La cajera del súper (1)

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T. Lectura: 8 min.

Hacía meses que la veía cada vez que iba al súper. Siempre la misma cajera: 24 años, pelirroja, ojos negros, cuerpo de esos que uno no puede dejar de mirar aunque se haga el distraído. Buenas tetas, buen culo, contextura media, sonrisa fácil.

Yo pasaba con mi carrito, pagaba, cambiábamos un par de palabras y nada más. Nunca di un paso más allá porque siempre iba con mi esposa, y porque, en el fondo, me gustaba mantener esa distancia de cliente y empleada.

Ella, con su uniforme y su peinado recogido, era una especie de fantasía que quedaba ahí, en la imaginación.

Pero todo cambió una tarde.

Charlando con la encargada, una vieja conocida mía, le comenté —sin medir mucho mis palabras— que hacía dos meses me había divorciado. No sabía que ella estaba cerca, pero parece que escuchó.

Desde ese día, la forma en que me atendía cambió. Me miraba más, se quedaba un poco más conversadora en la caja, hasta se reía con ganas de cualquier pavada que le dijera. Yo lo notaba, y la verdad es que me gustaba.

Un día, sin necesidad real, fui con la excusa de ir a comprar cigarrillos. Ni siquiera tuve que entrar, la encontré afuera, fumando en su media hora de descanso.

Me acerqué, le pedí un cigarro aunque llevaba el mío en el bolsillo, solo para tener un motivo para hablarle. Charlamos un rato y en un momento le pregunté, casi sin pensarlo:

—¿Hay chance de invitarte a salir alguna vez?

Ella sonrió, me miró fijo y me dijo que sí. Así, sin vueltas. Me pasó su número y me pidió que le escribiera después de las diez de la noche, cuando ya estuviera en su casa.

Esa misma noche, a las 22:30, le mandé un mensaje. Solo para que supiera que era yo y guardara mi número.

Su respuesta me descolocó:

“Pensé que te habías arrepentido” seguido de un emoji con los cachetes colorados.

Le contesté que no, que había decidido esperar un poco para no molestar si se le había hecho tarde… y, de paso, para no quedar tan desesperado.

Ahí la conversación fluyó sola. Mensajes que iban y venían, cada vez con más picardía, hasta que arreglamos para vernos el sábado.

El plan era simple: yo pasaba por su casa a las 20, la buscaba en el auto, y desde ahí veíamos a dónde ir. Así quedamos.

El resto de la semana se me hizo eterna. Cada vez que pensaba en el sábado, en verla sin el uniforme, en estar con ella fuera del súper, se me aceleraba el corazón. No sabía exactamente qué iba a pasar, pero sí sabía que esa salida prometía mucho más que una simple cena.

El sábado llegó y yo estaba nervioso como un adolescente. Me puse un jean, championes blancos y una camisa blanca arremangada.

Cuando pasé por su casa, apareció ella en la puerta y me dejó sin palabras: vestido negro, no demasiado escotado pero lo justo para que la imaginación volara; corto, a media pierna, mostrando sus piernas perfectas. Boca pintada de rojo intenso y un perfume que me enloqueció desde el primer segundo.

Subió al auto con una sonrisa, y yo, todavía tratando de disimular los nervios, le pregunté:

—¿Qué preferís hacer? Había pensado en cine y cena, pero vos decime.

Ella me miró con esos ojos negros que ya me estaban volviendo loco y me respondió tranquila:

—Prefiero que vayamos a cenar a un lugar tranquilo… y después podemos dejar el auto en la rambla y caminar un rato.

La idea me gustó. Terminamos en un restaurante con luces tenues y un ambiente cálido. La charla fue fluyendo, natural, llena de risas y confidencias.

Me contó cosas de su vida, yo le conté cosas de la mía. Sentía que nos conocíamos de siempre, pero con la tensión de que era la primera vez que estábamos realmente solos, sin la barrera de la caja del súper ni el apuro de la fila.

Durante la cena, varias veces sentí su pie rozándome la pierna por debajo de la mesa. Cada vez que lo hacía, tomaba un sorbo de agua y me miraba fijo. Esa mirada con esos ojos negros me desarmaba por dentro, me quemaba por fuera.

La cena terminó cerca de las once. Pagamos, nos levantamos y fuimos hacia el auto. Apenas cerré la puerta del lado del conductor, antes de que pudiera siquiera arrancar, ella se inclinó y me besó.

No fue un beso tímido ni de prueba: fue pasional, húmedo, con lengua, caliente. La agarré de la cabeza con mis manos, le acaricié la cara y el pelo, mientras ella hacía lo mismo conmigo.

Cuando el beso terminó, me miró a los ojos y me dijo sin rodeos:

—Llevame a casa.

Me quedé helado. Pensé que había hecho algo mal, que había metido la pata.

—Perdoname, si te incomodé en algo… —balbuceé.

Ella sonrió con picardía y me cortó en seco:

—Vos sabés para qué me invitaste a salir. Y creo que sabés por qué te dije que sí.

Se me hizo un nudo en la garganta. Tenía razón. Hacía tiempo me la quería coger, aunque nunca me hubiera animado a decirlo así de frente.

