Los hermanos Pérez (1)

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Debería sentirme un monstruo. Pero, por alguna extraña razón, tanto en mi cabeza como en mi fuero interno, solo sentía paz. Una paz que hacía largo tiempo que no experimentaba en mi vida, desde que mi esposa murió. Y la razón de por qué comento que debería sentirme un monstruo, es justamente por la persona que tengo ahora mismo a escasos centímetros de mí.

Una figura de poco más de un metro cincuenta, delgada, cabello largo ondulado y de un rojo encendido ligeramente anaranjado, labios naturalmente rosados y con forma de corazón, pechos de un tamaño normal, ni muy grandes, ni muy pequeños, con unos pezones de un rosa traslucido, y una vagina de labios pequeños y estrechos con un clítoris casi imperceptible incluso para la boca. Lo sé porque lo he saboreado. Y una piel blanca como la porcelana. Si esa figura estuviese despierta, mostraría unos ojos verde esmeralda, preciosos y llenos de vida. Pero dormitaba. Descansa después del ajetreo de la noche. Aquella figura era Marta, mi propia hija.

De ahí que diga que debería sentirme un monstruo. Si la gente supiera lo que hago en la intimidad de mi casa, de mi cama, me encarcelarían. Si mis familiares supieran en qué agujero meto la polla desde hace mes y medio, me matarían; y más mi madre. Adoraba a Sonia y sintió mucho su muerte. No más que yo y Marta, claro, pero le tenía mucha estima. Y, obvio, a la nieta ya ni cuento todo el cariño que le tiene. No es que sea su único nieto, pero sí es cierto que, con Marta, mi madre tiene ese algo especial que las hace ser amigas del alma.

Por eso, si mi madre, sobre todo ella, supiera que su querida nieta es follada por su propio padre, carne de su carne, y sangre de su sangre, me mataría. Aunque también me da la impresión de que, saber de la relación incestuosa que tenemos Marta y yo, le acabaría matando a ella. Por otro lado, no sé por qué, pero creo que mi hermano mayor me alagaría con orgullo. Siempre lo he visto muy cercano a su hijo Dani, pero nunca se me pasó por la cabeza que pudiera ser algo más allá de la relación entre padre e hijo, hasta que empecé a follarme a Marta. Mi padre sería de otro costal. Él y yo nos llevamos bien aunque siempre pasó de mí. No es que sea mal padre, pero tampoco bueno; ni conmigo ni con mi hermano.

Marta se desperezó. Observarla a la luz de la pequeña lámpara de noche que hay en la mesita me ofrece un espectáculo hermoso; me quedo embobado mirándola. Las dudas me corroen, sí, pero no son para nada tan fuertes como lo es la calma que me llena el tener a Marta, no solo como hija mía, sino también como mujer. Una mujer joven y tierna, alegre y dulce, fuerte y valiente.

Recuerdo perfectamente cuando pasó.

Ella llegó a casa echa un basilisco. Acababa de romper con su novio, un tío que no me caía bien, que la dejó por no querer abrirse de piernas con él. Te jodes Samuel, conmigo, su padre, lo desea cada día. ¡Dios, soy un monstruo! Pero luego observo el cuerpo pequeño que me obsequia y se me pasa el remordimiento y la culpa. Marta era virgen. A sus dieciocho (casi diecinueve) años no había probado los placeres de la carne con ningún hombre, hasta esa noche.

Al parecer, en la cita que tuvo con el merluzo, acabaron discutiendo en un McDonald’s porque él quería follar y Marta no estaba segura. Nunca me he preguntado por qué conmigo sí. Yo también acababa de llegar a casa de una cita desastrosa. Desde que Sonia falleció, he tenido solo otra novia más, pero nada cuajaba. Cuando llegué y la encontré tomando helado de la misma tarrina y los labios fruncidos, sabía que algo pasaba. Le pregunté y me explicó el asunto. Yo le dije que bien hecho, si no estabas preparada mejor alejarse de semejante merluzo.

