Era una tarde de viernes calurosa en el barrio, de esas en las que el sol se filtra por las persianas como un invitado indiscreto. Yo, un tipo de treinta y tantos, soltero y con la rutina de un oficinista que sueña con aventuras, acababa de llegar a mi apartamento cuando la vi. Doña Elena, mi vecina del piso de abajo, una mujer de sesenta años que parecía desafiar el tiempo con una gracia felina.
Sus formas generosas —pechos pesados y redondos que tensaban las blusas de algodón, caderas anchas que se mecían al caminar como un reloj de arena viviente, y un culo firme que llenaba los jeans ajustados— siempre me habían llamado la atención. No era una belleza de revista, pero tenía esa madurez carnosa, esa piel oliva salpicada de pecas leves y un pelo negro azabache recogido en un moño desordenado que gritaba “experiencia”.
La encontré en el pasillo, cargando bolsas de la compra, con un vestido floreado que se adhería a su cuerpo sudado por el calor. “¡Vecino! ¿Me ayudas con esto? Entra a casa, te invito un cafecito fresco. Hace un bochorno que no se aguanta”, dijo con esa voz ronca, como miel derramada sobre grava, mientras me guiñaba un ojo. No pude negarme. ¿Cómo hacerlo cuando sus labios carnosos se curvaban en una sonrisa que prometía más que una simple bebida?
Entramos a su apartamento, un lugar acogedor con muebles de madera oscura, cortinas pesadas que filtraban la luz en un resplandor ámbar, y un aroma a vainilla y jazmín que flotaba en el aire. Me indicó el sofá mullido, de esos que te envuelven como un abrazo pecaminoso, y desapareció en la cocina. Regresó con dos tazas humeantes, pero el café era solo un pretexto. Se sentó a mi lado, demasiado cerca, cruzando las piernas de modo que el dobladillo del vestido se subiera un poco, revelando muslos gruesos y suaves, marcados por venas sutiles que contaban historias de vida plena.
Hablamos de tonterías: el calor, el vecino ruidoso del ático, cómo el tiempo pasa y uno se siente cada vez más solo. Pero sus ojos, oscuros y profundos como pozos de deseo reprimido, no se apartaban de los míos. “Tú eres joven, guapo… ¿No te aburres aquí solo? Yo, a mi edad, echo de menos… ya sabes, el fuego”, murmuró, posando una mano en mi rodilla. Su tacto era eléctrico, cálido, con uñas pintadas de rojo que arañaban levemente la tela de mis pantalones. Sentí un tirón inmediato en la entrepierna, mi polla empezando a endurecerse como si tuviera vida propia.
No sé quién se movió primero. Quizás fui yo, inclinándome para besarla, o tal vez ella, atrayéndome con esa fuerza magnética de mujer que sabe lo que quiere. Nuestros labios se encontraron en un beso hambriento, no tierno, sino voraz. Su boca sabía a café y a algo más dulce, prohibido. Sus labios eran suaves pero exigentes, su lengua danzando con la mía en una coreografía que me dejó sin aliento. Gemí contra su boca mientras sus manos subían por mi pecho, desabotonando mi camisa con dedos temblorosos de anticipación. “Dios, qué hombre… Tócame, por favor”, susurró, guiando mi mano bajo su vestido.
Allí, entre sus muslos, encontré el paraíso: bragas de encaje negro empapadas, su coño ardiendo y resbaladizo como un río en crecida. Estaba tan húmeda que mis dedos se deslizaron sin esfuerzo, separando labios hinchados y carnosos que palpitaban al ritmo de su respiración agitada. “¡Ay, sí! Así, chiquito… No pares”, jadeó, arqueando la espalda mientras yo exploraba su interior, caliente y viscoso, con jugos que chorreaban por mi mano. Sus pezones, duros como guijarros bajo la tela, se erguían pidiendo atención; los pellizqué a través del vestido, y ella soltó un gemido gutural que me puso la polla como una barra de hierro, latiendo dolorosamente contra la cremallera de mis jeans.
La desvestí con urgencia, arrancando el vestido como si fuera papel. Sus tetas se liberaron, enormes y pesadas, con aureolas grandes y oscuras, surcadas de estrías que eran como mapas de placeres pasados. Me lancé sobre ellas, chupando un pezón mientras masajeaba el otro, sintiendo cómo su leche imaginaria —no, su esencia madura— me inundaba la boca. Ella se retorcía debajo de mí, sus caderas elevándose en busca de fricción. “Fóllame ya, no aguanto… Quiero sentirte dentro, duro como un toro”.
