El reino de Valdor era un tapiz de campos dorados y torres que rozaban el cielo, un lugar donde la tradición pesaba como el mármol. El príncipe Adrián, heredero de la corona, era un hombre de gran belleza y galanura: cabello negro que caía en ondas sobre sus hombros, ojos azules que cortaban como espadas, y una figura esculpida por años de cacerías y entrenamientos.
Su padre, el rey Edmundo, un hombre de rostro severo y barba gris, gobernaba con mano firme, esperando que su hijo asegurara la dinastía casándose con una dama de alta cuna. Pero el corazón de Adrián no latía por las doncellas que el consejo le presentaba en desfiles de seda y joyas. Latía por Lauro, un plebeyo de piel tostada por el sol, manos ásperas y ojos castaños que guardaban dulzura.
Se encontraron una tarde de otoño, cuando Adrián, perdido en el bosque tras una cacería, vio a Lauro recogiendo leña. El joven tropezó, y el príncipe, con un reflejo rápido, lo sostuvo por el brazo. Sus dedos se rozaron, y el aire se cargó de una tensión silenciosa. “Te ayudo”, dijo Adrián, su voz grave cortando el viento. Lauro alzó la vista, y en ese instante surgió un sentimiento mutuo entre ellos. Esa noche, incapaz de sacarlo de su mente, Adrián regresó a la cabaña. Sin excusas, solo un impulso que lo arrastraba como un río.
Llamó a la puerta, y cuando Lauro abrió, sus miradas se cruzaron de nuevo. “Tenía que volver a verte”, murmuró el príncipe, y eso fue suficiente. Junto al fuego, Adrián lo atrajo hacia sí, sus labios encontrándose en un beso que comenzó tímido y acabó voraz. Desató la camisa de Lauro con dedos impacientes, revelando un pecho liso que subía y bajaba con cada respiración. Lo tumbó sobre una manta áspera, y el aire se llenó del crujir de la madera y sus jadeos. Las manos de Adrián trazaron caminos de fuego sobre la piel de Lauro, descendiendo por sus caderas hasta arrancarle un gemido.
Cuando lo tomó, fue con una mezcla de fuerza y ternura, sus cuerpos moviéndose en un ritmo que los llevaba al borde del delirio. Lauro susurró su nombre, y Adrián, perdido en el calor de su entrega, supo que estaba atrapado.
Pero el destino tenía otros planes. Una mañana, los heraldos recorrieron el reino anunciando un gran baile real: el rey Edmundo y el consejo habían decidido que Adrián debía elegir esposa entre las damas de alta cuna, un paso esencial para su coronación como rey. Para Lauro, fue un golpe que le cortó el aliento: sabía que el amor de un plebeyo sin título ni derecho, no podía competir con las hijas de nobles ni con las leyes del trono. Para Adrián, era una sentencia que lo arrancaba de sus noches secretas, su deber lo obligaría a renunciar a Lauro.
Se despidieron al alba, bajo un roble, con un beso húmedo de lágrimas. “Ve, cumple tu destino”, susurró Lauro, aunque cada palabra lo desgarraba. Adrián apretó su mano, incapaz de prometer lo imposible.
La noche del baile, mientras el palacio resplandecía con antorchas y risas, Lauro se hundió en su soledad junto a la chimenea, el rostro empapado. Entonces, el aire vibró, y una figura etérea emergió: una hada madrina de cabello plateado y ojos sabios. “No llores, hombrecito”, dijo, extendiendo un collar de perlas blancas que brillaban con un fulgor suave, como gotas de luna atrapadas en una cadena delicada. “Póntelo, y serás lo que necesites”. Lauro, con manos temblorosas, lo cerró en su cuello. Un calor lo invadió, y su cuerpo se transformó: sus hombros se redondearon, sus pechos se alzaron, y entre sus muslos nació un secreto rosado y suave.
El hada chasqueó los dedos, y sus harapos se convirtieron en un vestido de seda azul, tan brillante que parecía tejido con el cielo nocturno, las perlas blancas resplandeciendo en perfecta armonía contra el tejido. “Ve, y toma lo que amas”, susurró señalándole un portal mágico por donde podía ver la entrada a palacio. Lauro entró por donde se le indicó y su hada se desvaneció junto al portal.
El salón real era un torbellino de terciopelo y perfumes cuando Lauro entró, transformado por la magia del collar. Los nobles se detuvieron en seco, sus copas a medio camino; las damas apretaron los labios, envidia brillando en sus ojos. El vestido de seda azul fluía como agua sobre sus nuevas curvas, abrazando su cintura y cayendo en pliegues que susurraban con cada paso. El collar de perlas blancas relucía en su garganta, un círculo luminoso que capturaba las luces de las arañas de cristal y destellaba contra el azul profundo de su atuendo.
