En la plaza, con una vieja amiga

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Después de años de ausencia en las redes sociales, la curiosidad lo llevó a reinstalar Instagram. Entre las notificaciones acumuladas, un mensaje resaltó como una chispa del pasado: “Te encontré, desaparecido. ¿Cuándo esos mates? Te extraño”. Era Julia, aquella chica del círculo de amigos que siempre lo buscaba, pero que él, por timidez y una diferencia de edad que entonces le parecía insalvable, había ignorado. Ella tenía 17, él 22, y esos cuatro años le pesaban como una barrera infranqueable.

Con el tiempo, el grupo de amigos se había disuelto: algunos se pelearon, otros se enamoraron, y él se marchó de la ciudad para perseguir sus sueños. Cerrar sus redes sociales fue parte de ese proceso, una forma de cortar amarras y enfocarse en lo que realmente importaba. Así, perdió el contacto con todos, incluso con ella.

Ahora, de vacaciones en su antigua ciudad, decidió responderle. La curiosidad por saber qué había sido de su vida lo impulsaba. Concretaron una reunión en la plaza, un lugar que evocaba recuerdos de tardes interminables y risas compartidas. Él, alto y delgado, con su habitual timidez, llegó puntual. Ella, gordita y bajita, con su energía contagiosa, ya lo esperaba. Su sonrisa era la misma, pero en sus ojos había algo nuevo, una madurez que el tiempo había esculpido.

—¿Cuánto tiempo, no? —dijo Julia, abrazándolo con la misma naturalidad de antes.

—Demasiado —respondió él, sintiendo cómo el pasado y el presente se entrelazaban en ese momento.

Se sentaron en el césped, el mate entre ellos como un puente entre dos épocas. La conversación fluyó con facilidad, como si los años no hubieran existido. Hablaban de los viejos tiempos, de los amigos que se perdieron y de los que quedaron. Ella le contó de sus estudios, de sus sueños, de las veces que lo extrañó. Él, introvertido como siempre, escuchaba con atención, sus palabras medidas pero sinceras.

El sol comenzó a ocultarse, y la plaza se vació poco a poco. La gente se marchaba, pero ellos permanecían allí, envueltos en una burbuja de nostalgia y complicidad. El aire se volvió más fresco, y las luces de la ciudad comenzaron a encenderse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados.

—¿Te acuerdas de aquella vez que nos quedamos hasta tarde aquí, hablando de todo y de nada? —preguntó Julia, su voz teñida de melancolía.

—Cómo olvidarlo —respondió él, recordando aquella noche en la que ella se había acercado más de lo habitual, y él, inseguro, había puesto distancia.

El silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Era un silencio cargado de significado, de cosas no dichas, de miradas que se cruzaban y se esquivaban. Julia se recostó en el césped, mirando las estrellas que comenzaban a asomarse. Él la imitó, sintiendo cómo la proximidad de sus cuerpos creaba una tensión que antes no había sabido manejar.

—¿Sabes? —dijo ella, girando la cabeza para mirarlo—. Siempre me gustaste. Pero tú nunca me diste bola.

Él la miró, sorprendido por su franqueza. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo no había visto la forma en que ella lo miraba, la manera en que buscaba su atención?

—No era que no me interesabas —confesó, su voz baja pero firme—. Era la edad. Pensaba que eras demasiado joven para mí.

Julia sonrió, una sonrisa que era a la vez triste y desafiante.

—Ahora ya no soy tan joven. Y tú ya no eres tan tímido, ¿o sí?

La pregunta colgó en el aire, y él sintió cómo su corazón latía con fuerza. La miró, realmente la miró, y vio a la mujer en la que se había convertido. Su cuerpo curvilíneo, sus ojos brillantes, su sonrisa atrevida. Ya no era la chica de 17 años que él había subestimado. Era una mujer que sabía lo que quería, y en ese momento, él entendió que lo quería a él.

Sin decir una palabra, se acercó a ella. Sus labios se encontraron en un beso que fue a la vez suave y urgente, como si estuvieran recuperando todo el tiempo perdido. Las manos de Julia se deslizaron por su espalda, mientras las suyas se posaban en sus caderas, sintiendo la calidez de su cuerpo a través de la ropa.

El césped frío contrastaba con el calor que los invadía. Ella lo empujó suavemente, recostándolo y colocándose sobre él. Su altura diferenciaba sus cuerpos, pero en ese momento, todo encajaba perfectamente. Ella se desabrochó la camisa, revelando un escote generoso que él no pudo evitar admirar.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó, su voz ronca y seductora.

—Siempre me gustó —respondió él, sus manos subiendo por su cintura para atraparla contra él.

Julia sonrió, satisfecha, y comenzó a besarlo de nuevo, sus labios explorando su cuello, su pecho. Él la ayudó a despojarse de la camisa, y luego de la suya propia, sintiendo el aire fresco en su piel. Sus manos recorrieron su cuerpo, adorando cada curva, cada pliegue. Ella era perfecta, y él no podía creer que la hubiera ignorado durante tanto tiempo.

—Te extrañé —murmuró ella, sus labios rozando los suyos—. Te extrañé más de lo que puedes imaginar.

Él la atrajo hacia sí, sus cuerpos entrelazados en un abrazo que era a la vez tierno y apasionado. El mundo a su alrededor desapareció, y solo quedaron ellos, bajo un cielo lleno de estrellas, recuperando el tiempo perdido en cada beso, en cada caricia.

La noche avanzaba, y el frío se intensificaba, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Estaban demasiado ocupados explorándose, descubriéndose, como si fuera la primera vez. Y de alguna manera, lo era. Porque ahora, ya no había barreras, no había miedos, solo el deseo y la conexión que habían estado ahí todo el tiempo, esperando el momento adecuado para florecer.

Y así, tirados en el césped de la plaza, bajo la luz de la luna, se entregaron el uno al otro, dejando que el pasado se desvaneciera y que el futuro quedara en suspenso. Porque en ese momento, solo importaba el aquí y el ahora, y la promesa silenciosa de que, esta vez, no se dejarían ir.

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