Me puse de pie solo lo necesario para quitarme la ropa. Mi erección saltó libre, tremenda, venosa y gruesa, con la cabeza hinchada y reluciente de precum que goteaba como una promesa. Doña Elena la miró con ojos desorbitados, lamiéndose los labios. “¡Madre mía, qué verga tan magnífica! Ven, déjame probarla”. Se arrodilló frente a mí, devorándola con una boca experta, succionando con una avidez que me hizo ver estrellas. Su lengua giraba alrededor del glande, lamiendo cada vena, mientras sus manos amasaban mis bolas pesadas. La chupaba como si fuera su último banquete, gimiendo vibraciones que me recorrían el cuerpo entero.
No pude resistir más. La tumbé en el sofá, abriéndole las piernas como un libro prohibido. Su coño estaba abierto, invitador, con labios mayores hinchados y un clítoris protuberante que asomaba como una perla rosada. Entré en ella de un solo empujón, sintiendo cómo su calor me engullía, apretándome con paredes vaginales que se contraían como un puño de terciopelo mojado. “¡Joder, qué prieta estás! Tan húmeda, tan caliente…”, gruñí, embistiéndola con la furia de un veinteañero en celo. Ella gritaba, arañándome la espalda, sus uñas dejando surcos rojos que ardían deliciosamente.
Follamos como animales enloquecidos, ignorando la edad, el decoro, todo. Yo la penetraba profundo, chocando contra su cérvix con cada estocada, salpicando jugos que empapaban el sofá. Ella acababa la primera vez en minutos, su cuerpo convulsionando, un chorro caliente que me mojó el pubis mientras gritaba mi nombre —o algo incoherente, no importaba—. “¡Sí, sí, no pares! Otra, dame otra…”. La volteé de lado, levantándole una pierna para follarla desde atrás, mi polla resbalando en su lubricación abundante, golpeando su culo generoso que rebotaba contra mis caderas con palmadas húmedas.
La segunda vez la hizo sollozar de placer, sus tetas bamboleándose al ritmo de mis embestidas, su coño chorreando como una fuente. “Eres un semental, cabrón… Me vas a romper”, jadeaba, pero sus caderas se clavaban en mí, pidiendo más. La puse a cuatro patas, admirando cómo su culo se abría, invitándome a profundizar. Entré de nuevo, esta vez lento al principio, torturándola con roces largos que la hacían gemir de frustración, hasta que aceleré y la follé con saña, mis bolas azotando su clítoris hinchado.
Acabó por tercera vez cuando le metí un dedo en el ano, sintiendo cómo su esfínter se contraía alrededor de él mientras su orgasmo la sacudía como un terremoto. “¡Allí, sí! Fóllame el culo con los dedos mientras me rompes la concha…”. Yo estaba al límite, mi erección tan dura que dolía, hinchada hasta el punto de que cada vena parecía a punto de estallar. La volteé boca arriba, montándola con sus piernas sobre mis hombros, penetrándola en un ángulo que la hacía gritar. Sus ojos se clavaron en los míos, vidriosos de éxtasis. “Córrete dentro, lléname… Quiero sentir tu leche caliente”.
Y lo hice. Con un rugido, me vacié en ella, chorros potentes y espesos que inundaban su coño ya rebosante, mezclándose con sus jugos en una crema lechosa que se escapaba por los lados. Ella acababa conmigo, su cuarto orgasmo —o quinto, perdí la cuenta— apretándome tanto que prolongó mi placer hasta que colapsé sobre su cuerpo sudoroso, nuestros pechos agitados uno contra el otro.
Quedamos allí, enredados, jadeantes, el aire cargado de olor a sexo crudo y satisfecho. “Ven cuando quieras por más café, vecino”, murmuró ella con una risa ronca, besándome el cuello. Y yo supe que aquello no sería la última vez. Doña Elena no era solo una vecina; era un incendio que acababa de encenderse en mi vida.
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Excelente relato. Le diste su merecido a esa deliciosa doña y lo que falta … Gracias por compartir, saludos.