La última tarde

1
4230
3
T. Lectura: 6 min.

Una tarde decidiste traerte a un amigo y compartirme con él. Y yo me dejé hacer como siempre…

Ahí estaba yo, a cuatro patas sobre la cama, chupándote la polla mientras tu amigo me daba por el culo, con la luz de la tarde de finales de invierno entrando por el espacio que le dejaba la persiana a media asta. Tú jadeabas, y mirabas de vez en cuando hacia la ventana, complacido en tu retorcido sentido del humor de que a escasos veinte metros de nosotros, en el bloque de enfrente, tu mujer veía la tele tranquilamente sin saber, me imagino, que estabas dándote un homenaje con la boca de ese vecino gordo de enfrente que lleva esas pintas tan raras.

Tu polla estaba muy dura en ese momento, sentía el perfil abultado de sus venas, notaba su palpitación que se acompasaba con tu respiración pesada y jadeante. Tu glande sabía a una mezcla vaga de sudor, gel de baño, semen reseco y orina, y aun así yo lo lamía con deleite mirándote a los ojos para luego cerrar mis labios pringosos de saliva y de presemen sobre él y deslizarlos por todo el tronco de tu miembro hasta acariciar con ellos tus cojones peludos y desparramados.

La polla de tu colega, no muy grande pero sí terriblemente dura, entraba y salía de mi ano haciendo un ruido resbaladizo, sus manos crispadas agarrando sus caderas, sus huevos gordos y duros chocando contra los míos. De vez en cuando la cabeza de su tarugo acertaba, por casualidad supongo, a golpear contra algún punto especialmente sensible de mis entrañas (¿la próstata quizá?), haciéndome dar pequeños respingos.

Hubiese gemido de placer en los momentos en que eso ocurría, pero tú, que eres un cabrón, no me lo permitías: cuando notabas que mi cuerpo se sacudía con una ráfaga de placer empujabas tu rabo dentro de mi boca lo más profundo que podías, ahogando mis suspiros y haciendo que se me escapasen hilillos de baba que caían por tus pelotas y manchaban las sábanas de mi cama.

Sonreías, con esa sonrisa tuya condescendiente y afilada que tan poco me gusta. La misma sonrisa con la que nos habías obsequiado minutos antes, a tu amigo y a mí, mientras te comíamos la polla a dúo, con esa torpe ansiedad que hacía que nuestras lenguas se estorbasen y nuestras caras chocasen en un par de momentos. Te habían llamado por teléfono en ese momento y te habías dado el lujo de contestar y hablar como si nada con alguien (¿tu hija?, ¿tu hermano?, ¿un socio?) mientras nos mirabas ahí, arrodillados frente a ti, pasándonos tu rabo de una boca a otra, lamiéndote los huevos, besuqueando tu capullo.

Conociéndote, no me sorprendería que hubieras programado la llamada para ese preciso instante solo para hacer ese número. Igual que estoy casi seguro que tu mentado amigo era en realidad un chapero al que habías pagado para que viniera a hacer un trío con nosotros dos. Después de todo, un chaval de unos treinta años como él, al que además no había visto nunca, ni de pasada, por el pueblo, difícilmente se haría amigo de un cincuentón sabelotodo y arrogante como tú.

A saber, siempre fuiste un hijo de puta retorcido. Por suerte para ti, en todo caso, me atraías de una forma fatal e irremediable que me mortificaba y me excitaba a un tiempo.

Desde que habías empezado a tirarme los tejos por la app con esa mezcla tan tuya de falsa simpatía y auténtica arrogancia, había algo en ti, no sabría decir qué, que me excitaba terriblemente. Cuando al fin dejé de resistirme a esa sensación y te dejé venir a verme a mi casa, con discreción, claro, eras casado, y te vi allí, calvo, bajito, más bien feo, vestido con ese aire de rico de pueblo y con esa sonrisa tuya que tanto detesto, estuve a punto de sacarte de allí a ostias, pero te lanzaste casi literalmente sobre mí y empezaste a sobarme y a lamerme los pezones con un ferocidad ansiosa que me desarmó. Recuerdo que me pregunté cómo habrías averiguado tan fácilmente mi punto débil. Sigo sin saberlo, pero el caso es que lo hiciste.

