La viuda fetichista

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T. Lectura: 5 min.

Una tarde, estando solo en mi oficina, sonó el timbre. Abrí la puerta y me encontré con una mujer de mediana edad, de apariencia corriente pero con un encanto innegable. Llevaba unos leggins negros de polipiel que se adherían a sus curvas como una segunda piel, reflejando la luz con un brillo hipnótico. Al notar mi mirada, sonrió con picardía.

Se presentó y me explicó que había enviudado recientemente y que yo le recordaba mucho a su difunto esposo. Con un tono suave y seductor, me invitó a su casa esa misma noche, bajo el pretexto de revisar unos documentos y probarme ropa de su fallecido marido que, según ella, podría quedarme bien.

Aunque no era mi costumbre aceptar invitaciones así, una mezcla de curiosidad y atracción me llevó a aceptar.

Su casa estaba en un barrio residencial exclusivo, con la puerta principal en un punto ciego que garantizaba privacidad. Cuando toqué el timbre, abrió la puerta y quedé sin aliento. Llevaba un corset de cuero negro que moldeaba su cuerpo en una silueta de reloj de arena, tan ajustado que parecía una extensión de su piel.

Unas botas bucaneras de cuero brillante le llegaban hasta los muslos, y un diminuto tanga de cuero apenas cubría su sexo. El aire estaba impregnado del aroma a cuero y su perfume, una combinación embriagadora que despertó algo visceral en mí. Me invitó a pasar, sus ojos brillando con una intención clara.

Revisé los documentos, pero mis ojos traicioneros se deslizaban por las curvas de su atuendo, el cuero tenso reluciendo bajo la luz tenue. En un instante de descuido, ella se acercó y me besó. Respondí con otro beso, más profundo, y pronto la abracé con pasión. Sin darme cuenta, estábamos en su sala, desnudos, nuestros cuerpos entrelazados.

Mi lengua recorrió sus senos, saboreando su suavidad, y luego descendí, explorando el calor salado entre sus muslos. Sus gemidos resonaban mientras la penetraba vaginalmente, nuestros cuerpos moviéndose en un ritmo primal. Luego, tras lamer su trasero con deliberada lentitud, la penetré analmente, sus jadeos agudos llenando el aire.

Durante todo el acto, evitaba mirarme a los ojos, manteniéndolos cerrados o desviados, y en el clímax, gritó el nombre de su difunto esposo. Me desconcertó, pero ella se disculpó rápidamente, confesando que mi parecido con él era tan fuerte que mirarme a la cara rompía la ilusión. Sin dudarlo, le dije: “Si ese es el problema, puedo usar una máscara o capucha y fingir ser él”. Su rostro se iluminó con una sonrisa sorprendida y complacida.

Me llevó a su dormitorio matrimonial y abrió un armario con llave. Dentro, para mi deleite, había un arsenal de ropa fetichista: trajes de látex, cuero y vinilo, tanto femeninos como masculinos, ordenados con precisión. Mi pulso se aceleró.

Escogió una capucha de cuero de rostro completo, su superficie lisa y fresca al tacto, con pequeños orificios para respirar. Al ponérmela, el cuero envolvió mi rostro en un abrazo firme, restringiendo y excitando a la vez. El mundo se redujo al olor penetrante del cuero, al leve crujido del material y al calor de mi propio aliento atrapado dentro. La sensación me encendió profundamente, una mezcla de vulnerabilidad y poder.

Prometí complacerla siempre que quisiera, con mi rostro cubierto, y ella asintió, sellando el pacto con una felación lenta y deliberada a través de la abertura de la capucha. Sus labios y lengua, cálidos contra el cuero frío, intensificaban cada sensación. Hicimos el amor hasta el amanecer, la capucha un recordatorio constante de mi transformación en su fantasía.

Al despedirnos, me permitió quedarme con la capucha y me preguntó cuáles eran mis deseos más profundos. “El fetichismo extremo”, confesé. “Trajes de cuerpo entero, de látex o cuero, que cubran cada centímetro de mi cuerpo”. Sus ojos brillaron mientras cerraba la puerta con una sonrisa cómplice.

A la semana siguiente, pidió una cita en mi oficina, asegurándose de que estuviéramos solos. Llegó envuelta en unos pantalones de cuero negro que se ajustaban como una segunda piel, relucientes como obsidiana líquida, acompañados de una chaqueta de cuero a juego y esas botas bucaneras que resonaban con cada paso.

El aroma a cuero me envolvió cuando se acercó, y sin mediar palabra, nos besamos, nuestras manos ansiosas. Consumamos nuestra pasión sobre mi escritorio, el cuero de su atuendo deslizándose contra mi piel, el material crujiendo suavemente con cada movimiento.

