando con cada empujón, mis gemidos cada vez más rotos.
—Te entrenaste para esto, ¿verdad? —me decía al oído mientras me follaba—. Naciste para que te usen así.
Yo solo gemía. Lo deseaba tanto que me dolía.
En un movimiento fluido, me giró boca arriba, me alzó las piernas y me penetró vaginalmente sin pausa. Su verga entró empapada. Mi interior lo recibió con ansiedad. Me lo estaba cogiendo como una puta profesional… pero con alma de muñeca mimada.
Sus embestidas eran profundas, cada vez más fuertes.
—Eres una puta de lujo, Alexa —jadeó—. De esas que uno no se olvida jamás.
Se detuvo solo cuando notó que me corría por segunda vez. Mi squirt salpicó la cama, caliente, involuntario, brutal. Se detuvo, me miró temblar, y se rio, satisfecho. Me besó. No fue tierno. Fue dueño de mí.
Bajó. Me abrió las piernas y me lamió como si el squirt fuera un premio. Su lengua se perdió entre mis labios, succionando, chupando, jugando. Mientras tanto, me metió un dildo en el culo con una mano, y me masturbaba con la otra.
No sabía en qué momento dejé de pensar. Era placer. Solo eso. Puro. Sucio. Perfecto.
—Vamos a beber —dijo de pronto, levantándose.
Nos sentamos al borde de la cama. Él desnudo, yo sudada, despeinada, con la piel enrojecida y los pezones marcados aún por las pinzas. Me dio un caballito de tequila. Me lo bebí de un trago, con su sabor mezclándose con los restos de mi deseo en la garganta.
—Te voy a follar otra vez… pero esta vez quiero verte en el espejo.
Me colocó de pie frente al espejo lateral. Se puso detrás de mí. Me abrazó por la cintura. Metió su verga otra vez por detrás, y me folló lentamente mientras yo me veía siendo tomada. Ver su rostro tras de mí, mi cara de placer, mis tetas rebotando, mi ano abriéndose para él una vez más…
Me corrí gritando, sin poder sostenerme.
Caímos juntos sobre la cama. Respirábamos agitados. Él me abrazó por la espalda y empezó a metérmela otra vez sin decir nada. Quería más. Yo también.
Y así pasó la madrugada…
—Me folló una y otra vez, alternando mis orificios. —Me dio nalgadas, me lamió, me escupió, me bebió. —Me hizo lamerle los dedos después de meterlos en mi culo. —Me obligó a gemir su nombre una y otra vez. —Me llenó la boca de semen, se vino dentro, se vino fuera, y volvió a ponerse duro.
El sexo no se detenía. Solo cambiaba de ritmo. A veces suave. A veces brutal.
A veces con tequila.
A veces solo con su respiración pesada sobre mi cuello.
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