Y desde entonces, yo siempre estaba cuando te apetecía echar un polvo, o que te mamaran la polla. Siempre a tu disposición, contando las horas y los días. Siempre discreto, paciente, esperando que quisieras venir a disponer de mí a tu antojo. Incluso cuando tenías un gatillazo o te corrías en medio minuto dejándome con las ganas yo me sentía extrañamente feliz de tenerte a mi lado, diciéndome toda clase de tonterías más falsas que un billete de Mortadelo, allí acurrucado junto a ti con mi cara manchada de tu esperma reposando en tu pecho velludo, sintiendo los latidos de tu corazón mientras tú me decías que me querías y que yo era tu mujer. Sintiéndome vacío cuando te ibas de mi lado. Hocicando como una perra en celo en busca de tu olor en mis sábanas.

No sé qué me hiciste, pedazo de cabrón, pero me tenías a tus pies. O será que en el fondo me va la marcha más de lo que me gusta reconocer y por eso me dejaba liar por ti cuando tenías ocurrencias como la de presentarte en mi casa por sorpresa con un supuesto amigo para compartirme con él.

Como aquella tarde.

Yo, como ya dije antes, estaba a cuatro patas con tu polla en la boca, y al cabo de unos minutos las embestidas de tu amigo se hicieron más rápidas, más violentas, más rudas. Sus gruñidos se hicieron más roncos, su respiración se entrecortaba.

-Ya no puedo más… ya… no puedo… másss… aaaah…

Y sentí cómo sus dedos se tensaban en mis caderas, su verga se sacudía convulsionando dentro de mí y su leche caliente se derramaba en mi interior. Supongo que también fue idea tuya que me follase a pelo a traición, y hubiera debido arrancarte la polla de un mordisco por cabrón, pero solo alcancé a sacármela de la boca y decir con voz ronca:

-Córrete en mi culo, que me encanta…

La facilidad con la que me convertías en una puta arrastrada me sigue asombrando a día de hoy. El amigo, una vez me hubo dejado su lefada dentro, se vistió y se fue apresuradamente porque según dijo tenía cosas que hacer. Supongo que como había acabado el trabajo por el que le habías pagado, no tenía más que hacer allí. Le acompañé a la puerta, desnudo, y le despedí con un beso apresurado.

Cuando volví a la habitación estabas de pie, tu silueta rechoncha recortándose contra la tenue luz de la tarde, tu polla más dura que nunca señalándome, su cabeza pringosa y brillante de mi saliva y tu líquido preseminal; me mirabas con ojos turbios y ardientes, tu pecho subiendo y bajando al ritmo de tu agitada respiración. Eras, más que un hombre, un animal en celo, y esa brutalidad que emanabas en momentos como aquel me llenaba de excitación: yo era tu presa, tu juguete, y me gustaba serlo, a qué negarlo a estas alturas. No tuviste ni que hablar para que yo me arrodillase a comerte la polla.

Sabía lo que deseabas, y yo deseaba más que nada complacerte. Menos mal que no se te ocurrió en aquel momento pedirme que te chupara el ojo del culo, ni hacer que te besara los pies, porque lo hubiera hecho. Lo hubiera hecho, maldita sea, y encima lo hubiera disfrutado. Habría aceptado que te me meases encima y te hubiera dado hasta las gracias, así de desquiciado me tenías.

Te miré la cara y vi que gozabas de la mamada que te estaba pegando, empezaste entonces a contarme no sé qué asquerosidades de cómo y dónde habías conocido a tu amigo y de otras andanzas tuyas que no reproduciré. Recuerdo que me diste asco, pero ese mismo asco me excitó de una forma monstruosamente irresistible. Necesitaba sentirte dentro. Necesitaba que me mancillases más todavía.

