Juguete de ella, juguete de él (3): El regalo

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Erin no se molestó en tocar la puerta. Entró directo a la oficina de Salvador, cerrándola con calma detrás de ella, como si el lugar le perteneciera tanto como a él. Llevaba puesto un vestido ligero, que al moverse dibujaba sus curvas con naturalidad. Sus tacones repiqueteaban suavemente contra el piso mientras avanzaba hacia el escritorio.

—Mira —dijo con una sonrisa traviesa, mostrando la pantalla de su celular. En ella brillaba la imagen de unos pendientes finos con su collar a juego—. Son perfectos.

Salvador la observó en silencio unos segundos, reclinándose en su silla con esa seguridad que tanto la desarmaba. No miró el celular, la miró a ella. Sus ojos la recorrieron de arriba a abajo como quien evalúa una posesión, un aire de dueño que Erin conocía bien y que, lejos de incomodarla, la excitaba.

—Eso es caro, princesa —respondió al fin, su voz grave y calmada, sin una pizca de duda—. Vas a tener que hacer más cosas para ganártelo. No basta con lo que ya me das… tendrás que cumplir tareas, una a una, como yo las disponga. Quiero que cada vez que lo pida, me demuestres que sabes obedecer.

Mientras hablaba, se incorporó lentamente. Con un gesto pausado, se desabrochó el cinturón y dejó caer sus pantalones. Esa fue toda la señal que Erin necesitó.

Dejó el celular sobre el escritorio, se arrodilló frente a él con naturalidad. Sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice, sus ojos brillando con deseo y sumisión.

—Sabes que haré lo que sea… —susurró, justo antes de liberar su polla y llevársela a la boca.

El silencio de la oficina se llenaba únicamente por el sonido húmedo y constante de la boca de Erin. Ella estaba concentrada, entregándose por completo, sintiendo cada reacción de Salvador y respondiendo con deseo. Sus labios lo recorrían con precisión, su lengua marcando cada contorno mientras sus manos ayudaban a guiarlo con delicadeza y fuerza al mismo tiempo.

Salvador la observaba desde arriba, una mano apoyada en su cabeza, sin apresurarse, disfrutando cómo se esforzaba, cómo parecía devorarlo con hambre contenida y, al mismo tiempo, placer.

Erin tragaba todo con cuidado, sin derramar nada, controlando cada movimiento, cada jadeo, consciente de lo que hacía y disfrutando el poder de su entrega. Cada movimiento de sus labios y lengua lo excitaba más, mientras ella se sentía dueña de la situación en su sumisión, orgullosa de complacerlo hasta el final.

Cuando él llegó al clímax, ella sostuvo todo con firmeza, mirándolo a los ojos, mostrándole su obediencia antes de tragarse cada gota sin titubeos. Un instante de conexión silenciosa los unió: él satisfecho, ella plena, ambos conscientes de la intensidad del momento.

Las semanas siguientes transcurrieron con una rutina en apariencia tranquila, pero marcada por silencios punzantes y una nueva, incómoda intimidad. En casa, Erin y Zandro mantenían la apariencia de una pareja normal. Zandro la observaba a menudo, notando los pequeños cambios: la forma en que caminaba, cómo miraba el teléfono con una sonrisa fugaz, cómo su cuerpo irradiaba una satisfacción que él no podía darle. A pesar de la humillación, él no se atrevía a confrontarla; temía que cualquier reproche lo alejara de ella para siempre.

Una noche, mientras ella dormía profundamente, él se acercó a su cabello, inhalando. El aroma de ella, conocido, se mezclaba sutilmente con una colonia amaderada que no era la suya. El conocimiento le cayó encima como una losa, pero en lugar de despertarla y preguntar, Zandro giró, dando la espalda y abrazando el vacío en su lado de la cama.

Aun así, la amaba con intensidad. Cada vez que la veía, sentía esa mezcla de deseo y vulnerabilidad que lo mantenía atado a ella. Aunque la situación lo hacía sentirse impotente, en el fondo se aferraba a una esperanza absurda: que Erin, pese a todo, algún día lo elegiría.

