El rugido del cuero

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T. Lectura: 3 min.

El amanecer pintaba el cielo de tonos anaranjados cuando me prepare para el viaje que definiría mi futuro. Había recibido una propuesta laboral irresistible, un puesto en una estancia ubicada en la Patagonia, en la cual entre otros productos se fabricaban diversos productos de cuero.

Me propusieron mis empleadores como un requisito, que si quisiera podría llegar en motocicleta, ya que las distancias eran grandes en la estancia, lo dude al principio por cuanto era un trayecto de tres días por carreteras polvorientas, montañas escarpadas y llanuras, accedí con una condición, y viajaría portando un traje especial, de la catalogo de la factoría, al poco tiempo me lo enviaron, un mono de cuero negro, grueso y brillante, que cubría todo mi cuerpo, para mí que soy un rubberista apasionado por el cuero, esto no era un obstáculo, sino una fantasía hecha realidad.

En mi apartamento desplegué el traje sobre la cama, admirándolo con una mezcla de deseo y reverencia. El cuero era impecable, con un brillo mate que absorbía la luz y un aroma embriagador que llenaba la habitación. Mis dedos recorrieron la superficie, áspera pero suave al tacto, prometiendo una experiencia que iba más allá de lo funcional. Sabía que enfundarme sería una especie de ritual, un acto que me conectaría con mis fetiches más profundos.

Tomo el mono por los pies, introduciendo primero un pie y luego el otro. El cuero era firme, resistente, pero cedía lo justo para adaptarse a mis tobillos, pantorrillas y muslos. Cada movimiento provocaba un crujido grave, un sonido que resonaba en mi pecho como un tambor. Tiré del traje hacia arriba, dejando que se ajustara a mis caderas, sintiendo la presión del cuero contra su piel como una caricia dominante. Era un abrazo que exigía sumisión y, al mismo tiempo, me otorgaba poder.

Al llegar al torso, tuve que forcejear ligeramente. El cuero, aunque flexible, era implacable, moldeándose a mis hombros y pecho con una precisión casi escultórica. Mis brazos se deslizaron en las mangas, en suma el traje restringió levemente mis movimientos, lo que solo aumentaba mi excitación. El traje incluía una capucha de cuero integrada, con aberturas precisas para los ojos, la boca y la nariz. Respire hondo, saboreando el aroma intenso del cuero, y deslice la capucha sobre mi cabeza. El mundo se redujo a esas pequeñas ventanas, el cuero apretando su rostro, atrapando el calor de su aliento. Me sentía envuelto, contenido, como si el traje fuera una extensión de mi propia piel.

Me miró en el espejo. El mono de cuero era una obra maestra: negro, brillante, delineando mi cuerpo. El reflejo devolvía una figura que destilaba fuerza y sensualidad. Mis manos, ahora enfundadas en largos guantes de cuero que llegaban hasta mi hombro, recorrieron mi pecho, mis costados, el contorno de la capucha, explorando la textura firme y lisa. Cada roce era eléctrico, un recordatorio constante de la presencia del cuero, de su peso, de su dominio.

El viaje comenzó con el rugido de su motocicleta, una bestia mecánica que vibraba en sintonía con su pulso. El cuero, diseñado para proteger del viento y el sol, era también una fuente inagotable de sensaciones. Las vibraciones del motor se transmitían a través del traje y la entrepierna, resonando en mi cuerpo, mientras el calor del día hacía que el cuero se calentara, adhiriéndose aún más a su piel por lo que corría mas rápido para bajar mi temperatura.

En las noches frías, el traje me aislaba, su interior volviéndose un refugio cálido contra el aire helado. Cada kilómetro era una danza de estímulos: el rugido del motor, el crujido del cuero, el roce del material contra sí mismo con cada movimiento. En las paradas, ya fuera en gasolineras solitarias o moteles de carretera, me daba cuenta atraía miradas. El traje, funcional pero innegablemente provocador, hacía que las cabezas se giraran. Sin embargo, no eran los ojos de los demás los que me encendían; era la sensación de estar envuelto en cuero, de llevar mi fetiche como una armadura.

En la privacidad de mi habitación, me dejaba la capucha puesta, explorando el traje con las manos, presionando el cuero contra su piel, dejando que el aroma y la textura me envolvieran en una nube de placer, no me sacaba el traje ni siquiera para orinar o realizar deposiciones, ya que el traje tenia unos cierres adaptable al efecto, aunque si lo deseaba el traje permitía podía usar pañales tambien, debo confesar al segundo día los use, y la sensación de orinar a alta velocidad envuelto en cuero la encontré increíble.

El tercer día, cuando las luces de mi destino aparecieron en el horizonte, sentí una punzada de nostalgia. El viaje estaba llegando a su fin, pero el cuero había sido mi compañero fiel, una amante fiel que me había abrazado en cada curva del camino. Al llegar a mi destino, mis empleadores me recibieron con admiración, impresionados por mi determinación y presencia.

Me indicaron me encargaría de a dirigir las ventas y el diseño de trajes fetichistas de toda índole y de diversos materiales no solo de cuero, aún enfundado en mi traje, sonreí bajo la capucha, ya que sabia que lo anterior significaba portar más dias trajes de cuero y demás materiales fetichistas, sabiendo que el verdadero triunfo no era solo el empleo, sino la experiencia: tres días de carretera, tres días de cuero, tres días de sentirse absolutamente vivo.

Al quitarme el traje, lo hice con el mismo cuidado ritualístico con el que me lo había puesto. Lo doble con reverencia, consciente de que no sería la última vez que lo usaría. El cuero había marcado mi piel, mi mente, y el eco de ese viaje resonaría e mi para siempre.

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