Su rostro, suavizado por la magia, tenía una perfección casi sobrenatural: pómulos altos, labios carnosos y unos ojos castaños que brillaban con una mezcla de timidez y determinación. Adrián, sentado junto al trono de su padre, el rey Edmundo, sintió que el aire se le escapaba del pecho. No entendía el por qué sus ojos se clavaron en ella, en esa figura que parecía salida de un sueño.
Cuando la música comenzó, un vals lento y envolvente, Adrián bajó los escalones y extendió su mano. Lauro la tomó, y el roce de sus dedos fue una chispa que recorrió sus cuerpos. Bailaron, sus cuerpos tan cerca que el calor entre ellos era una promesa muda. El príncipe inhaló el aroma de Lauro —una mezcla de bosque y algo nuevo, floral y embriagador—, y sus manos, una en su cintura y otra entrelazando la suya, temblaron ligeramente.
Los nobles observaban en silencio, cautivados por su gracia, mientras el rey Edmundo, tamborileando los dedos en el brazo de su trono, fruncía el ceño, intrigado pero receloso. Lauro, con el corazón golpeando contra sus costillas, se inclinó en un giro y susurró al oído de Adrián: “Soy yo, tu Lauro”. El príncipe se detuvo, sus ojos buscando los de ella, incrédulos. Sin una palabra, la llevó al jardín, donde las sombras de los cipreses los ocultaron del bullicio. Allí, bajo la luz plateada de la luna, Lauro se quitó el collar.
Su cuerpo cambió en un instante: los pechos se desvanecieron, los hombros se ensancharon, y volvió a ser el hombre que Adrián amaba. El príncipe lo miró, sus ojos brillando con asombro y un deseo renovado. “Eres mío, así o de cualquier modo”, juró, y lo atrajo hacia sí. Sus labios se encontraron en un beso feroz, las manos de Adrián enredándose en el cabello de Lauro, mientras el vestido azul yacía olvidado en la hierba.
Esa noche, Adrián tomó una decisión. Al alba, regresó al palacio con Lauro a su lado, el collar de perlas blancas de nuevo en su lugar, transformándola en la mujer que había deslumbrado a todos. Ante el rey Edmundo, la reina madre y el consejo, anunció que ella sería su esposa, la futura reina que lo acompañaría al trono. El salón estalló en murmullos. “¿Quién es esta desconocida?”, preguntó la reina madre, su voz afilada. “No conocemos su linaje ni su casa”. El rey Edmundo, con los ojos entrecerrados, añadió: “El baile fue para elegir una dama de sangre noble, Adrián. El reino espera una alianza, no un capricho”.
El príncipe, con la mandíbula tensa, sostuvo la mirada de su padre. “Es una extranjera que ha perdido a su familia por la guerra, todo lo que tiene es lo que lleva puesto, pero ahora me tiene también a mí”, dijo, su tono firme, aunque la mentira pesara. “Su belleza y su alma son más nobles que cualquier título. La elijo porque la amo, y porque Valdor merece una reina que inspire”. Lauro, a su lado, permanecía erguida, el vestido azul resaltando su figura, las perlas blancas brillando como un halo. Su presencia era un argumento silencioso: parecía más regia que muchas de las hijas de nobles, su gracia natural eclipsando su desconocido origen.
El consejo protestó, susurrando sobre tradiciones y linajes, pero el rey Edmundo alzó una mano para silenciarlos. Miró a Lauro, luego a su hijo, y suspiró pesadamente. “Tu elección es inusual, y no me agrada su desconocida procedencia”, gruñó. “Pero si insistes, y si su belleza puede mantener la paz entre los nobles, que así sea. Cásate con ella, y que tu coronación siga”. La reina madre apretó los labios, claramente disgustada, pero no contradijo al rey. Adrián inclinó la cabeza en agradecimiento, aunque sabía que la aceptación era a regañadientes, sostenida solo por su voluntad y el encanto irresistible de Lauro.
La boda fue un espectáculo de esplendor, con el rey Edmundo presidiendo desde su trono, su expresión una mezcla de orgullo y resignación. Los nobles de Valdor asistieron con sonrisas tensas, susurrando sobre la misteriosa “princesa” que había cautivado al heredero sin un solo blasón que la respaldara. Pero Lauro, radiante en un vestido blanco bordado con hilos de plata, el collar de perlas blancas resplandeciendo en su garganta, eclipsaba las dudas. Su belleza, potenciada por la magia, era un arma que doblegaba corazones y acallaba críticas.