Mientras se recostaba solo en el sofá, su mirada se perdía en el techo. Aún tenía fresca en su mente la confesión de Erin: su infidelidad y lo que le había hecho hacer esa noche. La mezcla de excitación y desconcierto lo envolvía, y no podía apartar de su cabeza lo ocurrido, preguntándose cómo manejaría aquello y qué significaba para su relación con ella.

El silencio de la casa lo envolvía, cargado de ese recuerdo, recordándole lo mucho que necesitaba a Erin, pese a todo lo que había sucedido.

Otro día, llegando al departamento de Salvador después del trabajo, Erin y él cruzaron el umbral. Dejaron los abrigos a un lado, y mientras él acomodaba algunas cosas, Erin comenzó a desvestirse lentamente. Su vestido ligero cayó al suelo, revelando su tanga y su piel brillante por la emoción. Salvador la observaba con una sonrisa de dueño, disfrutando la tensión que la recorría.

Se acomodaron en la cama, respirando con anticipación. Salvador se sentó al borde, evaluándola con intensidad. Erin lo miró, excitada y obediente, con el teléfono en la mano.

—¿Lista para una nueva tarea? —preguntó él, firme—. Hoy quiero que llames a tu esposo y lo hagas escuchar todo mientras yo te follo. Y no solo eso… quiero que le cuentes lo que te hago.

Erin asintió sin dudar y marcó a Zandro, dejando el teléfono cerca de su oído.

—No cuelgues —le indicó Salvador—. Esto es para ti.

Salvador se acercó a ella, la tomó suavemente y la colocó sobre la cama, en la posición de perrito. Erin respiraba agitada, con el teléfono pegado al oído, mientras comenzaba a describir cada sensación a Zandro:

—Zan… me está tocando… me acaricia el culo… siento su mano en mí… —jadeaba, excitada, mientras Salvador le arrancaba el tanga con fuerza, dejándola completamente expuesta—. Me está rozando la polla por mi concha… ahhh… lo sientes, Zan… cada sensación… cada movimiento… me hace temblar…

Salvador, disfrutando de su sumisión, hundió la punta de su polla contra la humedad de su concha, provocando un gemido profundo de Erin. Una nalgada resonó en la habitación y él le reclamó:

—Cuéntale todo, Erin. No te detengas.

Ella obedeció, su voz entrecortada y excitada:

—Me folla en la pose de perrito… Zan, siento cómo me llena… cómo me mueve… cada embestida me quema… ahhh… me hace temblar…

Salvador no esperó a que terminara y la penetró de un solo golpe, provocando un grito de placer de Erin. La conexión con Zandro seguía activa; él escuchaba incrédulo, pero el sonido del golpe seco de los cuerpos chocando y la voz de Erin lo convencían de que era verdad: su esposa estaba siendo follada en ese instante.

—Me siento tan… tan suya… tan completamente tuya, Salvador… —jadeaba Erin, mientras él controlaba el ritmo y la profundidad de las embestidas, asegurándose de que cada golpe la hiciera estremecerse—. Ahhh… cada empuje me hace temblar… Zan, lo sientes… lo siento todo…

Salvador, viendo que Erin estaba muy mojada y cerca del orgasmo, aceleró las embestidas. Ella continuó narrando, perdida en el placer:

—Ahhh… Zan… me está destrozando… me hace perder el control… me siento llena… ¡Dios! cada movimiento… ¡más, más intenso!

Finalmente, Erin no pudo contenerse más y se corrió, empapando su concha mientras sus gritos resonaban. El teléfono se le resbaló de las manos, pero una nalgada firme de Salvador la hizo volver a tomarlo:

—Zan… lo siento… ahhh… la polla de Salvador… me está follando tan profundo… me llena por completo… —jadeaba, rendida y satisfecha.

Salvador también llegó a su clímax, hundiéndose en ella con un gruñido mientras se corría dentro de su concha. Erin, jadeando y temblando, le dijo a Zandro:

—Zan… está dentro mío… muy adentro… me está dejando toda llena… como la otra noche… es Salvador… me corre dentro… —perdida en el placer, con cada palabra transmitiendo la intensidad del momento.