Respetando sus deseos, evité el contacto visual, concentrándome en la sinfonía táctil de su ropa contra mi cuerpo. Nuestra pasión fue interrumpida por el sonido de una puerta: la empleada de limpieza había llegado. Nos detuvimos, con el corazón latiendo con fuerza, pero, afortunadamente, no pareció notar nada. Al terminar, ella susurró: “Ven mañana a mi casa. Quiero mostrarte algo”.

Al día siguiente, un sábado, llegué temprano. Para mi decepción inicial, vestía ropa casual, sin rastro del atuendo fetichista que ya anhelaba. Pero me llevó a su dormitorio, donde abrió un baúl que había descubierto recientemente.

De él sacó un traje Zentai de cuerpo entero, hecho de un material similar al látex, su superficie negra brillando como un espejo líquido. El aroma a goma era embriagador, una mezcla de químico y promesa. Me instó a probármelo, y accedí con entusiasmo.

El traje era como una segunda piel, estirándose sobre mi cuerpo con un abrazo casi asfixiante. Cada movimiento hacía que el material se ajustara y crujiera, amplificando cada sensación: la frescura contra mi piel, el leve chirrido de la goma, la forma en que moldeaba cada contorno de mi cuerpo. Añadí guantes y botas de látex, sus superficies brillantes completando mi encasement.

Ella me entregó una capucha, con aperturas solo para los ojos y la boca, que comprimía mi rostro de una manera que era a la vez restrictiva y profundamente excitante. Una vez enfundado por completo, el traje Zentai me transformó, mi cuerpo convertido en una silueta anónima y sensual. La sensación de estar totalmente cubierto, con la goma abrazándome sin piedad, disparó mi excitación, mis sentidos hiperatentos a cada roce y sonido.

Me besó a través de la abertura de la capucha, sus labios cálidos contra el látex frío, y deslizó sus manos por mi cuerpo enfundado, el contacto eléctrico a través del material tenso. Mi erección presionaba contra el traje, la goma amplificando cada pulso.

Me llevó a otra habitación, donde me esperaba una sorpresa: otra mujer, su cuerpo envuelto en un traje Zentai negro que simulaba látex pulido, su figura más voluptuosa resaltada por el abrazo implacable del material. Su rostro estaba oculto tras una capucha sin rasgos, solo audible su respiración a través de pequeños orificios.

Antes de que pudiera reaccionar, se arrodilló, abrió el cierre en la entrepierna de mi traje y comenzó a acariciar mi erección con sus manos enguantadas, el látex resbaladizo y suave contra mi piel. Me colocó un condón, y yo respondí abriendo el cierre de su entrepierna, revelando su calor. Mis dedos enguantados, lubricados, la exploraron, el látex amplificando cada sensación mientras la llevaba al borde del éxtasis.

La penetré, el traje intensificando cada embestida, sus gemidos amortiguados resonando a través de la capucha. La viuda observaba, ahora masturbándose con un dildo, sus ojos fijos en nuestros cuerpos entrelazados, el aire cargado de olor a látex y sexo.

La sobrecarga sensorial era abrumadora: las superficies resbaladizas de los trajes deslizándose unas contra otras, el crujido del látex, el calor de nuestros cuerpos atrapado dentro. Alcancé el clímax, la sensación intensificada por la constricción del traje.

Exhausto, quise descansar, pero la viuda, ahora transformada, se acercó. Se había cambiado sin que lo notara y ahora llevaba un catsuit de látex negro que brillaba como medianoche líquida, cubriendo todo menos su cabeza.

El traje la abrazaba como un amante, resaltando cada curva. Me sentó en la cama, sus manos enguantadas acariciándome hasta volver a excitarme, el látex fresco y resbaladizo contra mi piel. Cuando estuve listo, se sentó sobre mí, guiándome dentro de ella a través del cierre de su entrepierna.

La sensación de penetrarla a través del látex era eléctrica, cada movimiento amplificado por el material. Entonces, la mujer con el traje Zentai se unió, subiendo a la cama y colocando su sexo sobre mi rostro. A través de la abertura de mi capucha, exploré con mi lengua, el sabor de ella mezclándose con el aroma químico del látex.

Sus jadeos amortiguados, los gemidos de la viuda y el abrazo implacable del traje Zentai abrumaron mis sentidos: el látex resbaladizo, el calor de sus cuerpos, el olor a sexo y goma llenando el aire.

Cada embestida, cada lamida, se magnificaba por los trajes, llevándome a un éxtasis fetichista.

La sensación de estar completamente enfundado, cada centímetro de mi cuerpo abrazado por la goma brillante, era una nirvana sensorial, una rendición total al placer táctil y psicológico.

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