Adrián, a su lado, la miraba con un orgullo que rayaba en la adoración, y cuando intercambiaron votos bajo la mirada severa del rey, el reino entero pareció contener el aliento. Esa noche, en la alcoba real, el collar cayó al suelo con un tintineo suave, y volvieron a ser dos hombres enredados en su pasión. Adrián lo tomó con una intensidad que rayaba en lo salvaje, sus manos aferrando las caderas de Lauro mientras lo tumbaba sobre las sábanas de seda.
El aire se llenaba de sus respiraciones entrecortadas, del roce de sus pieles, del crujir de la cama bajo sus movimientos. Lauro se arqueaba bajo él, sus dedos clavándose en los hombros del príncipe, sus gemidos ahogados por el lujo que los rodeaba.
Pero los meses trajeron rumores. La “princesa” no concebía, y las miradas del consejo se volvieron más afiladas, los susurros más insistentes. El rey Edmundo, en una audiencia privada, advirtió a Adrián: “Un heredero es tu deber, hijo. Sin descendencia, tu corona estará en duda”. La presión pesaba como una losa, y Lauro, consciente del riesgo que su secreto corría, propuso lo impensable. Una noche, con el collar de perlas blancas puesto, se presentó ante Adrián como mujer. Dejó caer su túnica de lino, y el príncipe se quedó sin aliento.
Su cuerpo era una visión: pechos llenos que subían con cada respiración, caderas suaves que invitaban al tacto, y un sexo rosado, apenas cubierto por un velo de vello claro. Adrián se acercó, sus manos temblando mientras recorrían su piel, desde el cuello hasta la curva de su cintura. “Eres hermosa”, susurró, y la tumbó sobre la cama. Sus labios trazaron un camino lento por su garganta, saboreando su calidez. Lauro, temblando bajo su toque, dejó escapar un suspiro que se convirtió en gemido cuando las manos de Adrián descendieron más abajo, explorando su nueva forma con una mezcla de curiosidad y hambre.
Cuando la penetró, fue un acto lento y deliberado, sus cuerpos encontrando un ritmo que los llevaba al borde del éxtasis. Lauro se aferró a él, sus piernas enredándose en las suyas, y el placer los envolvió como una tormenta, sus gritos resonando en la penumbra.
Meses después, por la magia del collar de perlas, el embarazo de Lauro fue anunciado, y el reino estalló en campanas y banquetes. El collar permaneció en su lugar, su magia sostenía el hijo que crecía en su vientre. Adrián, fascinado por su cuerpo cambiante, no se cansaba de poseerla. Una noche, bajo la luz de las velas, sus manos acariciaron la curva prominente de su vientre, sus labios buscando su piel cálida. La tomó con una ternura feroz, sus cuerpos moviéndose en un vaivén que era tanto amor como lujuria, el calor de su piel mezclándose con el aroma dulce de la cera derretida.
Cuando nació su hijo, un varón de ojos azules como los de su padre, el rey Edmundo sonrió por primera vez en meses, y Valdor celebró al nuevo heredero. Pero al quitarse el collar, Lauro no volvió a ser hombre. La magia, sellada por el milagro del parto, lo dejaría como mujer para siempre. Frente al espejo, tocó su rostro femenino, y sus lágrimas cayeron en silencio. Adrián la abrazó por detrás, sus labios rozando su cuello. “Te amo así, siempre”, susurró, y aunque Lauro asintió, una sombra de pérdida quedó en su corazón.
Al principio, Adrián seguía buscándola con fervor. La novedad de su cuerpo femenino —tan distinto al Lauro que había conocido en la cabaña— lo había encendido como un fuego inesperado. Cada noche, sus manos recorrían sus curvas con una mezcla de asombro y deseo, y la poseía con una pasión que parecía renovada. Pero con el tiempo esa chispa comenzó a desvanecerse. Lo que había sido una fascinación ardiente se apagó como una vela gastada; la suavidad de su cuerpo, la delicadeza de su sexo, dejaron de excitarlo.
Su mirada empezó a vagar, añorando la firmeza y el calor rudo de un cuerpo masculino, como si el hechizo de la novedad se hubiera roto, devolviéndolo al hombre que siempre había sido: uno que no encontraba placer en las formas femeninas. Amaba a Lauro con cada fibra de su ser, pero su deseo físico por ella se desdibujó, dejando un vacío que no podía nombrar.
