La niñera (2)

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Luis se tomó el día. Eso lo supe recién cuando llegué y vi la casa vacía. Ni la esposa, ni el nene. Todo en silencio.

Me abrió en jogging, con cara de cansado, apoyado en el marco de la puerta como si recién se hubiese despertado.

—No te avisé que hoy no hacía falta que vinieras… —dijo, tranquilo. Me miró de arriba abajo.

Yo tenía una calza apretada, una remera básica y el pelo atado. Como siempre.

Fruncí el ceño. Me dieron ganas de irme en ese momento.

—¿Y para qué me hiciste venir, entonces?

Se encogió de hombros.

—Acompañame un rato. Te pago igual, no te hagas drama. ¿Tenés algo mejor que hacer?

Me reí.

—No soy tu entretenimiento, Luis.

Me invitó a pasar. Lo hice por costumbre. Por idiota. Me senté en la cocina, crucé las piernas. Él puso la pava, como si fuésemos amigos.

—Escuchá. Te quiero hacer una propuesta. Mirá… me calentás. Ya lo sabés. Te pago bien. Podemos vernos… aparte. Sin complicaciones. Vos cobrás, yo me saco las ganas. Gana todo el mundo.

Lo miré sin parpadear.

—¿Te pensás que quiero ser tu puta fija ahora? ¿Eso pensás?

Luis no se inmutó. El muy hijo de puta no se inmuta nunca.

—Vos sabés cómo te trato. Y te encanta —me dijo.

Agarré la mochila. Me fui derecho a la puerta. Ni le contesté.

Quería irme, dejar atrás esa casa con olor a morbo, a sueldo pagado en negro y a vergüenza.

Pero cuando agarré la manija, él apareció detrás. Despacio. Apoyó la mano en la puerta, la cerró con suavidad.

No me empujó. No me tocó fuerte. Pero quedé encerrada. Su cuerpo atrás. Su respiración en mi nuca.

—Abrime, Luis —le dije, sin fuerza. Me temblaba la voz.

No contestó. Sentí cómo me rozaba el cuello con la nariz. Apenas. Ese calor húmedo que me recorría la espalda.

Cerré los ojos. Me odié por no gritarle. Por no abrir la puerta igual. Por quedarme ahí, tiesa, sintiendo que mi cuerpo le pertenecía más de lo que quería admitir.

Él cerró con llave. Yo no hice nada.

Me guio hasta el living sin decir una palabra. Caminé como una zombi, con las piernas blandas, la garganta apretada.

Cuando llegamos, me empujó suave y caí sentada en el sillón. Las piernas abiertas, la respiración agitada. El corazón golpeándome en el pecho.

Se arrodilló frente a mí. Me bajó la calza con movimientos firmes.

Yo no lo detuve. Le agarré la cabeza con las dos manos, como si eso me devolviera algo de control. Pero no. Nada.

Luis me comió la concha con bronca. Con furia. Me metió los dedos como si me estuviera castigando. Yo me retorcí. Me quería cerrar, pero él me tenía sujeta.

Me masturbaba duro, cruel. Sentía los músculos tensos, la humedad desbordándome, el cuerpo pidiéndole más. Yo no quería. Pero sí.

Cuando estaba al borde, cuando me ardían las piernas y sentía que me iba a ir, me sacó los dedos de golpe. Me los metió en la boca.

—Chupá, putita —me dijo.

Le blanqueé los ojos, lo odié. Pero le chupé los dedos como una hambrienta. Me dio una cachetada.

—No me mires así, si te encanta.

Me levantó la remera. Me bajó el corpiño. Me agarró las tetas con las dos manos, con fuerza.

Me las apretó, me las chupó como un animal desesperado. Yo gritaba. Jadeaba. Gemía como loca.

Él se paró. Se bajó el jogging. Se escupió en la mano. El hilo espeso cayó sobre la cabeza de su pija.

Se la acarició con movimientos lentos. Yo lo miraba, sin moverme. Caliente. Agitada.

Se agachó, la apuntó a mi concha empapada y me la metió de un solo empuje. Grité. Me arqueé. Ya no había vuelta atrás.

—Tenías ganas de que te rompa, pedazo de puta —dijo.

— Mirá cómo te entregás. Te hacés la linda, pero te gusta que te usen— siguió gruñendo.

Yo solté un gemido. Lo insulté, apenas.

Me levantó con fuerza. Me apoyó sobre la mesa. Me abrió las piernas con la rodilla. Me apoyó la pija justo en la entrada, la movió en círculos y la metió.

—Pagada o no, te encanta que te hagan mierda. Así se trata a una puta como vos.

—Pelotudo… —le dije entre dientes, gimiendo.

Me tiró del pelo con fuerza. Me hizo doler. Me calló.

Después me agarró la cabeza. Me la bajó hasta su pija y me la metió en la boca.

Me dio cachetazos suaves con el bulto. Me obligó a chupársela mientras se sujetaba del borde de la mesa.

Yo no podía respirar. Me ahogaba. Él no paraba.

Cuando me vio lagrimear, me sacó. Me levantó de un tirón. Me apoyó contra la pared.

Me agarró de las caderas. Me cogió contra el revoque, fuerte, salvaje.

El ruido de su cuerpo contra el mío retumbaba en las paredes. Yo gemía, apenas podía sostenerme.

Me agarró del cuello con una mano. Me apretó mientras me bombeaba con furia. Yo estaba entregada.

Cuando sintió que se venía, me empujó más. Me llenó la concha de leche con un gemido ronco, jadeando sobre mi cuello.

Yo me quedé ahí. Apoyada. Deshecha.

Después, me acomodé en silencio. Me puse la ropa. Todavía sentía su semen goteando entre mis piernas.

Él me acomodó el pelo. Se quedó mirándome desde atrás mientras se pajeaba con lo que le quedaba de semen en la pija.

Me limpié con una toalla cualquiera.

—Así me gusta, calladita —dijo.

Tiró unos billetes arrugados sobre la mesa. No dijo más nada.

Los agarré. Lo miré. Lo guardé. Me quedé un segundo en la puerta.

—No soy tu puta —le dije sin mirarlo.

—Volvé cuando quieras —respondió.

—Esto no pasó —le contesté.

Y me fui.

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