Ella sonrió y me abrazó. Entonces, cogí una cuchara y me uní a ella en la tarea de terminar el helado, contándole que yo tampoco tenía suerte con las mujeres. Sentía como si Sonia me hubiese echado mal de ojo para que nunca más encontrara el amor. Ahora creo que lo hizo para que lo encontrara con Marta.

-Pero, papá, tú estás buenísimo -me consoló.

Yo le reí el cumplido y le dije lo mismo fijándome, por primera vez, en el vestido que llevaba. Era de corte dulce a la vez que atrevido y de color rosa, el cual acentuaba su tez aterciopelada. Estaba preciosa y también se lo hice saber. Ella se ruborizó, y ahí comencé a notar la polla queriendo crecer. Se me revolvió el estómago, aunque pasó pronto. Marta volvió a hacerme un cumplido y, con unas sonrisas en el rostro, nos acercamos hasta estar uno enfrente del otro.

Comencé a pensar, y creo que Marta sentía exactamente lo mismo, se le reflejaba en el rostro.

-Mira que tú madre era bonita -solté sin más-, pero tú la has superado con creces, preciosa mía.

Nunca le había dicho “preciosa mía”, pero a ella pareció gustarle y se acercó más a mí. Sin saber por qué, cuando quise darme cuenta, ya tenía a Marta entre mis brazos. Del helado ya ni nos acordamos más. Marta hizo otro tanto pasando sus manos por mi pecho. La estreché más y mi pelvis se pegó al vientre de ella, donde ya era inevitable, tenía una erección de mil demonios y, por alguna extraña razón, que ella se diera cuenta de lo que me había provocado aquella situación, me exaltaba el orgullo de macho empotrador que tenemos todos los hombres.

Marta me miraba con sus dulces y vivarachos ojos esmeralda, mientras seguía acariciándome el pecho sobre la camisa. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero recuerdo que no cesamos de estar en esa postura largo rato. Hasta que, sin más preámbulos, no lo demoramos más y pegamos nuestros labios en un tierno beso inocente. Era como aquellos que nos dábamos cuando ella era una cría. Duro pocos segundos y, cuando volvimos a mirarnos, supe lo que hacer. Aunque en mi mente me pasaba un no rotundo y una voz me decía que parase que era mi hija, la besé metiendo mi lengua dentro de su boca.

Marta no rechazó el beso, por el contrario, acariciaba mi lengua con la suya, tanto de forma tierna y dulce, como juguetona y deseosa de más. Sin cesar de besarla, la cogí en brazos por el culo y me la llevé hasta el sofá, que estaba más cerca, nos echamos en él y, entre abrazos y movimientos demandando placer, estuvimos largo rato saboreando nuestras bocas como si no hubiera un mañana. Acariciándole el pecho con una de mis manos sobre la tela, llevé mi boca hacia su cuello.

-Oh, papi -susurró mientras le besaba y lamía la suave piel de su clavícula.

Marta, en lugar de quitarme de encima suya y decirme que parase, me demandaba más y más con sus manos acariciando mi espalda bajo la camisa. Le besé el escote y, con un cuidado que rayaba la reverencia, le saqué un pecho sobre el escote del vestido. Sonreí al ver qué, como bien sabía, Marta pasaba de ponerse sujetador y vislumbré su pezón rosado, un pezón que se difuminaba con su piel y hacía que mi boca salivara; hasta se me cayó una gota de saliva sobre su pecho. A Marta parecía gustarle porque, con la mirada, me confirmó que tenía vía libre para seguir. Así que, me moje los dedos y los pasé por el pezón, que empezó a ponerse duro.

Lo pellizqué, primero suavemente, y después con más fuerza logrando que Marta gritara de placer. Continúe introduciendo ese pezón en mi boca. Era suave y me deleité como nunca. ¡Dios, el tiempo que hacía que no follaba! Vale, a lo mejor no tanto. Y, ¡Dios que malo soy! Un bicho, un monstruo que estaba disfrutando de chuparle las tetas a su hija. Seguí con el otro e, incluso, me las ingenié para chupar ambos a la vez. Marta lo disfrutaba.

