La cajera del súper (2)

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Habrá pasado media hora desde que ella se quedó dormida, respirando tranquila después de esa cogida brutal. Yo, en cambio, por más que intenté, no lograba cerrar los ojos. Los sonidos de sus gemidos seguían retumbando en mi cabeza, como un eco imposible de apagar, y las imágenes de cómo se me entregó me pasaban una y otra vez, calentándome más de la cuenta.

El panorama no ayudaba a relajarme: ella estaba ahí, acostada de costado, desnuda por completo, sin una sábana encima por el calor que hacía. Tenía toda esa cola hermosa a la vista, apenas iluminada por las luces de la calle que se colaba por la ventana. No podía dejar de mirarla, de recorrerla con los ojos, con esa mezcla de ternura y morbo que me estaba partiendo al medio.

De golpe, sentí esa necesidad bruta, imposible de aguantar. No entendía por qué, si ya me había destruido cogiendo con ella hacía un rato. Pero la pija seguía dura, palpitando, pidiéndome acción. Así que, con cuidado para no interrumpirle el sueño, empecé a pajearme despacio, mirándola, recordando sus gemidos, cómo se movía, cómo me lo pedía. El calor de la habitación, su cuerpo desnudo tan cerca, todo me hacía arder.

Después de unos minutos ya no aguantaba más. Me levanté apurado y me fui al baño, porque estaba a punto de explotar. Apenas me puse frente al inodoro, una descarga espesa de leche me salió al instante, acompañada de un gemido ahogado que se me escapó de la garganta. Sentí ese placer recorrerme de golpe, fuerte, liberador. Me apoyé un segundo, me limpié rápido y volví al cuarto.

Ella seguía dormida, como si nada. Me acosté de nuevo y me acurruqué detrás suyo. Instintivamente, todavía en sueños, ella pegó su cuerpo caliente contra el mío, y ese gesto me terminó de desarmar. Cerré los ojos, por fin con calma, y me dejé llevar hasta dormirme.

Nos despertamos casi al mismo tiempo, serían cerca de las diez. Ella tenía una sonrisa preciosa dibujada en la cara, y yo no pude evitar quedarme un segundo mirándola.

—Buenos días —le dije.

—Buenos días —me respondió suave—, ¿dormiste bien?

—Como nunca en años —le contesté, con una sinceridad que hasta a mí me sorprendió.

Nos quedamos un rato acariciándonos, viéndonos fijo a los ojos, sin necesidad de decir mucho más. De repente, con esa picardía natural que la hacía tan distinta, me dijo:

—Me voy a dar una ducha… mirá que hay lugar para dos por si me querés acompañar.

Obvio que no podía rechazar esa invitación.

Fuimos al baño. Ella abrió el grifo y dejó correr el agua hasta que la lluvia salió en su punto justo. Yo la observaba, sin poder apartar la mirada de esa desnudez perfecta. Se metió bajo el chorro y dejó que el agua la empapara. Al rato se dio vuelta, me miró con esos ojos cargados de morbo, y sin decir una palabra, con un simple movimiento de su dedo índice, me invitó a entrar.

Me metí detrás suyo. Ella se dio vuelta, y el agua resbalando por su piel me dejó la pija dura al instante. Me pidió que le enjabonara la espalda, y lo hice con gusto. Puse jabón líquido en mis manos y se lo esparcí lento, disfrutando de esa piel suave, de seda. El instinto me ganó y le pasé también por sus nalgas. Apenas se las toqué, ella empezó a arquearse, sabía que yo estaba pronto para degustarla.

Comenzó a acercarse, hasta que los labios de su concha tocaron la cabeza de mi verga. Estaba ardiente. Mientras la enjabonaba, se meneaba despacito, masajeándome la punta con su concha mojada. No pude resistir más: empecé a empujar suave, como pidiendo permiso. Y ella, sin oponerse, simplemente se fue abriendo, dejándome entrar.

Cuando se la terminé de meter, soltó un gemido fuerte, delicioso, apoyó las manos contra la cerámica, arqueó el cuerpo un poco mas y me dijo con voz suplicante:

—Cogeme fuerte como anoche.

