La tentación vive abajo (1)

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T. Lectura: 4 min.

En el bloque de viviendas donde vivía, todo parecía rutinario… hasta que ella llegó. Paula. Tercera planta. Morena, curvas de vértigo, sonrisa peligrosa. Cada vez que salía al pasillo, el aire cambiaba. Era como si el edificio entero se quedara en silencio solo para observarla.

Yo, Jaime, vivía en el cuarto. Cada vez que la veía en el ascensor o en la lavandería del sótano, mi mente se llenaba de ideas que no tenían nada de inocentes. Paula tenía una forma de moverse que parecía diseñada para provocar. Y yo, presa de esa tentación, pasaba más tiempo de lo necesario merodeando cerca de su piso.

Una noche, después de una ducha fría y una cena sin sabor, oí golpes en la puerta. Era Paula. Camiseta ajustada, sin sostén, y un short mínimo.

—Se me ha roto la llave en la cerradura —dijo, mordiéndose el labio—. ¿Puedo esperar aquí mientras llega el cerrajero?

—Claro —contesté, intentando que mi voz no revelara el terremoto que me sacudía por dentro.

Se sentó en mi sofá como si fuera su casa, cruzó las piernas y me miró con esos ojos oscuros.

—Hace calor aquí —murmuró, deslizándose la camiseta por encima del ombligo. No necesitaba decir más.

Me acerqué. Podía oler su perfume, una mezcla de vainilla y peligro.

—Siempre me pregunté —susurró mientras mis dedos rozaban su cintura— si el vecino de arriba sería tan atrevido como parece.

No le respondí con palabras. La besé. Y ella respondió con una pasión contenida, como si también hubiera fantaseado muchas noches con este momento. Su cuerpo se arqueó contra el mío, pidiéndolo todo. Y se lo di, sin reservas.

La tentación vivía abajo, y esa noche, finalmente, crucé la línea.

La besé con hambre. Paula no se contuvo. Se aferró a mi nuca mientras nuestras bocas se buscaban desesperadas. Sus labios sabían a deseo reprimido. Mis manos recorrieron su espalda, bajaron por su cintura hasta encontrar la curva perfecta de sus caderas. El calor de su cuerpo traspasaba la fina tela de su short, y sentí cómo ella se pegaba más, buscando fricción, buscando más.

—Desde que me mudé te he imaginado así… —murmuró contra mi oído, mientras mis dedos jugaban con la cintura de su camiseta.

Se la quité en un movimiento rápido. Sus uñas rasguñaron levemente mi pecho, como marcando su territorio. Yo no podía más. Deslicé sus shorts hacia abajo y los dejé caer. No llevaba nada debajo. Su piel morena brillaba bajo la luz tenue del salón. Se sentó a horcajadas sobre mí, con una sonrisa maliciosa.

—¿Esto es lo que querías, vecino?

Sus caderas empezaron a moverse lentas, provocadoras, sobre la dureza que ya me dolía dentro del pantalón. Jadeé. Ella me miró con superioridad, disfrutando el control… por ahora.

Mis manos bajaron por su espalda hasta agarrarla con fuerza. La levanté en brazos y la llevé a mi habitación. La dejé sobre la cama y me deshice de mi ropa. Paula me miraba con deseo, mordiéndose el labio inferior mientras abría las piernas, invitándome a entrar en su mundo.

Me acerqué despacio, rozando su piel con mis labios. Besé su cuello, sus clavículas, bajando poco a poco, sintiendo cómo su respiración se volvía errática. Llegué a sus pechos, firmes, perfectos, y jugué con ellos mientras ella gemía suave, pidiendo más.

La lengua encontró su punto más húmedo, más sensible. Paula se arqueó sobre la cama, apretando las sábanas, gimiendo mi nombre con una dulzura que contrastaba con la lujuria que se apoderaba de nosotros.

Cuando al fin entré en ella, el mundo dejó de existir. Todo se redujo a nuestros cuerpos, a los movimientos rítmicos, al sudor que empezaba a brillar sobre nuestras pieles. Paula me abrazaba con las piernas, clavando las uñas en mi espalda, perdiendo el control en cada embestida.

—Más… Jaime… no pares…

Y no lo hice. La llevé al límite una y otra vez. Hasta que nuestros cuerpos colapsaron juntos, exhaustos, satisfechos, envueltos en ese calor que solo deja el deseo cumplido.

Silencio. Respiraciones entrecortadas.

—Definitivamente —susurró Paula con una sonrisa—, el vecino de arriba vale la pena.

Aún desnudos, tumbados sobre las sábanas arrugadas, Paula me miraba con esa mezcla de picardía y deseo insaciable. Su piel todavía ardía bajo mis caricias, y su respiración apenas comenzaba a calmarse. Pero yo ya sabía, por la forma en que me acariciaba el pecho con la punta de sus dedos, que no había terminado. No habíamos terminado.

Se deslizó lentamente sobre mí, montándome de nuevo con una suavidad felina, frotándose contra mi cuerpo, sintiendo cómo volvía a endurecerse entre sus muslos.

—¿Creías que con una vez bastaba? —susurró en mi oído—. No sabes cuántas noches me he tocado pensando en esto…

Sus palabras fueron un disparo directo a mis entrañas. Me giré con fuerza, dejándola debajo de nuevo, y la besé con furia. Paula abrió las piernas sin resistencia, mojada, cálida, lista para recibirme otra vez. Esta vez entré más despacio, con un control casi doloroso, queriendo saborear cada centímetro de ella, escuchar cada gemido, cada jadeo que escapaba de su boca entreabierta.

Moví mis caderas con ritmo profundo, firme, sintiendo cómo su cuerpo se adaptaba perfectamente al mío. Paula me arañaba la espalda, sus piernas se cerraban sobre mis caderas, y sus caderas se alzaban para encontrar cada embestida con una sincronía que me volvía loco.

—Así… sí… más profundo…

Aceleré el ritmo. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación, mezclado con sus gemidos cada vez más intensos. Me incliné para lamer su cuello, morder sus pechos, hundirme en cada rincón de ella mientras la pasión nos devoraba.

Paula se aferraba a mí como si se fuera a romper. Sus ojos cerrados, su boca abierta, su cuerpo temblando debajo del mío. La sentí llegar, estremecida, húmeda, convulsionando de placer. Pero yo no paré. La giré sobre sí misma y la tomé desde atrás, sujetándola de la cintura, mirando cómo su espalda se curvaba y su cabello caía en cascada mientras volvía a gemir mi nombre, aún más fuerte que antes.

—Jaime… no pares… me vuelves loca…

Cada golpe era más profundo, más intenso. Sentía cómo se apretaba alrededor de mí, caliente, perfecta. Yo también estaba al borde, y cuando mis manos se aferraron a sus caderas, cuando nuestras respiraciones se convirtieron en jadeos salvajes, explotamos juntos en un grito ahogado que quedó perdido entre las paredes de la habitación.

Caímos, agotados, sudorosos, satisfechos.

Y entre risas, Paula dijo, con voz ronca:

—Deberías bajar más seguido… o quizás… yo subir más.

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