-No sabía que esto fuera tan maravilloso, papi.

-Lo sé, nena.

Y, sin más, la desnudé. Le quité el vestido dejándola en bragas. Unas braguitas blancas manchadas del líquido de trasudado. Su excitación era máxima y lograba que deseara más y más. Acaricié toda la zona con fruición y Marta se retorcía sobre el sofá. Sus ojos no podían estar abiertos, al no estar acostumbrada a algo así, le era imposible seguir mirando lo que hacía con ella. Eché la tela a un lado y vislumbré su vagina. ¡Dios, que vagina más bonita había creado con Sonia! ¡Dios, que monstruo soy por querer hacer mía esa vagina y a su dueña!

Era pequeña, con labios muy finos y un clítoris que me costó encontrar en cuanto separé los labios para verlo. Pero ahí estaba, pequeño, rosado y muy apetecible. Tanto que, sin pensármelo dos veces, le pasé la lengua haciendo presión y Marta gritó más fuerte que antes. Se me instaló el miedo y paré. La miré, y ella entendió con esa mirada si quería que parase o continuase; la última decisión le pertenecía a ella. Marta asintió. Y yo seguí adelante con mi ataque a su vagina. Pero, en lugar de volver a pasar la lengua, regresé a abrirle los labios, está vez para ver el agujero, el cual estaba cerrado con una membrana rojiza: el himen. Lo toqué y noté como mi hija luchaba por detenerme.

En su mente deberían de pasar muchas cosas. Estaba haciendo algo que, realmente no debería estar haciendo conmigo. Pero ahí estábamos. Intenté introducir un dedo y le hizo gritar. Aquello, más que asustarme, me excitó más si cabe. Entonces, sin más preámbulos, regresé a saborear su sexo sin ninguna contemplación, lamiendo, chupando, succionando cada centímetro de esa vagina. Marta me cogió por el poco pelo que me quedaba. A mis cuarenta años, ya tenía unas buenas entradas y me rapaba la cabeza. Sus manos me hacían saber que no deseaba que parase, quería que siguiera chupando y así lo hice. Ni siquiera paré cuando se corrió por primera vez en su vida.

Eyaculó con abundancia y lo saboreé todo limpiándole la vagina hasta llegar a hacer que volviera a eyacular una vez más. Marta estaba exhausta. Ni siquiera pudo defenderse, si hubiera querido, de mis manos quitándole del todo la tela que le sobraba, y tiré las bragas al suelo. También le quité las sandalias de tacón e hice lo mismo con mis zapatos, me quité los pantalones y la camisa y me arrodillé en el sofá acercándome más y más a ella. En mis calzoncillos se notaba mi polla bien dura y la fui sacando hasta tenerla cerca de la vagina.

-¡Joder, nena, quiero hacer esto contigo de verdad! -solté

Marta sonrió y asintió mirando su primera polla, la misma por donde había salido hacía ya casi diecinueve años.

-Papi… -susurró.

Me acerqué más y noté la vagina en mi polla. La meneé de arriba a abajo entre los labios. ¡Dios, que sensación! Hice presión en el himen y Marta irguió la espalda. Poco a poco, tenía que ir poco a poco, o le haría mucho daño. Y la amaba demasiado como para dañarla. ¿O no la estaba dañando ya con lo que estábamos haciendo? En mi mente existían dos voces. Una era un ángel diciendo que parase, la otra un demonio que disfrutaba del momento demandando más. Y estaba ganando el demonio. Así que, haciéndole caso, cogí a Marta por una de sus piernas, la alcé hacia mi hombro, me acerqué más y comencé la penetración.