La tomé de la cintura y le di duro, rápido, sin contemplaciones. El agua de la ducha salpicaba por todos lados mientras mis embestidas la hacían gemir con un placer animal. Sus gemidos llenaban el baño, mezclándose con el ruido del agua. A veces le agarraba la cintura, otras me llenaba las manos con sus tetas mojadas, mientras mi pija entraba y salía de su concha apretada sin descanso.

—Cogeme más… más… —me pedía jadeando, con la voz quebrada por el placer.

Yo ya no aguantaba más. El cuerpo me ardía de calentura.

—Me voy a acabar… —alcancé a decir.

—Sí… sí… acabame, dale… llename de leche… —me gritó, desesperada.

Exploté adentro de ella. Sentí cómo le descargaba toda mi leche en lo más profundo, mientras ella soltaba otro grito agudo, estremecida:

—¡Ahhh… síii!

Su concha me apretaba como una garra húmeda, ordeñándome hasta la última gota. Cuando finalmente me salí, ella se dio vuelta, me miró fija a los ojos y luego bajó la mirada hacia mi pija todavía palpitante. Sin pensarlo, se agachó y me la chupó despacito, limpiándome con la boca, como un broche perfecto para el mañanero más sucio y delicioso que había tenido en mi vida.

Terminamos de bañarnos, relajados, casi riéndonos del calor del momento. Antes de salir, me dijo con naturalidad:

—Voy a preparar el desayuno, ahí me esperás.

Nos sentamos en la mesa de la cocina, todavía con el pelo húmedo de la ducha. Ella sirvió café y tostadas, todo con una naturalidad que me sorprendía después de la calentura desatada que habíamos tenido minutos antes.

La charla fue tranquila, casi como si nos conociéramos de toda la vida. Reímos de pavadas, comentamos cosas del día a día, pero en medio de esa calma me soltó, mirándome seria:

—Quiero dejarte en claro algo… esto es solo por hoy. No se va a repetir. Yo quería sacarme las ganas contigo, nada más.

La miré y asentí, sin dudar. Yo estaba en la misma sintonía, recién divorciado, sin ganas de compromisos ni de historias largas. Lo mío también era simple: disfrutarla, aunque fuera una sola vez, quemar ese deseo animal que nos había explotado encima.

—Estamos iguales entonces —le respondí, con una sonrisa tranquila.

Con las cartas sobre la mesa, todo era más fácil, más libre. Ella dio un sorbo a su café y agregó:

—A las dos tengo que entrar a trabajar, arranco el turno en el súper.

Se hizo un silencio corto, y de repente, con esa picardía suya, me soltó:

—Es cadi mediodía… elegí: almorzamos… ¿o me cogés una vez más?

No necesité pensarlo ni un segundo. El “menú carnal” era la opción obvia. Sonreí de costado y ella entendió todo sin que dijera palabra. Nos levantamos casi al mismo tiempo y fuimos directo al dormitorio, sabiendo que se venía la despedida perfecta.

Apenas entramos al dormitorio la agarré de la cintura, la atraje contra mi cuerpo y la besé con una pasión salvaje, sabiendo que era la última vez que iba a probar esos labios.

Esta vez yo iba a tener el control, me nacía de adentro. Mientras la besaba, mis manos ya estaban bajando su ropa. Solo tenía un top cortito y un shortcito, nada más, sin ropa interior. Era como si me estuviera esperando.

La desnudé en segundos y la tumbé sobre la cama. Ella, al ver mi actitud animal, abrió las piernas sin dudar, ofreciéndome esa conchita mojada, invitándome a devorarla. Me saqué lo único que tenía puesto, la bata prestada y el bóxer, y mi pija quedó bien dura, palpitante. Ella se arrimó al borde de la cama con las piernas abiertas, mostrando claramente lo que quería: que se la metiera ya.

Pero no, todavía no. Mi cara fue directo a su entrepierna. Empecé a chuparle la concha con una intensidad desmedida. Estaba empapada, ardiente. Le mordí el clítoris con fuerza, le pasé la lengua por toda la concha, arriba, abajo, bien profundo, mientras metía uno y luego dos dedos, bombeándola con la mano para arrancarle cada gemido.

