La piel morena de mi exsuegra y el sabor sucio de su traición

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Calzones usados y axilas morenas.

Silvia no era mi tipo… o eso me repetía yo a los 18 años cuando salía con su hija. Andrea fue mi primera novia seria. Morena clara, flaca, de sonrisa fácil. Pero aunque creía estar descubriendo el sexo con ella, en realidad lo que me consumía por dentro era el deseo reprimido por su madre.

Silvia tenía 39. Morena, de piel canela, caderas anchas, brazos gruesos, senos pesados, culo redondo y blando. Una mujer que transpiraba sin pudor. No usaba perfume, y eso era parte de su hechizo: olía a cuerpo. A casa. A carne. A día vivido. Ese olor espeso y denso que se queda en los colchones, en la ropa sucia, en los rincones. Ese que no se puede esconder con desodorante. Su aroma me desquiciaba.

Siempre me recibía con ropa de estar en casa: pantalones cortos, camisetas pegadas al torso por el calor, sin sostén. A veces tenía el cabello recogido, a veces suelto y mojado por la transpiración. Sus axilas eran velludas. Negras. Húmedas. Las mostraba sin disimulo, y yo me quedaba viéndolas fijo cada vez que levantaba los brazos para buscar algo en la alacena o colgar ropa.

Andrea salía tarde de la facultad. Yo llegaba antes. Silvia y yo tomábamos mate o café, solos, en silencio, como si fuéramos cómplices. Me gustaba verla doblar ropa en la sala. Me encantaba cuando entre la pila asomaba una tanga negra, vieja, con el elástico vencido y una pequeña mancha blanca seca en el centro. Me quedaba mirando. Ella lo notaba, pero nunca decía nada. Solo sonreía.

Esa noche, en mi cuarto, me masturbé con esa imagen: el calzón usado entre mis dedos, la axila abierta sobre mi boca, su vientre blando apoyado contra el mío.

Mi relación con Andrea duró dos años. Terminó sin escándalos. Pero Silvia me quedó incrustada como una espina. Ella fue mi verdadero duelo.

Pasaron ocho años. Me convertí en diplomático. Viajé, trabajé, envejecí un poco. Pero nunca la olvidé.

Un viernes de diciembre, con ánimo bajo y necesidad de distracción, fui a un bar que ya no recordaba bien. “Sounder”. Música fuerte, gente madura, grupos de mujeres bailando sin culpa. Y entonces, la vi.

Silvia. Más morena que antes. Más ancha. Más viva. Vestía un vestido ajustado que dejaba ver sus piernas gruesas, sus tobillos fuertes, sus pies metidos en unas sandalias plateadas que le abrazaban los dedos sudados. El escote mostraba el canal de sus senos pesados. Bailaba. Reía. Sus axilas se abrían al ritmo de la música, oscuras y mojadas, naturales. Me quedé sin aliento.

Ella tardó en verme. Cuando nuestros ojos se cruzaron, se le iluminó el rostro. Se acercó, me saludó con un beso largo y húmedo en la mejilla, y me apretó la cintura como quien saluda a un viejo amante. Su olor a piel mojada, mezclado con la humedad de la noche, me dio un vuelco en la entrepierna.

Pedimos copas. Luego otra botella. Me contó que estaba casada de nuevo, con un hombre mayor, que ya ni la tocaba. Yo le hablé de mis viajes, de mi aburrimiento con las mujeres de cartón que conocía. Ella me miraba, como si supiera.

Bailamos. Le puse la mano en la espalda baja. Ella no se corrió. Pegó su culo contra mí y me lo restregó al ritmo de la cumbia. Yo le hablaba al oído, lento:

—Siempre quise saber cómo olés después de un día largo.

Ella no contestó. Solo me miró con una sonrisa torcida.

A eso de las cuatro, se quedó sola. Sus amigas se fueron. Le propuse llevarla. Aceptó sin dudar. En el coche, saqué otra botella de champagne. Ella la tomó del pico. Se rio. Me puso la mano en la pierna y sin aviso me desabrochó el pantalón.

—No hables —me dijo—. Solo dejame olerte.

Me la sacó. La olió. Me la lamió despacio. Con hambre vieja. Con lengua espesa. Mientras manejaba hacia el motel, ella no se detuvo.

En la habitación no hubo charlas. Le levanté el vestido. No tenía nada abajo. Estaba mojada. Y su olor era tal como lo había soñado: a transpiración rancia, a deseo guardado, a rajita apretada que estuvo húmeda todo el día.

Le lamí el cuerpo entero sin que se limpiara. Axilas, pies, vientre, culo. Ella me dejaba. Me guiaba. Me ofrecía su carne como quien ofrece un plato caliente.

—Siempre quise que me espiaras más —me dijo entre gemidos—. Dejaba mis tangas sucias a propósito. Me calentaba saber que podías tocarlas.

Me la cogí como si fuera la única mujer del mundo. Le acabé adentro. Me abrazó. No se limpió. Se durmió oliendo a mí.

Desde esa noche, Silvia fue mía.

La veía en su casa cuando su marido no estaba. Me cocinaba en tanga. Me pedía que no la dejara bañarse. Que la follara con todo encima. Me dejaba sus calzones usados en el auto. A veces me los metía en la boca mientras la montaba.

Una vez llamó a su esposo desde mi cama, con mi polla metida en su culo. Le habló con voz dulce, como si nada.

—Sí, mi amor. Ya casi salgo. Me retrasé en la reunión.

Me besó mientras colgaba y me dijo:

—Sos mi vicio. Y no pienso dejarte.

Fueron años de sexo crudo. Ella y yo. Yo y su cuerpo. La piel morena, el sudor, el vello, los olores. Todo eso que la sociedad esconde… yo lo adoraba.

Silvia fue la mujer que más me marcó. Me hizo amar lo real, lo sucio, lo que se huele antes que se ve. Me enseñó que la piel guarda memoria. Que hay cuerpos que, cuando te tocan, se te quedan adentro para siempre.

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