Fue entonces cuando buscó a Sir Gael, un caballero de barba oscura y manos fuertes, cuya presencia en la corte siempre había sido discreta pero magnética. Gael era un hombre de gustos amplios, un espíritu indomable que encontraba placer tanto en la fuerza de un hombre como en la suavidad de una mujer, en someter y ser sometido. Una noche, en un establo bajo la luz temblorosa de una lámpara, Adrián lo llevó a un rincón oscuro. “Quédate quieto”, murmuró el príncipe, su voz cargada de autoridad, y Gael obedeció con una sonrisa torcida.
Adrián lo tomó con una intensidad feroz, sus manos aferrando las caderas del caballero mientras lo penetraba, su cuerpo reclamando cada gemido que escapaba de los labios de Gael. El placer de esa rudeza, de la resistencia y el calor masculino, era lo que había echado de menos, y en cada embestida encontraba un eco del Lauro que ya no podía tener. Pero no fue solo lujuria: con cada encuentro, Gael miraba a Adrián con una ternura que no podía ocultar, y el príncipe, aunque lo negaba ante sí mismo, sentía que su corazón se abría a él, un afecto que crecía como una enredadera silenciosa.
Lauro, atrapada en su forma femenina, también buscaba consuelo. Una noche, bajo un roble en el jardín, Gael la encontró llorando, su vestido empapado por la brisa húmeda. “Sea cual sea el motivo de tus lágrimas, cuenta conmigo para ayudarte a sonreír de nuevo”, le dijo, su voz grave como un bálsamo. La atrajo hacia sí, y entre ellos surgió una chispa inesperada. Él la tomó contra el árbol, sus manos firmes levantando su falda, sus dedos explorando su piel con una ternura que se volvía posesión. Lauro se perdió en el éxtasis de ser deseada de nuevo, sus gemidos mezclándose con el susurro de las hojas.
Para Gael, ella era simplemente la princesa, una mujer de belleza deslumbrante cuya historia desconocía; nunca supo del collar, ni de la magia que la había moldeado, y su deseo por ella nacía de lo que veía: una figura frágil pero apasionada que despertaba su instinto protector y su hambre. Lauro, a su vez, comenzó a buscar su risa ronca, la calidez de su mirada, el modo en que sus manos parecían saber exactamente dónde tocarla. Un cariño profundo nació en ella, un eco del amor que aún sentía por Adrián.
Los encuentros clandestinos continuaron, y los tres, sin saberlo al principio, tejieron un lazo. Adrián amaba la rudeza de Gael, pero también su lealtad callada, la forma en que lo miraba como si fuera más que un príncipe. Lauro amaba su pasión, pero también su escucha, la seguridad que le ofrecía en un cuerpo que aún sentía ajeno. Y Gael, atrapado entre ambos, se enamoró de la intensidad del príncipe y la vulnerabilidad de la princesa, su corazón dividido y completo a la vez.
Todo estalló una noche, cuando Adrián entró en la alcoba real y encontró a Gael y Lauro enredados en un frenesí de gemidos. Ella, con las piernas abiertas, recibía a Gael, que la tomaba con una mezcla de fuerza y devoción. El príncipe se detuvo, su respiración agitada, pero en lugar de ira, sintió alivio y un deseo ardiente. “No quiero perderos a ninguno”, confesó, su voz quebrándose. Se sentaron en la cama, las sábanas revueltas, y hablaron hasta el amanecer, desnudando sus miedos y deseos. Pactaron amarse sin reglas, sin culpas.
Desde entonces, la alcoba real fue testigo de un torbellino de pasión. Adrián tomaba a Gael con fuerza, sus manos aferrando sus caderas mientras lo penetraba profundamente, el caballero gimiendo su nombre en una rendición que encendía al príncipe como nada más podía. Lauro, entre ellos, recibía los besos de Adrián, sus labios encontrándose en un roce breve pero cargado de afecto, mientras Gael la acariciaba con devoción.
En otras ocasiones, Gael poseía a Lauro, sus embestidas profundas y rítmicas resonando en la penumbra, y Adrián, sentado a un lado, se dejaba llevar por la visión: sus ojos seguían el movimiento de los cuerpos, el contraste entre la rudeza de Gael y la suavidad de Lauro, mientras su mano se movía sobre sí mismo, el placer creciendo con cada gemido que escapaba de ellos. Luego se unía, tomando a Gael de nuevo con una ferocidad que hacía temblar la cama, sus manos reclamando al caballero mientras los tres se perdían en un enredo de extremidades y susurros compartidos. Sus cuerpos brillaban con sudor bajo la luz de la luna que se colaba por las cortinas.
Así vivieron, un trío que encontró la felicidad en su reino de secretos.
Fin.
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