Habían pasado solo unos días desde la llamada de Erin, pero Zandro todavía no lograba dormir una noche entera.
Compartían la misma cama, como siempre, pero el silencio entre ellos era distinto.
Ella dormía tranquila, de espaldas a él, y él permanecía despierto, mirando el techo, escuchando su respiración.
La distancia era mínima, apenas unos centímetros, pero suficiente para que el aire se sintiera denso, cargado de algo que ninguno de los dos mencionaba.
La voz de ella seguía en su cabeza, lejana y nítida al mismo tiempo, como si aún sonara en la línea.
Lo que había escuchado lo había cambiado.
Había despertado en él algo que no quería aceptar, una sensación confusa que lo perseguía incluso en los momentos más triviales.
Intentaba convencerse de que podía seguir con su vida, concentrarse en el trabajo, pero cada vez que el teléfono vibraba, sentía el mismo estremecimiento que aquella noche.
Los días pasaron, pero la sensación no cedía.
La rutina apenas servía para distraerlo.
Hasta que una tarde, mientras intentaba terminar un informe, el celular volvió a vibrar sobre el escritorio.
Al desbloquearlo, vio un mensaje de Erin: un video acompañado de un simple texto que decía “míralo…”.
Durante unos segundos dudó. Luego lo abrió.
Desde el celular comenzaron a escucharse gemidos suaves, contenidos pero lo suficientemente claros para llamar la atención de alguien cerca. En la pantalla, Erin estaba apoyada sobre un escritorio, con la falda y la tanga caídas hasta los tobillos. Sus manos se aferraban al borde del mueble, los ojos cerrados y la boca entreabierta, completamente entregada al hombre que la penetraba por detrás. Cada estremecimiento de su cuerpo, cada arqueo de espalda, transmitía deseo y abandono total.
—¡Mierda! —susurró Zandro, bajando el volumen instintivamente. Su respiración se aceleró y un calor incómodo se acumuló en su entrepierna, recordándole con fuerza la excitación que la imagen le provocaba.
Un compañero que pasaba lo miró con curiosidad:
—¿Todo bien?
Zandro forzó una sonrisa, intentando sonar natural, mientras su corazón latía con fuerza y sentía un ligero temblor en las manos:
—Sí… un amigo me mandó un video de broma.
El otro rió y se alejó, y Zandro respiró aliviado, aunque el pulso aún le golpeaba el pecho y la erección que trataba de ignorar le recordaba lo vulnerable que se sentía. Guardó el celular en el bolsillo, evitando mirar de nuevo en medio de la oficina, mientras la imagen de Erin y sus gemidos seguía rondando su mente, provocándole un torbellino de deseo y confusión que no podía controlar.
Pasó el resto de la tarde en un estado de nervios constante. Cada pocos minutos sentía la tentación de abrir el video de nuevo, pero se contuvo hasta que pudo ir al baño, necesitaba privacidad absoluta.
Se encerró en el cubículo más alejado, asegurándose de que nadie pudiera molestarle. Sacó el celular y conectó los auriculares, tomando un respiro profundo antes de reproducirlo.
Ahora, en privado, los gemidos parecían más crudos y envolventes. Erin estaba apoyada sobre el escritorio, y por la perspectiva, el hombre la cogía fuerte de la cintura, arremetiendo con una fuerza que la movía por completo. Podía ver cómo el hombre le jalaba el cabello, y cómo Erin reía entre jadeos, casi desafiándolo, mientras cada embestida la hacía moverse con fuerza y desesperación. Los gemidos de Erin eran húmedos y profundos, llenos de placer, y en varias tomas se la veía siendo nalgueada sin piedad. Cada embestida hacía temblar su cuerpo, los pechos oscilando con violencia.
Al final, el hombre sacaba la polla y se corría en sus nalgas, dejándoselas chorreando leche.
Zandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda y un calor intenso en su entrepierna. Su corazón latía con fuerza y su respiración se aceleró. Sin darse cuenta, su erección estaba dura y palpitante. Temblando ligeramente, reprodujo nuevamente el video antes de bajar el cierre, liberar su miembro y comenzar a masturbarse lentamente, siguiendo el ritmo de las embestidas de Erin en la pantalla. Cada nalgada, cada jadeo, cada golpe de cadera lo hacía estremecerse, empujando su excitación a límites que no había anticipado.
Su respiración se volvió entrecortada, su cuerpo tenso y vibrante. A medida que el video avanzaba, sus movimientos se hicieron más rápidos y desesperados. La mezcla de culpa y placer lo atrapaba por completo, y el orgasmo lo alcanzó de golpe, violento, haciendo que se corriera en su propia mano mientras el semen goteaba sobre el inodoro y el piso.
Temblando, usó papel para limpiarse, incluso frotando su pantalón para borrar cualquier rastro. Se lavó las manos dos veces, y se miró en el espejo, su piel sudada y el corazón latiendo con fuerza.
—¿Qué me está pasando? —susurró, con voz temblorosa, todavía atrapado entre la vergüenza y la excitación.
Guardó el celular, pero la sensación de deseo no lo abandonó. Cada gemido y movimiento de Erin seguía resonando en su mente, acompañándolo silenciosamente el resto de la tarde.
