Zandro estaba a punto de perder el control. Le hervía la sangre. Sentía el corazón dándole golpes en el pecho, la respiración entrecortada, los músculos tensos, el cuerpo pidiéndole a gritos que se moviera, que la tocara. Tenía calor por dentro, un fuego que le subía desde el estómago hasta la garganta, pero aun así, su mente seguía despejada. Sabía perfectamente lo que estaba pasando, lo que Erin le estaba ofreciendo, y lo que ella esperaba de él. Y, para su suerte, era justo lo que él quería hacer desde que había cruzado la puerta.
Ella estaba ahí, tendida en la cama, completamente desnuda, con las piernas abiertas y el celular en la mano. Lo seguía con la mirada mientras movía el teléfono despacio, grabando cada segundo. La luz del cuarto le caía encima como un foco suave, marcando las curvas, el brillo húmedo entre sus muslos, el leve temblor de su abdomen cada vez que respiraba. Zandro se quedó quieto, mirándola, sintiendo cómo el deseo le apretaba el pecho. No podía apartar los ojos de ella. No quería hacerlo.
No había vergüenza, ni nervios, ni dudas. Todo lo contrario: cada movimiento de Erin, cada gesto, cada respiración, lo hacía sentir más vivo, más encendido. La anticipación se le acumulaba dentro como una cuerda tensa que estaba a punto de romperse. El aire en el cuarto se sentía espeso, cargado. El silencio era apenas roto por la respiración de los dos, por el pequeño sonido del celular cuando Erin lo movía, por los latidos de su propio corazón que él sentía retumbando en los oídos.
Zandro dio un paso hacia la cama y sintió cómo le temblaban los dedos. La piel le ardía, la garganta le dolía de tanto contener la respiración. Se detuvo un segundo, solo para mirar de nuevo el cuerpo de Erin. No podía creer que fuera real. Esa mezcla de calma y provocación en su rostro, el brillo en su piel, la forma en que lo observaba sin miedo ni pudor. Todo eso lo desarmaba por dentro, lo hacía perder el control y, al mismo tiempo, lo mantenía atado, esperando la señal para actuar.
Erin seguía ahí, tranquila, completamente desnuda, como si el momento le perteneciera por completo. Movió apenas la mano que sostenía el celular, apuntándolo directamente hacia él, y sus labios se curvaron en una sonrisa mínima, cómplice, como si lo invitara a dar el siguiente paso. Zandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía que ya no había vuelta atrás. Todo su cuerpo estaba listo para ella, y cada segundo de espera lo hacía hervir un poco más.
Zandro estiró la mano y tocó el borde de la cama. Los dedos le temblaban. Sentía un cosquilleo que le subía por la espalda y le hacía apretar la mandíbula. No podía más. Se desnudó rápido, casi con torpeza, mientras la urgencia le ganaba terreno al control. La ropa fue cayendo al suelo una prenda tras otra, hasta que no quedó nada entre ellos.
Erin no se movió. Solo lo miraba, quieta, con esa mirada que mezclaba deseo y poder, como si cada movimiento suyo fuera parte de un juego que ella ya sabía cómo iba a terminar. El celular seguía en su mano, grabando cada detalle, cada respiración, cada paso que Zandro daba hacia ella.
Cuando él se arrodilló entre sus piernas, el aire se llenó de un calor casi visible. Estaba tan cerca que podía sentir la humedad que lo esperaba, el olor dulce y fuerte que le golpeó los sentidos y lo hizo tragar saliva. La imagen lo descolocó: era igual a aquella primera vez, cuando Erin le confesó su infidelidad y lo obligó a probarla después de otro hombre. Pero ahora todo era distinto.
Ya no había sorpresa ni rabia. No había resistencia. Lo que había entre ellos era deseo puro, hambre compartida. Los dos sabían perfectamente lo que estaban haciendo y lo que eso significaba.
Zandro respiró hondo. El aroma de Erin lo envolvió, húmedo, intenso, casi eléctrico. Le recorrió la columna un temblor de puro placer anticipado. Cada segundo que pasaba, cada mirada suya, cada leve movimiento del celular lo excitaba más, lo dejaba sin aire. Sabía que el momento estaba por llegar, y no podía pensar en nada más.