Una vez terminado, Salvador se dejó caer junto a ella, arrastrándola hasta quedar en cucharita. Con voz grave y dominante, le dio la nueva orden:

—Ahora dile algo bonito a tu esposo.

Obediente, Erin respondió:

—Te amo, Zan… Ya voy para casa.

El teléfono quedó entre sus manos, transmitiendo cada gemido, cada embestida, cada palabra. Zandro escuchaba impotente, incrédulo, atrapado en la excitación y la humillación de lo que su esposa estaba haciendo.

Zandro permanecía sentado en el sofá, el celular aún en la mano. Cada gemido, cada jadeo y cada suspiro de Erin retumbaban en sus oídos, dejando un eco imposible de ignorar. No podía creer lo que escuchaba: la mujer que amaba, su esposa, suplicando y gimiendo con otro hombre mientras él lo escuchaba en tiempo real.

La incredulidad lo dejó paralizado. Su mente gritaba que debía cortar la llamada, que esto era imposible, pero su cuerpo reaccionaba por sí solo. Un calor intenso se acumuló en sus pantalones, una erección traicionera que desmentía su mente llena de ira y dolor. No entendía cómo podía excitarse escuchando a Erin con otro hombre, mientras su corazón se llenaba de humillación y desesperación.

Sus manos se llevaron al rostro, intentando contener la confusión y el tormento que lo devoraban. Ira, indignación, deseo y traición se entremezclaban en una mezcla que lo dejaba rígido, paralizado y a la vez alerta. Cada gemido, cada golpe, cada sonido húmedo del teléfono lo atravesaba, provocando que su cuerpo reaccionara en contra de su voluntad. Quería gritar, quería llorar, quería apartar el teléfono… pero no podía. Algo en él lo mantenía pegado, escuchando, sintiendo.

Se sentía atrapado en un torbellino de emociones contradictorias: excitación y humillación, amor y traición, deseo y desesperación. Todo era intenso, demasiado intenso, y no podía escapar. Sabía algo con certeza: necesitaba a Erin, aunque lo que ella hacía lo desgarrara por dentro. La erección, traicionera e imposible de ocultar, era la prueba física: su cuerpo, humillado, se negaba a repudiar el deseo. Quería gritarle que parara, pero lo único que podía hacer era escuchar y seguir duro.

Salvador se recostó al lado de Erin, encendiendo un cigarrillo mientras la observaba con su mirada calculadora de siempre. El humo se enroscaba en el aire, pero no apartaba la atención de ella.

—Vas aprendiendo —dijo con una sonrisa satisfecha, su voz grave—. Si sigues así, pronto tendrás tu premio.

Erin se acomodó a su lado, acurrucándose contra él con una mezcla de cansancio y satisfacción. Su corazón aún latía con fuerza, y una sonrisa de complicidad se dibujaba en su rostro. Cumplir la tarea le había dado un sentido de poder y logro. Cada orden que había obedecido, cada movimiento que había hecho siguiendo sus indicaciones, la hacía sentirse viva y deseada.

—¿Y cuándo tendré mi premio? —preguntó Erin, juguetona, aunque con un brillo en los ojos que mostraba que el verdadero placer estaba en cumplir y obedecer.

—Pronto —respondió Salvador, sin dar detalles—. Pero primero quiero que sigas demostrando que puedes cumplir cada indicación, cada prueba. Quiero verte completamente obediente, completamente entregada.

Erin asintió, sintiéndose orgullosa de sí misma. No había culpa en su interior, solo la certeza de que estaba obteniendo lo que quería. Cada tarea cumplida la acercaba más al control de su placer, a la intensidad de sus experiencias, y a la sensación de poder que le daba complacer a Salvador.

Se recostó junto a él, relajándose mientras el humo del cigarrillo se dispersaba lentamente. Estaba satisfecha, plena, y sobre todo consciente de que cada paso que daba la acercaba al premio que la esperaba, un premio que no tardaría en llegar.

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