—Vamos para casa, olvidate de la caminata —remató.

No hubo más palabras. Arranqué el auto y manejé. El silencio que siguió no era incómodo: era electricidad pura, deseo contenido. Yo no pensaba en otra cosa que en lo que estaba a punto de pasar.

Cuando llegamos, estacioné. Ella abrió la puerta y bajó sin esperarme. Yo iba atrás, con la cabeza explotada de adrenalina. La noche recién empezaba.

Cuando entramos a su casa me hizo pasar al living, me dijo que me pusiera cómodo en el sofá y se fue a la cocina a buscar un vaso con agua.

Yo la esperaba tranquilo, pero para mi sorpresa, cuando volvió ya no tenía puesto el vestido: apareció en ropa interior negra, un sostén mínimo que apenas le tapaba los pezones y una tanguita finísima que se le metía entre las nalgas.

Me quedé helado, no podía dejar de mirarla.

Con una voz dulce y seductora me preguntó:

—¿Te gusta lo que ves?

—Me encanta —le contesté.

A mis 45 años me estaba sintiendo como un adolescente de 20.

Ella puso una música suave y empezó a moverse, a bailar lento, mirándome fijo mientras se tocaba.

Yo sentía cómo la pija se me iba parando, tan apretada en el jean que parecía que me iba a explotar.

Se me acercó despacio, me hizo levantar y me besó. Mientras me comía la boca, sus manos bajaban directo a mi pantalón. Yo le besaba el cuello, le acariciaba la espalda, le apretaba bien fuerte las nalgas.

En un movimiento rápido me desabrochó el pantalón y me lo bajó, pero todavía me dejó con el bóxer puesto.

Se me subió encima, enroscando sus piernas en mi cintura, y seguimos besándonos como si nos quisiéramos devorar.

Estábamos tan calientes que ella se acomodó un poco más abajo, hasta que su concha mojada y entangada se frotaba contra mi pija dura, separada apenas por el bóxer. Le encantaba rozarse ahí, gemía bajito, yo sentía cómo se mojaba cada vez más.

De repente se soltó de mí. Yo quedé de pie, respirando agitado, y ella se arrodilló frente a mí. Me bajó el bóxer y la pija me saltó como un resorte, bien parada, derechita frente a su cara.

La agarró con una mano y empezó a pasarme la lengua desde la base hasta la punta, lento, provocador. Cuando llegó arriba, se la metió entera en la boca.

Me chupaba la pija con ganas, con mucha saliva, se la sacaba, la escupía y se la volvía a meter. Me pasaba la lengua por los huevos mientras me pajeaba fuerte. Era toda una profesional en eso, la mejor chupada que me habían hecho en mi vida.

No podía dejar de mirarla. Quise sentarme, pero me tenía bien agarrado, como si quisiera quedarse arrodillada para siempre con la verga en la boca.

En un momento se me escapó decir:

—Qué buena chupada me estás haciendo…

Pensé que se iba a enojar, pero fue al revés: empezó a chuparla más fuerte todavía, como si esas palabras la encendieran más. Yo trataba de aguantar, de no acabarme tan rápido, pero era imposible.

Desde abajo, con mi pija enterrada en su boca y esos ojos negros mirándome, me estaba volviendo loco.

De pronto se la sacó un segundo y me dijo con voz sucia:

—Llename la boquita de leche…

Eso me volvió completamente loco. Se la volvió a meter y empezó a chupar con más fuerza, haciéndome imposible aguantar. No pasaron ni diez segundos antes de que le descargara toda la leche en la boca.

Ella cerró los ojos con una sonrisa, la pija todavía adentro, y me succionaba hasta la última gota. Cuando la sacó, le pasó la lengua por la cabeza y por todo el tronco, dejándola limpia y brillante.

Se tragó todo, sin escupir nada, como si disfrutara cada gota. Después se limpió los labios, tomó un sorbo de agua y me miró fijo:

—Tenés energías, ¿no? Porque esto todavía no termina…

Me llevó al cuarto y me tiró sobre la cama, ella empezó a sacarse la ropa interior, era la primera vez que le veía los pezones, los tenía bien duritos, tenía unas hermosas tetas, se las tocaba con sus manos.

Luego se dio vuelta y comenzó a bajarse la tanga, se iba inclinando mientras su tanga caía, salió a la vista una hermosa conchita, y cuando se incorporó pude ver esa cola paradita, en forma, redondita, toda comestible.

Se dio vuelta y me miró fijo, no podía sacarle los ojos de encima, tenía la pelvis depilada, era hermosa.

Se fue acercando lento, se subió a la cama, comenzó a rozar su cuerpo contra el mío, sentía como sus tetas recorrían mis piernas, pasaban por mi verga, seguían por mi abdomen hasta llegar a mi cara.

Se las agarré con ambas manos y se las chupé, las apretaba y le lamía los pezones, hundía mi cara entre ellas, mis manos también recorrieron su espalda, acariciaba sus piernas, le apretaba las nalgas, la punta de la pija le rozaba la concha húmeda, y cuando menos lo esperé ella se dejó caer.