Erin bajó un poco la cabeza, mirándolo desde arriba con los labios entreabiertos. No dijo una palabra, pero su cuerpo hablaba por ella. Era una invitación clara, un reto, una orden disfrazada de deseo.
Zandro se inclinó despacio, sintiendo cómo le temblaban los brazos. La respiración de los dos se mezclaba. El calor del cuerpo de ella lo envolvía, y el mundo se reducía a ese instante: su piel, su olor, su respiración, el brillo en su mirada.
Era el punto exacto antes del descontrol. Y los dos lo sabían.
Zandro se inclinó hacia ella y la miró un segundo más, como queriendo grabarse la escena en la cabeza. Erin seguía con el celular en la mano, enfocando todo. Tenía la respiración agitada, los labios húmedos, los ojos fijos en él. La tensión era tan fuerte que parecía que el aire vibraba entre los dos.
Cuando su rostro se acercó a sus muslos, Erin dejó escapar un suspiro largo. Zandro rozó su piel con la punta de la nariz, sintiendo el calor, la suavidad, el olor intenso que lo envolvió al instante. Cerró los ojos y dejó que el instinto hiciera el resto.
El primer contacto fue un golpe directo a los sentidos. Su lengua se hundió entre los pliegues cálidos y húmedos, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Era una mezcla de sabores, de calor, de ganas contenidas durante demasiado tiempo. Se movía lento al principio, saboreando cada rincón, cada pequeño temblor que provocaba en Erin.
Ella lo grababa, respirando entrecortado, siguiendo cada movimiento de su boca con el celular. De vez en cuando se mordía el labio, intentando no soltar un gemido. Zandro podía sentirla tensarse, podía oír los pequeños sonidos que escapaban de su garganta. Todo eso lo encendía aún más.
Después la urgencia se apoderó de él. Su lengua se movía con hambre, mezclando lentitud y voracidad, jugando con los ritmos, explorando. A veces la acariciaba con calma, otras se hundía con más fuerza, queriendo devorarla por completo. El sabor era fuerte, familiar y excitante, con ese rastro que él conocía demasiado bien y que le recordaba que no todo en ella era solo suyo.
Erin arqueaba la espalda cada vez que él tocaba el punto justo. Su cuerpo respondía solo, moviéndose al ritmo de su lengua. El celular temblaba entre sus dedos, pero no lo soltaba. Quería verlo todo, sentirlo todo, guardar cada segundo.
Zandro seguía, entregado, sin pensar. Cada gemido de Erin lo empujaba más. Cada espasmo de su cuerpo lo hacía ir más hondo, más rápido. El deseo lo tenía completamente dominado, como si no existiera nada más fuera de su sabor, su olor, su respiración.
Y entonces ella se quebró. Un gemido largo, profundo, llenó la habitación mientras Erin arqueaba la espalda con fuerza, apretando la cabeza de Zandro contra su entrepierna. Sus caderas temblaron, su respiración se volvió un jadeo constante, y los jugos comenzaron a fluir sin control. Zandro bebió todo, sin apartarse, sin detenerse. Era placer y entrega pura, el sonido húmedo de su cuerpo mezclado con su respiración agitada.
Cuando el orgasmo la soltó, Erin quedó quieta unos segundos, con el pecho subiendo y bajando, los ojos medio cerrados. El celular le resbaló de la mano y cayó sobre la cama con un golpe suave. Zandro siguió ahí, con la cara hundida entre sus muslos, respirando su olor, saboreando lo que quedaba, sintiendo cómo el calor de ella todavía lo envolvía.
Erin respiraba lento, satisfecha. Zandro no se movía. Estaba tan metido en su olor y su sabor que casi había olvidado dónde estaba. El silencio entre los dos era pesado, cargado de algo más que placer. Era complicidad, dominio, entrega.
Erin respiraba agitada, con el pecho subiendo y bajando despacio. Tenía la mirada fija en Zandro, que seguía entre sus piernas, aún con la respiración corta y la boca húmeda. El celular estaba sobre la cama, pero ella lo tomó de nuevo, esta vez con más calma, apuntando hacia él.
—Recuéstate —le dijo con una voz firme, casi divertida, como si disfrutara del poder que tenía en ese momento.
Zandro obedeció sin dudar. Se tumbó en la cama, todavía temblando, con el cuerpo encendido, la piel húmeda y el corazón golpeándole el pecho. Erin se movió despacio sobre él, con una seguridad que lo desarmaba. Apoyó una mano en su pecho y lo miró desde arriba, con esa sonrisa traviesa que ya le conocía.