Lentamente, fui introduciendo mi polla en la vagina de mi hija. Poco a poco fui entrando haciendo presión sobre el himen, hasta que noté como se rompía y la metí del todo. Marta gritaba de dolor pasando sus manos por la zona, cerciorándose de que realmente estaba perdiendo la virginidad con su padre. ¡Oh, Dios, que placer! Ni siquiera sentí lo mismo con Sonia, a quién también desvirgue. Era distinto.

El interior de la vagina de mi difunta esposa era grande y me costaba, a veces, notar las paredes vaginales alrededor de mi miembro. El interior de Marta era lo contrario, pequeño, estrecho y las paredes ejercían una presión sobre mi polla que… Perdón por ser un pesado pero, ¡oh, Dios, joder, que cosa más rica! Echando la vista atrás, decir que sí, obvio he sentido placer con las mujeres con las que he estado carnalmente. Pero esto…, ¡joder!

-¡Joder! -exclamé en voz alta.

-¿Te gusta? -preguntó Marta, tocándose las tetas.

Asentí.

Poco a poco me moví, pero para sacarla. Tenía la polla completamente llena de sangre mezclada con su líquido lubricante. Cogí la camisa, por ser más grande en cuanto a tela, y me la limpié. Me quité el calzoncillo y volví a la misma posición, está vez con ambas piernas de Marta sobre mis hombros, y la penetré de nuevo. Otra vez exclamé un improperio alargando las vocales. Marta gemía. Sabía que le dolía pero no podía parar, necesitaba follar aquella vagina tan estrecha. Una vez estuve todo dentro de Marta, comencé a mover la pelvis. Adentro, afuera, adentro, afuera, de forma suave. Mi hija gemía y acariciaba sus pechos y mis muslos. Le pregunté si le dolía, asintió.

Le pregunté si le gustaba, asintió también. Sonreímos. Durante un rato me movía lentamente disfrutando de penetrar a mi pequeña. ¡Qué gusto me estaba dando desvirgarla! Entonces, ya no pude más, mi cuerpo demandaba volverme más agresivo y comencé a embestirla más fuerte. ¡Paf, paf, paf!, sonaba en toda la estancia, mezclado con los gritos y gemidos, tanto de Marta, como míos.

Entonces paré y salí de ella. Marta me miró interrogativamente y le hice saber que deseaba cambiar la postura. Me tumbé de lado en el sofá, la puse de espaldas a mí, le abrí las piernas y la penetré de nuevo, está vez siendo un macho poco elegante y haciéndola gritar más fuerte que antes. Mientras me movía rápidamente, acariciaba su cuerpo, le pellizcaba los pezones, le susurraba tanto cosas bonitas como guarradas en su oído y la besaba en todas partes. Estaba follando como nunca. La excitación de lo prohibido era tan excesiva en ambos, que no podíamos parar ni aunque quisiéramos. Total, ya estábamos pecando, así que lo haríamos a fondo.

Volví a cambiar de posición. Está vez me senté y la dirigí, de cara a mí, para que se sentase en mi regazo metiéndose mi polla.

-Vamos, cariño -le dije-, ahora muévete tú.

-Pero, papi -nunca me había llamado “papi” hasta éste momento-, yo no sé hacerlo.

-Se te dará de perlas, ya verás. Además…, ¡ya se te da de perlas! Das mucho placer, nena.

-¿De verdad?

-¡Oh, yeah, baby!

Y ella río por mi osadía de responderle en inglés.

Poco a poco, Marta comenzó a mover su cuerpo arriba y abajo. ¡Dios, joder, que bueno! Por favor, Dios, no me castigues por esto, ¿o debería darte las gracias? Incité a mí hija a qué se moviera más rápido dándole palmadas en las nalgas, las cuales eran suaves al tacto, y amarrándolas con fuerza y fruición. Marta me hizo caso y botaba y botaba haciendo que sus tetas también lo hiciesen. Aquella visión era espectacular. Toda ella era espectacular, mi hija estaba buenísima. ¡Y me la estaba follando! Entonces Marta paró porque había vuelto a correrse. Se quitó de encima mío y se echó, exhausta, a mí lado.