-¿No quieres follarme?

-¿Quieres que te folle, mi amor?

-Sí… lo estoy deseando.

-Pídemelo, zorra mía.

-Fóllame amor mío…

-Pídemelo por favor…

-Por favor fóllame… rómpeme el culo…

Te gustaba que te suplicase. Te encantaba verme a mí, que hubiese podido borrarte de la faz de la tierra de un sopapo, convertido en una zorra sumisa que te rogaba que me follaras, que te corrieras en mi cara, que me dieras azotes en el culo. Y yo, aunque ahora me dé reparo recordarlo, estaba feliz de darte ese gusto y de que me utilizaras como se utiliza a una muñeca hinchable o a un pañuelo con el que se limpia uno la lefa después de correrse.

Cuando consideraste que te hube suplicado lo suficiente me hiciste poner a cuatro patas sobre la cama, te pusiste un condón (tú sí te protegías, cabronazo) y me metiste la polla entera de golpe. Ya tenía el culo abierto por la follada que me acababa de dar tu amigo y me entró hasta los cojones fácilmente. La recibí con un chillido de placer, el vello se me erizó, y noté que se me caía levemente la baba. No es que la tengas muy grande tampoco, pero no sé cómo lo hacías que siempre que me la metías acertabas a clavarme la cabeza de tu rabo en un punto que al ser estimulado hacía que se me aflojasen las piernas y se me nublase la cabeza.

Me follaste sin miramientos, ayudado por la lubricación extra del esperma de tu amigo que ayudaba a tu rabo a deslizarse dentro y fuera de mi ano, dejando correr por mis muslos venillas de leche aún caliente. Me azotaste el culo con saña, y yo te pedí más. Me pusiste de pie y me follaste frente al espejo tirándome del pelo. Me tumbaste patas arriba y me follaste como se folla a una mujer, mientras me apretabas el cuello con las manos y te relamías.

Cuando se te aflojó la polla te la volví a comer, recién salida de mi culo, hasta revivirla, y luego me senté en ella y te cabalgué con rabiosa pasión mientras me estrujabas las tetas y me llamabas “puta mía”. Me jodiste en todas las posturas que se te antojaron hasta cansarte, y luego caíste sobre la cama como un fardo, sudoroso, jadeante, visiblemente feliz de haber hecho conmigo lo que habías querido, como siempre.

Yo me recosté con la cabeza en tu pecho, abandonado a la caricia de tu vello en mi cara, al sonido rítmico de tu respiración, a la sensación de dolor palpitante de mi ano, a la cálida felicidad que me daba estar así junto a ti, acurrucados en el aire caliente y viciado de la habitación. Me besaste, me prometiste no sé cuántas cosas, me pusiste cachondo otra vez y cuando yo ya estaba pidiéndote la repetición de la jugada te fuiste porque se te había hecho tarde y tu mujer podía mosquearse. Te despedí con un beso largo y desesperado, y cuando cerraste la puerta y te fuiste sentí, quién sabe por qué, que una parte de mí mismo se iba detrás de ti para no volver.

No quedé más contigo. No quise. Me suplicaste, me atosigaste, me obligaste a amenazarme con chotárselo todo a tu mujer antes de soltar la presa. Lo gané en tranquilidad, pero desde entonces cada vez que quedo con un tipo casado, algo mayor que yo, que queda conmigo en secreto y con prisas, no puedo evitar portarme como una zorra en celo dispuesta a aceptar de buen grado cualquier cerdada. Así que cuando se presentan en mi casa con un travesti chapero para hacer un trío o se van dejándome con el culo abierto y la cara pringada de lefa o de meada no puedo evitar acordarme de ti. Y no sé si maldecirte o darte las gracias.

Loading

1 COMENTARIO

  1. yo tuve un macho y en la pandemia lo perdi yo ponia el culo y el la pija y me daba inmisericorde fue hermoso

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí