Janet, amor, deseo y confianza más allá de lo prohibido y lo sucio (2)

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Domingo.

El despertar fue lento y cálido. El sol apenas entraba por la ventana, filtrándose entre las cortinas y pintando líneas doradas sobre la piel desnuda que dormía a mi lado. Su respiración era profunda y pausada, la única melodía en la habitación en calma. Me quedé observándola un momento, notando cómo el cuerpo descansaba plácido, sin la preocupación ni la urgencia de los días pasados.

Cuando abrió los ojos, su mirada se encontró con la mía, y por un instante no hubo palabras, solo una conexión tranquila, sin juicios ni exigencias. Me tendió la mano y me atrajo para un beso suave, un beso que sabía a promesas y al mismo tiempo a resignación feliz. Nos quedamos así, juntos, sin prisa.

Luego, ella pidió algo que me sorprendió con la naturalidad con que lo dijo:

—Quiero que me veas. Así, sin nada que esconder, sin trucos, sin filtros.

Me levanté y me senté frente a ella. Se puso de pie lentamente, dejando que la luz del día delineara su figura real: la piel ligeramente marcada, el vello que jamás se había quitado del todo, la textura de su cuerpo que antes solo había visto en flashes apresurados o a través de la superficie pulida que suele mostrar el mundo.

Su pecho, con esas marcas pequeñas que parecían mapas secretos. Su vientre, con una cicatriz que apenas había notado. La curva de sus muslos, con algunas manchas de sol y la evidencia del trabajo físico que hacía al aire libre. Su olor, una mezcla intensa de sudor, tierra, y un aroma natural, auténtico.

—¿Te incomoda? —preguntó con una voz suave.

—Para nada —respondí—. Es lo que siempre quise ver.

Nos quedamos un rato en silencio, simplemente mirándonos y reconociéndonos en esa versión pura, sin adornos, sin pretensiones. Le tomé las manos, acaricié sus brazos, y luego bajé para besar cada luna en su piel, trazando una geografía nueva que nunca pensé que conocería tan bien.

Después de un rato, la invité a tumbarse en la cama, y entre caricias y suspiros nos entregamos a un juego distinto, más lento, más paciente. Ella me pidió que no tuviera prisa, que solo me quedara ahí, explorando sin buscar un final, disfrutando el camino.

Fue un domingo dedicado a redescubrirnos. La cama se convirtió en nuestro refugio y confesionario, donde las barreras se deshacían con cada roce y cada palabra. Ella me habló de sus miedos, de sus deseos ocultos, y yo le respondí con mi verdad desnuda.

No hubo apuro, no hubo ganas frenéticas ni escapes. Solo presencia, aceptación, y una complicidad que se había fortalecido más allá del error y el perdón.

Antes de que la tarde se volviera noche, estábamos sentados en la sala, envueltos en una manta, compartiendo un café mientras ella jugaba distraídamente con un mechón de su cabello.

—Siempre quise ser libre —confesó—, pero no sabía cómo hacerlo sin perderme.

Le tomé la mano con ternura.

—Lo estás haciendo ahora —le dije—. Y no estás sola.

Lunes.

El lunes llegó con un aire distinto, una mezcla de rutina y gravedad. Los dos teníamos que regresar a la realidad del trabajo, con sus horarios, sus reglas y sus personas. Fue una mañana de silencios respetuosos mientras nos preparábamos, como si vestirnos fuera un acto que apretaba los límites del espacio íntimo que habíamos creado el fin de semana.

Ella se despidió con un abrazo fuerte, con una intensidad que decía más que mil palabras.

—No quiero que esto se vuelva rutina —susurró—. Prométeme que no dejaremos que el peso del día a día apague lo que tenemos.

Asentí con la misma convicción.

—Te lo prometo.

Durante el día, sus imágenes y palabras me acompañaron. Pensaba en su piel, en su olor, en la vulnerabilidad que había tenido el coraje de mostrar. Me excitaba y me conmovía al mismo tiempo.

Esa noche, cuando por fin regresamos, la atmósfera era distinta. No había urgencia, no había juego. Nos acostamos abrazados, compartiendo un calor silencioso que hablaba de confianza y renacimiento.

—Esto es parte de lo nuevo —le dije—. Saber sostener el deseo en la calma.

Ella sonrió y apoyó su cabeza en mi pecho.

—Y yo estoy lista para seguir caminando contigo —respondió.

Martes.

Los días siguientes se convirtieron en un delicado equilibrio entre lo mundano y lo extraordinario. Janet cumplía con su promesa y yo con la mía, pero no sin tropiezos. A veces, en medio de una conversación trivial o un momento cotidiano, una mirada o un roce nos recordaba lo frágil y valiosa que era esta nueva etapa.

Su olor, ahora más natural y menos contenido, era un constante recordatorio de nuestra vulnerabilidad y nuestra fortaleza. Aprendí a amarlo con toda su intensidad, sus matices y sus contradicciones.

Una tarde, mientras ella me contaba cómo había sido el día en la empresa de jardinería, noté que sus manos estaban marcadas por el trabajo: tierra bajo las uñas, pequeñas heridas que se curaban lentamente, la fuerza en sus dedos. Era una belleza salvaje, sin pulir, y me fascinaba.

—¿Sabes? —me dijo mientras tomaba mi mano—. A veces siento que mi cuerpo me pertenece más ahora que nunca. Que esta suciedad, este olor, estas marcas son parte de mi historia, de lo que soy.

La miré con admiración.

—Y yo quiero ser parte de esa historia, con todo lo que implica —le dije.

Miércoles.

La vida siguió su curso con una mezcla de normalidad y erotismo cotidiano. La rutina del trabajo, las pequeñas discusiones, las risas compartidas, y los momentos íntimos que ya no eran clandestinos sino parte de nuestra verdad.

Una noche, después de cenar, Janet me sorprendió con una propuesta atrevida.

—Quiero hacer un show en webcam contigo —dijo con una sonrisa pícara.

Mi corazón se aceleró, mezclado con sorpresa y excitación.

—¿Tú y yo? —pregunté incrédulo.

Asintió.

—Sí. Quiero que me veas y me disfrutes, sin esconder nada. Quiero que esto sea nuestro secreto, nuestro juego.

La idea me pareció arriesgada, pero también muy excitante. Sabía que para ella era una forma de romper tabúes y al mismo tiempo profundizar nuestra complicidad.

Esa noche nos preparamos. Luces suaves, música tenue, y la cámara lista para capturar cada instante. Empezamos con timidez, pero poco a poco nos soltamos. La mezcla de exhibicionismo y privacidad nos llevó a un territorio nuevo, donde el deseo se manifestaba sin miedo ni prejuicios.

Fue una experiencia reveladora, que reforzó nuestra confianza y nuestra pasión.

Jueves.

El jueves fue un día de contrastes. Por la mañana, Janet estaba inquieta, casi nerviosa, mientras preparaba su ropa para el trabajo. Por la noche, sin embargo, se mostró radiante, llena de vida y energía.

Nos regalamos momentos de caricias prolongadas, de palabras susurradas y de juegos que rozaban lo prohibido.

En un momento dado, mientras ella descansaba sobre mí, me confesó algo.

—Nunca pensé que podría disfrutar tanto siendo tan… desordenada.

Reí y la besé.

—A veces, lo que parece caos es solo otra forma de orden.

Nos entregamos a la noche con una intensidad que hacía tiempo no experimentábamos. Cada beso, cada roce, era una reafirmación de que, a pesar de las tormentas, estábamos juntos y fuertes.

Viernes.

La semana cerró con la rutina y el deseo entrelazados. La suciedad, el olor, la picazón, y la necesidad de limpieza se convirtieron en símbolos de nuestra complicidad.

Janet seguía cumpliendo con su promesa, soportando la incomodidad física y emocional con una valentía que me inspiraba.

Nos reíamos de nuestras ocurrencias, de los desafíos, y de la extraña mezcla de asco y placer que nos acompañaba.

El viernes por la noche, mientras nos preparábamos para dormir, ella me miró con esos ojos que ahora conocía como propios.

—Gracias por ser mi cómplice —dijo—. Por entenderme, por no juzgarme.

Le tomé la mano.

—Siempre.

Sábado.

El sábado llegó con calma y reflexión. Pasamos el día juntos, sin prisas ni planes, disfrutando del silencio compartido y de la presencia del otro.

En un momento, Janet me sorprendió con una pregunta.

—¿Crees que esto que hicimos cambió algo?

Pensé por un momento.

—Sí —respondí—. Nos hizo más fuertes. Más libres.

Ella asintió, y me abrazó.

—Entonces valió la pena.

Epílogo.

Lo que comenzó como un error y una necesidad de expiación se convirtió en un viaje de descubrimiento, confianza y amor profundo. Aprendimos a abrazar nuestras sombras, a celebrar nuestras imperfecciones, y a construir un vínculo indestructible.

Janet y yo seguimos caminando juntos, conscientes de que la verdadera libertad no está en la limpieza o la perfección, sino en la aceptación y el amor sin condiciones.

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