-¡Je! Que te crees tú que esto ha terminado -le solté.

Y me eché encima suya penetrando su vagina otra vez.

-Yo no me he corrido, nena, y quiero correrme. Así que se buena niña y deja que papi siga follándote.

Ella asintió sonriendo y mordiéndose el labio, dándome una estampa lujuriosa. La besé y Marta devolvió el beso con premura; demandaba más y más de mi. Y yo, como buen padre follador suyo, se lo pienso dar todo.

Empecé lento de nuevo para que volviera a acostumbrarse a tener una polla dentro de su coño. Marta, sin pensármelo dos veces, me ató a ella con sus piernas y sus brazos. Nos miramos y sonreímos deleitándonos del buen polvo que estábamos echando. Comencé a darle más fuerte, pero pausadamente. ¡Paf! Momento de descanso. ¡Paf! Otra vez dejé pasar unos segundos. Pero al tercero ya no aguantaba más y regresé a las embestidas de macho empotrador, y cada vez más rápido y fuerte.

Marta chillaba en mi oído, mientras yo gruñía en el suyo. Se corrió una vez más. Yo aún necesitaba varias embestidas más y no paré. Me dio por mirar en la vagina, sin dejar de moverme, y la vi roja y con algunos finos hilos de sangre y squirt en abundancia. Había perdido la cuenta de las veces que Marta había eyaculado conmigo. Como siempre sea así en cada polvo… Regresé a gruñir en sus oídos y a sentir sus quejidos de placer, deseando que aquello no acabase nunca.

Es que, joder, menudo coño tiene mi niña. La hicimos muy bien, Sonia. Pero, como todo, en esta vida nada es para siempre y, yendo aún más rápido y fuerte si cabe, acabé echando un gran chorro de semen dentro de la vagina con grandes espasmos, gemidos e improperios, al igual que Marta volvió a soltar el suyo.

Cuando ya noté que no salía más, salí de Marta lleno de sudor y exhausto. Ella aún lo estaba más que yo. Normal, era su primera vez con un hombre experimentado y de forma muy potente. Me excedí, lo reconozco, pero Marta nunca me dijo que parase. Por cierto, su vagina es tan estrecha que, cuando la saqué, un sonido de succión. La polla la tenía manchada de su squirt y su sangre, y de su vagina comenzaba a regalimar mi semen.

-Te quiero, nena -dije sin más, aunque era bien cierto. Amaba a Marta, ya no solo como hija mía, sino también como mujer. Mi mujer.

-Te amo, papi mío -respondió casi sin voz.

Me eché encima suya, ya con la polla flácida, para que nos besásemos enroscados en nuestros brazos. Así estuvimos largo rato. De vez en cuando nos mirábamos, nos sonreíamos, nos besábamos , nos acariciábamos, diciéndonos todo.

Y así comenzó lo que ahora es una relación sentimental, y la más intensa de todas. Es como si el destino me hubiera dado el acometido de crear con otra persona a la mujer perfecta para mí. Marta y yo ya no tenemos problemas del corazón. Estamos juntos y felices viviendo en pecado, cometiendo perjurio en una relación incestuosa. Sé que, tanto a ella como a mí, muchas veces nos acomete el sentimiento de culpa y la incertidumbre.

Seguramente, más de una vez se nos pasó por la cabeza el romper está relación, pero nos podía la sensación que nos dejaba, la paz y la que nos trasmitimos el uno al otro. Por mucho que quisiésemos hacer caso a las plegarias de nuestro ángel interior para hacer las cosas bien, no podíamos evitar darle rienda suelta a nuestra felicidad, aunque la batalla la ganase nuestros demonios.

Regresando al presente, observé como Marta se desperezaba dándose la vuelta y mostrándome su trasero, el cual acababa de ser desvirgado hace minutos. Feliz, acabé apagando la luz y envolviendo el cuerpecito de mi mujer con mis fuertes brazos.

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