—Has sido un buen chico —susurró cerca de su oído—. Ahora te ganaste tu recompensa.
Zandro apenas alcanzó a respirar antes de sentirla. Erin bajó la cadera lentamente, guiando su concha sobre su polla erecta. Los dos soltaron un gemido al mismo tiempo. La humedad de ella lo envolvió de golpe, y la sensación lo dejó sin aire. Era caliente, suave, intensa. Se hundía en ella centímetro a centímetro, sintiendo cómo cada parte de su cuerpo se tensaba por el placer.
Erin cerró los ojos un momento, disfrutando de la sensación de tenerlo dentro. Apoyó ambas manos sobre su pecho y comenzó a moverse despacio, marcando su propio ritmo. Cada movimiento era calculado, como si midiera el tiempo exacto para hacerlo enloquecer. Zandro la miraba sin poder creer lo que veía: la forma en que su cuerpo se movía sobre él, el brillo en su piel, el control absoluto que tenía de todo.
Intentó tocarla, pero ella le detuvo las manos con un gesto firme.
—Quieto… —le dijo, clavando su mirada en la suya—. No me toques. No tienes permiso.
Zandro se mordió el labio, frustrado, pero no se atrevió a desobedecer. La obediencia lo excitaba tanto como el contacto. Erin siguió moviéndose, cada vez un poco más rápido, sin dejar de sostener el celular con una mano. A ratos lo apuntaba hacia su propio cuerpo, a ratos hacia el rostro de él, como si disfrutara viendo la mezcla de placer y rendición que lo dominaba.
Los gemidos empezaron a mezclarse, cortos, entrecortados, húmedos. El cuarto se llenó del sonido de sus cuerpos golpeando uno contra el otro, de respiraciones desordenadas y jadeos contenidos. Zandro estaba al límite, apretando los dientes, tratando de resistir.
Pero no pudo. El cuerpo le ganó al control. Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza, y se corrió dentro de ella con un gemido ronco, profundo, casi desesperado. Erin se detuvo de inmediato. Lo miró desde arriba con los labios entreabiertos, respirando rápido, pero sin perder la compostura.
—¿Quién te dio permiso para correrte dentro de mí? —le dijo, con voz baja pero firme, mirándolo con una mezcla de reproche y picardía.
Zandro bajó la mirada, avergonzado, todavía temblando. No podía decir nada. Solo respiraba, con el pecho agitado, sintiendo el calor entre los dos cuerpos pegados.
Erin lo observó un momento en silencio, sin moverse, disfrutando de tenerlo completamente rendido bajo ella. El celular seguía grabando, y su sonrisa se fue ensanchando poco a poco. Le acarició la mejilla con la punta de los dedos y susurró:
—No aprendes, ¿eh? —y soltó una risa suave, mezcla de burla y ternura.
Zandro no respondió. Seguía respirando con dificultad, tratando de procesar lo que acababa de pasar, sabiendo que no era solo placer: también era una prueba. Y la había fallado.
Erin permaneció sobre Zandro unos segundos más, respirando despacio, disfrutando de la sensación del cuerpo de él todavía latiendo bajo el suyo. El cuarto olía a sudor, a sexo, a calor acumulado. Todo estaba en silencio, salvo sus respiraciones entrecortadas.
El celular había quedado entre las sábanas, pero Erin lo tomó con calma. Lo sostuvo frente a ella, enfocándose en la pantalla, con una sonrisa apenas visible.
—Lo viste… —susurró con voz cargada de picardía—. Al final tenías razón. No pudo contenerse.
Zandro frunció el ceño, confundido, sin entender del todo. Erin bajó apenas la mirada, como si estuviera escuchando a alguien del otro lado, y sonrió más amplia, como disfrutando de una broma privada.
—Sí… míralo —continuó, con un tono suave pero cargado de intención—. Ahí lo tienes, justo como dijiste que pasaría.
Zandro se quedó inmóvil, sin saber qué pensar. Y entonces, una voz grave, firme, llenó el cuarto.
—Zandro… —dijo Salvador, con una calma que no necesitaba volumen para imponerse.
El cuerpo de Zandro se tensó de inmediato. Reconoció esa voz antes incluso de mirar. Erin le acercó el celular al rostro, y ahí estaba: Salvador, en la pantalla, mirándolo directamente. No era un video. No era una grabación. Era una videollamada.
Todo lo que había hecho había sido visto en vivo.
Zandro sintió que el aire se le atoraba en la garganta. No podía moverse. Erin lo observaba desde arriba, disfrutando del momento, con esa mirada satisfecha de quien tiene el control absoluto.
Salvador habló de nuevo, sin levantar la voz:
—Tienes que aprender a controlarte, Zandro. A entender cuál es tu lugar.
Las palabras le pesaron más que cualquier grito. Zandro no respondió; solo bajó la mirada, tragando saliva.
Erin sonrió, girando un poco la cámara hacia sí misma para que Salvador la viera. Le habló con naturalidad, como si él estuviera en la habitación con ellos.
—¿Viste? Te dije que no duraría mucho. Ni siquiera tuve que apurarlo —dijo con un tono casi divertido, acariciándose el cuello con la mano libre—. Pero bueno… por lo menos se esforzó.
Del otro lado, Salvador soltó una risa baja.
—Sí… se nota que le falta disciplina. Pero eso se puede arreglar.
Erin asintió lentamente, con una sonrisa cómplice.
—Ya sé. Estaba pensando lo mismo. No te preocupes, lo voy a dejar listo para cuando quieras probarlo.
Zandro cerró los ojos un momento, sintiendo una mezcla de vergüenza y deseo que lo dejaba sin aire. El sonido de sus voces —Erin y Salvador hablando con tanta familiaridad sobre él, como si no existiera— lo descolocaba por completo.
Salvador lo miró una vez más desde la pantalla, con expresión firme.
—Escucha bien, Zandro. Si aprendes a controlarte… pronto vas a recibir más regalos.
La videollamada se cortó. La pantalla se apagó.
Erin dejó el celular a un lado, todavía sonriendo. Su respiración era tranquila, su mirada segura. Se inclinó un poco hacia Zandro y le susurró al oído, casi con cariño:
—Te lo buscaste, cariño. Y lo sabes.
Zandro no contestó. Solo se quedó quieto, mirando al techo, tratando de entender si lo que sentía era culpa… o placer.
Por unos segundos, el silencio lo ocupó todo. Solo se oía la respiración de Zandro, agitada, intentando volver a un ritmo normal. Erin se quedó sobre él, mirándolo en silencio, con una expresión que combinaba satisfacción y calma.
Zandro no se movía. Sentía el cuerpo pesado, el pecho ardiéndole y la cabeza llena de pensamientos que se mezclaban sin orden. Parte de él quería entender qué acababa de pasar; otra parte simplemente quería quedarse ahí, quieto, bajo el peso de Erin, en ese extraño equilibrio entre entrega y confusión.
Erin suspiró, se estiró despacio y finalmente se apartó. Se levantó con la misma seguridad con la que se había movido toda la noche, sin apuro, sin decir nada. Caminó hacia el baño, dejando un rastro de olor a piel y perfume, y antes de entrar, se volvió un segundo a mirarlo.
—Descansa —dijo con una media sonrisa—. Te lo ganaste.
Zandro asintió apenas, sin fuerza. La vio desaparecer tras la puerta del baño, escuchó el sonido del agua comenzar a correr, y se quedó solo en la habitación.
El silencio volvió, pero no era el mismo. El aire se sentía distinto, más pesado. Zandro cerró los ojos y dejó que la mente se llenara de imágenes: la mirada de Erin, la voz de Salvador, el tono con el que hablaban entre ellos, como si todo hubiera estado planeado desde antes.
Recordó cada detalle, cada gesto. Recordó también lo que Salvador había dicho: “Si aprendes a controlarte… pronto vas a recibir más regalos.”
La frase se le quedó dando vueltas en la cabeza, como una promesa o una advertencia.
Abrió los ojos. La habitación seguía igual, pero él ya no. Algo en su interior se había movido, algo que no podía nombrar, una mezcla de humillación, deseo y curiosidad. No sabía si sentirse agradecido o usado. Lo único que tenía claro era que, pese a todo, lo había disfrutado.
Y que lo volvería a hacer.
Porque, aunque no quisiera admitirlo, ya no sabía cómo ser el mismo de antes.
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