Los siguientes videos no tardaron en llegar. Cada uno parecía elegido para atrapar a Zandro en un torbellino de emociones que no podía controlar. A veces llegaban en la oficina, otras mientras conducía, incluso una vez mientras estaba en la cocina de su casa. Cada notificación del celular hacía que su pulso se acelerara; ya no podía ignorarlos.
Uno tras otro, los videos mostraban a Erin de maneras distintas, siempre entregada y consciente de que él los vería:
Erin mamando en un auto, tragando cada gota de semen y luego mostrando la boca llena frente a la cámara.
Erin con las piernas abiertas, acariciando su propio clítoris mientras su amante la penetraba, gemidos profundos escapando con cada embestida, su cuerpo temblando y los pechos rebotando con cada movimiento.
Erin montando a su amante sobre una silla, rebotando con fuerza mientras él la sostenía y le estrujaba los senos desde atrás, sus caderas moviéndose sin pausa, su espalda arqueándose con cada embestida, entregada completamente al placer.
Zandro se sorprendía a sí mismo, incapaz de apartar la vista de la pantalla. Cada video lo atrapaba en una mezcla de celos, deseo y fascinación. Su cuerpo lo traicionaba una y otra vez: ante la llegada de cada video, terminaba siempre igual, masturbándose en silencio mientras veía las imágenes, cada vez más rápido, más intenso, más desesperado.
Su respiración se aceleraba, su corazón latía con fuerza, y la sensación de humillación mezclada con deseo lo hacía sentir atrapado, excitado y confundido al mismo tiempo. No podía evitar imaginarse cómo estaría Erin en ese momento, si le pediría que dejara que él lamiera su concha como aquella primera vez… o, si no lo hacía, si él sería capaz de decirle que le dejara hacerlo. Solo pensar en ello lo hacía endurecerse de inmediato, atrapado entre la fascinación y el deseo que Erin le provocaba sin remedio.
Las noches en casa habían cambiado. Erin seguía llegando tarde, pero ya no había reproches ni explicaciones. Solo la observaba entrar, con su sonrisa cansada pero satisfecha, y Zandro se preguntaba qué habría hecho, qué secretos escondía entre esas horas fuera de casa. Cada movimiento suyo lo encendía, cada gesto le recordaba los videos, y su cuerpo reaccionaba sin poder evitarlo.
Zandro se quedaba allí, atrapado entre la incredulidad y el deseo, sintiendo cómo cada video, cada gesto y cada gemido de Erin lo arrastraban un poco más al abismo de su excitación y su obsesión.
Esa tarde, Erin llegó a casa más temprano de lo habitual. Al abrir la puerta, encontró a Zandro sentado en el sofá, el celular en las manos. No podía ver qué estaba reproduciendo, pero su concentración y la tensión en su rostro lo delataban. Se acercó y se sentó a su lado, observando de cerca, y entonces vio la pantalla: un video de ella misma con su amante.
—Veo que te gustan los videos que te enviamos… —dijo Erin con una sonrisa pícara, dejando entrever diversión y provocación—. ¿Y no te gustaría ver uno nuevo?
Sin esperar respuesta, sacó su móvil del bolso y se sentó más cerca de él. Deslizó la pantalla y le mostró un nuevo video.
En la pantalla se veía a Erin y su amante en el asiento trasero de un auto. Erin estaba sentada sobre él, de espaldas a la cámara, rebotando con fuerza y clavando la polla del amante dentro de ella. Él no estaba quieto: cada embestida iba acompañada de nalgadas que resonaban y de sus manos separando sus glúteos, asegurándose de que la cámara captara cada detalle de cómo la follaba sin piedad.
Zandro no podía apartar la mirada. Su excitación, acumulada por los videos previos, se volvió imposible de controlar. Erin, sentada junto a él, lo notó y, con una sonrisa cómplice, sacó su polla del pantalón y comenzó a masturbarlo lentamente, sincronizando sus movimientos con los de la pantalla.
La tensión creció hasta que, antes de que el video terminara, Zandro se corrió, en un orgasmo violento que lo hizo jadear y temblar. Erin se limpió la mano con descaro en el pantalón mojado de Zandro, aún sonriendo. Se levantó y caminó hacia el dormitorio, dejándolo con el celular todavía reproduciendo la grabación.
La imagen final del video mostraba a su amante penetrándola hasta el fondo y corriéndose dentro de ella, llenándole la concha de semen mientras arqueaba la espalda, jadeaba y temblaba por el placer intenso.
Al terminar el video, Zandro reparó en el nombre del archivo y se dio cuenta de que había sido grabado poco antes de que Erin llegara a casa. La evidencia era clara: debía tener la concha todavía llena de semen fresco.
La excitación lo dominaba. Sin pensarlo más, se levantó del sofá y caminó directo hacia el dormitorio, con el corazón golpeándole en el pecho y con la polla nuevamente dura.
Al entrar, la imagen lo paralizó un segundo: Erin estaba desnuda, recostada en la cama, las piernas abiertas. Ella tenía la mirada fija en él, y sus dedos jugaban con los labios de su concha. Era casi un reflejo de aquella primera vez en que ella, con descaro, le confesó su infidelidad mientras lo obligaba a probar su concha llena de semen de otro hombre.
Se quedaron unos instantes mirándose, sin necesidad de palabras. Todo estaba dicho en esas miradas: ella ofrecía, él aceptaba.
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