Le entró toda la verga de una, soltó un grito de placer hermoso, y a su vez comenzó a montarme.

Subía y bajaba como loca, lo disfrutaba a pleno, sus manos apoyadas en mi pecho mientras ella meneaba las caderas para que la pija entrara y saliera.

En alguna ocasión yo tomaba el control, le agarraba las nalgas para que ella no se moviera y la empezaba a bombear fuerte y duro, la pija entraba y salía a toda velocidad mientras los huevos me rebotaban sin parar.

Ella gemía y gemía, me pedía que no parara, que me la cogiera duro.

Luego de un rato se salió de arriba y se puso en posición de perrito, la agarré de la cintura y nuevamente se la metí.

Ahora era yo el que dominaba, y así lo hice, la bombeaba fuerte, sus nalgas rebotaban contra mí al ritmo de las embestidas, ella no paraba de gemir, le encantaba.

Yo le agarraba el pelo y era cuando más lo disfrutaba, le fascinaba que yo tomara el control, seguía y seguía cogiéndola sin parar, alguna que otra nalgada le di y le gustaba.

Cambiamos de posición un par de veces más hasta que me dijo con la voz totalmente agitada:

—Haceme la cola.

La miré fijo, con la pija toda mojada y dura. Ella se arqueó, se puso en cuatro de nuevo y abrió bien las piernas, se llevó una mano a la cola y se la abrió apenas, dejándome la vista de ese ojete apretadito.

Me acomodé atrás, le escupí el culo y con la punta de la pija la empecé a rozar despacio. Ella gemía, se mordía los labios, estaba desesperada.

Empujé despacio, su culo la fue recibiendo de a poco, sentía cómo se le iba abriendo el orto mientras yo le iba metiendo la verga.

Ella soltó un grito fuerte mezclado de dolor y placer, me pidió que no parara. Seguí entrando hasta que la tuvo toda adentro, el calor y lo apretado de ese ojete me volvían loco.

La empecé a embestir cada vez más fuerte, mis huevos chocaban contra su concha mojada, ella gritaba que le encantaba, que la cogiera por el culo bien duro.

Le agarraba la cintura y no la dejaba escaparse, mis embestidas eran cada vez más rápidas, ella gemía y gemía, con la cara hundida en la almohada, disfrutando que la rompiera por atrás.

No podía más, la tenía toda para mí, esa cola redonda rebotando contra mi pija. Yo transpiraba, la miraba y sentía que me iba a acabar en cualquier momento.

Ella estaba completamente entregada, la tenía en cuatro con la cola bien abierta para mí. Cada vez que se la metía por atrás soltaba un gemido más sucio que el anterior, como si no pudiera decidir si quería que aflojara o que le diera todavía más duro.

Mis manos le apretaban las nalgas y la pija entraba y salía de ese culo estrecho, bien cerrado, que me apretaba riquísimo. Sentía cómo me la tragaba de a poco, hasta el fondo, y el calor que me envolvía me tenía al borde.

Ella miraba de costado, con la cara totalmente perdida en el morbo, y entre gemidos me dijo con voz entrecortada:

—Dame toda la leche adentro del culo, no saques la pija… llename bien.

Esas palabras me volvieron loco. La seguí bombeando con fuerza, dándole nalgadas, hasta que sentí que ya no aguantaba más y estallé adentro de su cola, acabando con toda la leche en ese orto caliente, mientras ella apretaba el culo con fuerza para que no se escapara ni una gota.

Después de la intensa sesión, nos quedamos un rato sobre la cama, respirando aún agitados, con los cuerpos entrelazados y las manos recorriéndose suavemente.

La música de fondo se había apagado, pero el calor permanecía, abrazados y compartiendo sonrisas cómplices.

Ella rompió el silencio con una voz suave y seductora:

—Si querés, podés quedarte, así podemos arrancar muy bien la mañana.

Sonreí, y sin pensarlo dos veces le dije que sí. Nos acomodamos juntos, encontrando la posición perfecta para dormir, con la sensación de haber compartido algo profundo y carnal a la vez.

Mientras me quedaba dormido mi mente aún ardía, imaginando cómo sería despertar junto a ella y dejar que la pasión de la mañana nos desbordara de nuevo.

Pronto lo iba a descubrir, pero eso lo dejo para otro día.

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2 COMENTARIOS

  1. Buenisima tu historia!! es lindo cuando te crees gabilan y terminas siendo paloma como dice la cancion.
    en cuanto al comentario de Juliana: yo estoy del otro lado me encantan las chicas jovenes y verlas disfrutar sin restricciones
    me hace disfrutar a mi . La edad bien llevada da sus frutos en la paciencia, la no urgencia en penetrar
    creando una atmosfera placentera, me encanta recorrer con mi boca todo el cuerpo femenino y ser
    un expectador privilegiado en el disfrute de la compañia de turno, tengo71 años y siempre fui de largos
    tiempos de serruche y eso es un plus que me dio muchisimas satisfacciones,

  2. Me hiciste recordar.
    Me ha encantado salir con mayores.
    Revisa mis relatos.
    Tu cajera ni hizo recordar.

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