Encuentro de cuatro pieles

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T. Lectura: 6 min.

Mi corazón latía con fuerza ante la expectativa de mi primera cita en el mundo real con mi cybernovia fetichista, a la cual solo conocía por un seudónimo. Durante meses, nuestras charlas en línea habían girado en torno a nuestras fantasías compartidas: el brillo del látex, la sensualidad de los trajes que abrazan la piel, la dominación y la entrega total. Ahora, por fin, iba a hacer realidad ese sueño. Me había cortado el pelo, depilado cuidadosamente y preparado mi departamento para un fin de semana inolvidable.

Todo estaba listo: sábanas de satén negro en la cama, luces tenues que resaltaban el ambiente íntimo y un arsenal de accesorios fetichistas dispuestos en un rincón. Faltaba menos de una hora para que llegara mi amada, y la ansiedad me consumía. Desnudo frente al espejo, decidí aliviar la tensión que recorría mi cuerpo. Me masturbé lentamente, dejando que el calor de la anticipación se mezclara con el placer, pero sin llegar al clímax; quería guardar mi energía para ella. Luego, comencé el ritual de enfundarme mi segunda piel, un traje de látex negro de 0.8 mm de espesor que cubría todo mi cuerpo, excepto las manos y la cabeza.

El material, brillante y elástico, parecía latir con vida propia bajo la luz. Espolvoreé mi cuerpo con talco y rocié el interior del traje con lubricante de silicona, cuyo aroma químico ya comenzaba a excitarme. Introduje primero las piernas, sintiendo cómo el látex se adhería a mi piel como una caricia posesiva, moldeando cada músculo, cada curva. Al llegar a mi entrepierna, fui cuidadoso al acomodar mi pene erecto frente a la cremallera casi invisible, diseñada con precisión para permitir acceso a mi miembro y mi ano.

Estas cremalleras, discretas pero funcionales, eran un detalle que me fascinaba: la promesa de permanecer envuelto en látex durante horas, sin sacrificar necesidades prácticas. Continué subiendo el traje por mi torso, dejando que el material se ajustara a mis pectorales y abdomen, abrazándome como una amante exigente. Introduje los brazos, sintiendo el látex tensarse y deslizarse hasta encajar perfectamente. Cerré la cremallera principal, que iba desde mi cuello hasta la base de mi columna, con un movimiento lento y deliberado, disfrutando del sonido sibilante del cierre.

Frente al espejo, revisé que cada centímetro estuviera perfectamente ajustado, sin arrugas, el látex reflejando la luz como un espejo líquido. Luego, tomé las botas de látex, altas y relucientes, que se fundían casi imperceptiblemente con el traje. Cada paso que daba resonaba con un crujido sutil, un sonido que me hacía estremecer. Después, me enfundé los guantes largos, también de látex, que cubrían mis antebrazos y se unían al traje en una transición perfecta. El tacto del material contra mis dedos era electrizante, como si cada movimiento estuviera amplificado por la sensibilidad del látex.

Finalmente, llegó el momento de la capucha. Era una máscara de látex negro, diseñada para cubrir todo mi rostro, dejando solo aberturas para los ojos y la boca. Antes de colocármela, inserté dos pequeños tubos en mis fosas nasales, asegurando una respiración fluida. También conecté unos auriculares inalámbricos, que me permitirían escuchar el mundo exterior sin romper la inmersión. Un pequeño dispositivo en la capucha distorsionaba mi voz, dándole un tono grave y mecánico que añadía un toque de misterio. Me coloqué la máscara con cuidado, ajustándola hasta que se convirtió en una extensión de mi rostro.

Miré mi reflejo: una figura andrógina, envuelta en una brillante armadura de látex, sin rastro de mi identidad humana salvo por los ojos que brillaban a través de las aberturas. La visión me excitó tanto que sentí mi erección pulsar contra la cremallera, el látex amplificando cada sensación. De repente, unos golpes en la puerta me sacaron de mi trance: cinco cortos, tres largos, la señal acordada con mi novia. Activé la cámara remota y vi su silueta en la entrada. Era alta, con un cuerpo voluptuoso, una mujer BBW cuya presencia imponente me dejó sin aliento.

Como acordamos, su rostro estaba cubierto por una bufanda de seda negra, ocultando su identidad. La invité a pasar con mi voz distorsionada, un tono que resonó en el silencio del departamento, ella me llamo por el seudónimo que usábamos en nuestras reuniones virtuales y asentí gravemente, entonces ella dejo que sumisamente la guiara a una habitación donde la esperaba una capucha idéntica a la mía, con los mismos tubos nasales y auriculares. En silencio, se la colocó, transformándose en una figura anónima y seductora.

Cuando salió, sus ojos brillaron con fascinación al verme. Me había confesado en nuestras charlas que desde niña soñaba con trajes Zentai y catsuits de látex, que la idea de ser envuelta en una segunda piel la obsesionaba. Ahora, frente a mí, su mirada recorría mi cuerpo con deseo.—Nunca imaginé que existieran trajes como este —dijo, su voz ligeramente amortiguada por la capucha. Sonreí bajo mi máscara y me acerqué. Nuestras pieles de látex se rozaron, produciendo un crujido sensual que resonó en la habitación. Ella dio el primer paso, inclinándose para besarme.

Sus labios, enmarcados por el látex, se fundieron con los míos en un beso profundo, nuestras lenguas danzando en una mezcla de calor humano y frialdad artificial. El sabor del látex se mezclaba con su saliva, una combinación embriagadora. Mi erección creció, presionando contra el traje, y sentí su cuerpo temblar de excitación.—Antes de que sigamos —dije, rompiendo el beso con una sonrisa—, debes estar vestida para la ocasión. Le revelé la sorpresa: un traje de látex hecho a medida, basado en las tallas que me había dado.