Ella se retorcía, se arqueaba contra el colchón, me agarraba la cabeza con desesperación y me apretaba contra su concha, como si quisiera fundirme ahí. No quería que parara. Yo le seguía metiendo dedos y lengua sin descanso, hasta que la calentura la venció: de golpe, un chorro abundante me mojó toda la cara y la cama. Un squirt violento, hermoso, mientras ella gritaba de placer con los ojos cerrados y la boca abierta.

Su cara en ese momento era cine, puro éxtasis. Quedó agitada, jadeando boca arriba, mirando al techo como si no pudiera creer lo que le acababa de pasar. Y yo recién estaba empezando, lo que venía iba a ser la despedida más sucia y salvaje de todas.

Me subí sobre ella, le rocé apenas la concha con la pija y, sin pedir permiso, se la metí de una, fuerte. El primer golpe contra su cuerpo la hizo gemir de nuevo, con ese sonido sucio que me enloquecía. Empecé a darle embestidas rítmicas: fuertes, suaves, otra vez fuertes, hasta el fondo, sintiendo mis huevos rebotar contra su piel mientras sus tetas se movían al mismo compás de cada entrada.

En un momento se la saqué y la di vuelta. Quedó boca abajo sobre el colchón, y automáticamente levantó la cola, ofreciéndome esa postura perfecta. Así, en cuatro, volví a penetrarle la concha con fuerza, mezclando empujes suaves y otros más violentos. Ella mordía la sábana, me pedía más, disfrutaba que yo la dominara. La agarraba del pelo con ambas manos mientras la cogía sin parar, y el sonido de sus gemidos mezclados con el choque de nuestros cuerpos era pura música sucia.

Al rato le saqué la verga de la concha, la tumbé otra vez boca abajo y, con mis manos, le abrí bien las nalgas. Tenía el culo ahí, hermoso, expuesto. Le escupí el ano, pasé un dedo alrededor y apoyé la punta de mi pija. Ella sabía lo que se venía, y se entregó. Su culito se fue abriendo lento, tragándose cada centímetro de mí hasta que entré del todo.

—Siii… cogeme el culo —me gritó con un gemido desgarrado.

Y eso hice. Primero despacio, y después más fuerte, hasta que su ojete dilatado me la chupaba como una boca. Cada gemido suyo era más intenso que el anterior. La cogía con todo, dándole alguna nalgada que ella disfrutaba mientras el sonido húmedo de mi verga entrando y saliendo de su culo llenaba la habitación. La imagen era espectacular, mi pija desapareciendo dentro de su ojete caliente una y otra vez.

Ya no podía aguantar mucho más. Sentí esa urgencia final, esa necesidad de vaciarme otra vez.

—Me acabo… —le dije jadeando.

Ella se detuvo, se la sacó de adentro y se bajó de la cama. Se arrodilló al borde, con una mirada morbosa, y me dijo:

—Vení.

Me puse frente a ella, con la pija dura, y comenzó a pajearme mientras me miraba con esos ojos negros cargados de lujuria.

—Acabame en las tetas —me suplicó, acelerando más fuerte la paja.

Era el final ideal. No pude resistir. Toda mi leche salió disparada, cayendo directo en sus tetas, chorreándole por la piel mientras ella sonreía satisfecha. Con sus manos se esparció el semen por todo el cuerpo, mientras se reía con esa cara de triunfo que me volvía loco.

Nos reímos juntos, nos miramos un instante en silencio, y enseguida me dijo:

—Me baño y nos vamos, porque voy a llegar tarde.

Ella se bañó rápido, se puso el uniforme de cajera y esperó a que yo me vistiera. Salimos, y la llevé en el auto hasta el súper. A una cuadra de la entrada me pidió que la dejara. Nos dimos un beso cordial y me dijo:

—Gracias por la cita.

—Gracias a vos —le contesté.

Se bajó sin mirar atrás. Yo me quedé esperando a que entrara, y cuando la perdí de vista, agarré el celular. Quise mandarle un mensaje, pero me encontré con la sorpresa: me había bloqueado.

Lo que había quedado claro en la mañana —que esto era solo sexo, un día, nada más— se confirmaba ahora sin lugar a dudas. Arranqué el auto y me fui, con la certeza de que no iba a repetirse.

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