Era más delgado que el mío, de 0.6 mm, diseñado para realzar cada curva de su cuerpo voluptuoso. Sus ojos se iluminaron, y me besó con más intensidad, murmurando agradecimientos entre jadeos. La llevé a mi habitación y le indiqué que comenzara su transformación. Ella asintió, su mirada cargada de deseo. Se desvistió lentamente, quitándose los botines, los jeans, la blusa y la chaqueta. Quedó en ropa interior, una visión que ya me tenía al borde del control. Le pedí que se despojara de todo, y ella obedeció sin dudar, revelando su cuerpo desnudo.

Sus curvas generosas, su piel suave y sus pechos llenos me dejaron sin aliento. Pero lo que más deseaba era verla enfundada en látex, convertida en una diosa de goma. Le entregué el traje y le indiqué cómo prepararse: untó su cuerpo con jabón líquido, cuyo brillo resbaladizo hacía eco del látex que pronto la cubriría. Comenzó a enfundarse el traje, introduciendo primero sus piernas. El látex se deslizó sobre su piel, abrazando sus muslos gruesos y sus caderas anchas. Cada movimiento hacía que el material crujiera, un sonido que resonaba como música en mis oídos.

Al llegar a su torso, el traje moldeó sus pechos, dejando sus pezones marcados bajo el látex, una visión que me hizo apretar los puños para contener mi deseo.—Revisa las cremalleras —le dije, señalando las aberturas diseñadas para sus necesidades fisiológicas. Ella, imagino, se sonrojó bajo la capucha, pero pronto entendió. Las cremalleras, estratégicamente colocadas en su entrepierna y ano, eran un detalle práctico y erótico. Luego, se puso las botas altas, también de látex, con tiras que se abrochaban con un chasquido. Cada tira que ajustaba parecía un ritual, un paso más hacia su transformación.

Finalmente, se enfundó los guantes, gruesos y largos, que cubrían sus brazos hasta los codos. Se miró en el espejo, y su respiración se aceleró. Estaba fascinada con su reflejo, una figura de látex negro que exudaba poder y sensualidad. Me acerqué por detrás, rodeando su cintura con mis manos enguantadas. Nuestros cuerpos, envueltos en látex, se reflejaban juntos en el espejo: una masa brillante, casi alienígena, de curvas y contornos. El “Encuentro de cuatro pieles” había comenzado. Ella giró y me besó con urgencia, sus manos explorando mi cuerpo, el látex amplificando cada caricia.

Respondí con igual intensidad, nuestras lenguas entrelazadas, el crujido de nuestros trajes llenando el aire.—Quiero sentirte —susurró, su voz distorsionada por la capucha. Decidimos masturbarnos mutuamente, un preludio a lo que vendría. Ella abrió la cremallera de mi entrepierna, liberando mi pene erecto. Sus manos enguantadas lo envolvieron, el látex deslizándose sobre mi piel con una fricción deliciosa. Cada movimiento era una tortura exquisita, el material amplificando cada sensación. Luego, se inclinó y comenzó a besar mi glande, sus labios húmedos contrastando con la frialdad del látex.

Su lengua recorrió cada centímetro, lenta y deliberada, hasta que me llevó al borde. Cuando me corrí, ella tragó cada gota, lamiendo el látex de sus labios con una sonrisa. Era mi turno. Abrí la cremallera de su entrepierna, revelando su vulva húmeda y palpitante. Me arrodillé, besando sus labios inferiores con devoción, el aroma de su excitación mezclado con el olor químico del látex volviéndome loco. Mi lengua exploró su clítoris, trazando círculos lentos que la hicieron gemir y arquearse. Sus espasmos crecieron, y pronto un torrente de fluidos vaginales inundó mi boca.

Chupé con avidez, saboreando la mezcla de su esencia y el látex, un elixir que me enloquecía. Nos besamos con ternura, nuestras manos enguantadas recorriendo nuestros cuerpos, el látex crujiendo con cada roce. Cuando mi erección regresó, le pedí que se pusiera a cuatro patas. Ella obedeció, levantando su trasero cubierto de látex, la cremallera anal invitándome. Me puse un condón, lubricando mi pene y sus pliegues anales con gel de silicona. Entré lentamente, sintiendo la resistencia inicial.

Ella jadeó, un mezcla de dolor y placer, pero pronto se relajó, y el movimiento rítmico se volvió una danza de éxtasis. Aceleré, el látex de nuestros cuerpos chocando, hasta que me corrí con un gemido gutural, llenando el condón dentro de su cavidad dilatada. Exhaustos, nos abrazamos. La subí a una mesa, me puse otro condón y la penetré vaginalmente, nuestros cuerpos fusionándose en una masa de látex y pasión. Durante dos días, alternamos entre sexo salvaje, momentos de ternura y charlas íntimas sobre nuestras fantasías.

Al segundo día, antes de separarnos, le pedí que nos quitáramos las botas y hiciéramos el amor en mi cama. Mientras la penetraba, le confesé que era la persona más especial que había conocido y le propuse ser mi novia en el mundo real. Ella aceptó, y entre jadeos, nos quitamos las capuchas. Por primera vez, vimos nuestros rostros reales, besándonos con una intensidad que trascendía el látex. Cuando llegó el momento de volver a la “vida normal”, nos despojamos de nuestras segundas pieles. Desnudos, frente a frente, le pregunté con una sonrisa:—A propósito, ¿cuál es tu nombre real?

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