Los hermanos Pérez (3)

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Necesitaba hablar con alguien, contarle mis aventuras carnales junto a mi hija Marta, esperando que me iluminasen. Las dudas seguían carcomiendo mi alma, no así como a Marta que, cuando me dio cierta noticia, estaba radiante, exultante. Yo no sabía cómo tomarme todo lo que estaba pasando. Por un momento sí que pude disfrutar, no solo del sexo con ella, sino también de vivir en armonía y paz de pareja sin pedir perdón por nada ni a nadie, incluso ahora que Marta y yo decidimos tomar un descanso y salir con otras personas. Incluso ahí, esos meses, nos acostábamos sin pudor. Y, como digo, mi consciencia estaba la mar de tranquila.

Por si fuera poco, el sexo era genuino nuestro. Aun conociendo a más gente, tanto por mi parte, como por la de Marta, no podíamos excitarnos si no era con el otro. Y no era que no lo intentásemos, por descontado. Una de mis citas acabó en el baño público y tuve mi polla dura en la boca de aquella jovencita (ahora me daba por chicas jóvenes) tierna y dulce, pero, a medida que la muchacha chupaba, mi polla se iba desinflando. No era Marta y punto. Por ello, cuando llegué a casa y le dije cómo había ido, Marta no se lo pensó dos veces y me hizo una buena mamada hasta llegar a tragarse mi lefa. ¡Dios, que mujer…!

La adoraba y me era imposible sentir culpabilidad alguna por follar con mi chica. A ella le pasaba otro tanto. Recuerdo como me contó que estuvo a punto de tirarse al musculitos de la universidad y, cuando él estaba sobre ella, Marta no dejó que la penetrase. No era yo, y su fuero interno se lo hacía saber. Así que aproveché para llenar su vagina con mi semen, y le fue de lo más fácil abrirse de piernas para mí.

Pero ahora la situación había cambiado y los fantasmas habían vuelto para atormentarme más que nunca.

Cuando entré en la casa de mi hermano Héctor, él se sorprendió al ver mi rostro desencajado.

-Hermano, estás bien -me preguntó con preocupación.

-Sí… -comencé- ¡No! No estoy bien Héctor. Quiero decirte algo y no sé cómo. Ni siquiera sé cómo te sentará saber esto.

-Prueba -instó él.

Me humedecí los labios, tragué saliva y, cuando abrí la boca para hablar, no pude y la cerré de nuevo. Mi corazón era una orquesta de tambores de lo nervioso que estaba.

-Siéntate, anda -me ayudó Héctor a calmarme-. ¿Qué es lo que ocurre, Fernando?

Suspiré fuertemente. ¿Cómo le decías a tu hermano, tu familia, que te follabas sin contemplación a su propia sobrina?

Balbuceé, pero no podía decir nada inteligible. Aún así, volví a suspirar y mencioné el nombre de mi hija.

-¿Le ha pasado algo a Marta?

Asentí.

-¿El qué?

-Yo.

-¡Ah! -exclamó Héctor- ya sé que te la follas. No hay problema, hermanito, yo también lo hago.

¿Qué?

-¿Cómo qué tú también lo haces?

-Sí, llevo un par de años casado con Dani. ¿Sabes los anillos que cuelgan de nuestros cuellos? Son nuestros anillos de boda. Por eso digo que estés tranquilo, no tienes de qué preocuparte. No te voy a juzgar, sino a felicitar por tu relación con Marta.

Aquello era demasiada información para procesar. ¿Cómo qué mi hermano y su hijo llevan dos años casados? ¡¿Pero qué me estás contando?! ¡¿Qué mundo de locos es éste?!

-¿Cómo qué Dani y tú…? -no pude acabar la frase.

Héctor asentía feliz de la vida.

Aquello era algo que no me esperaba para nada. Yo preocupado de lo que me pasaba a mí, y mi hermano haciendo exactamente lo mismo con su hijo, tan pancho. Y, si Dani dió el visto bueno y lleva otro anillo en el cuello (que debo decir que nunca me había fijado, la verdad), lo más seguro es que también esté igual de pancho. Aun así, necesitaba consejo y, sin dar más rodeos, le conté todo: como comenzó, el tiempo que estuvimos juntos como pareja, como rompimos teniendo derecho a roce, y…

-Está embarazada, Héctor. ¡He dejado preñada a mí propia hija! -solté comenzando a echar lágrimas.

Mi hermano se acercó a mí y, acariciándome la espalda, tuvo palabras de aliento que no esperaba. Aunque, sabiendo que se había casado con Dani, debería habérmelo imaginado.

-Deberías estar feliz. Por cómo hablas de tú relación con Marta, se nota que os amáis. Lo que os acaba de pasar es una de las cosas más bonitas. No le des más vueltas y sé el padre que ese bebé necesita, y el hombre que Marta quiere.

-Héctor -espeté-, no solo voy a ser el padre de ese niño, también su abuelo. Es que no te das cuenta. Por eso existen leyes que no deben tocarse, y yo las he roto por completo. Ninguna mujer debería traer al mundo al hijo de su padre.

-Deberías plantearte que desea Marta. Si está feliz de traer a ese bebé, no deberías de tener ningún problema. Se feliz, Fernando. Sí estar con ella te hace feliz, no lo dudes y ya está.

No podía contra argumentar aquello. Héctor, no sabía cómo, pero era todo seguridad en aquel tema. Y, por si fuera poco, tenía razón. Sí, Marta era feliz teniendo a mi hijo dentro suyo. Y, sí, si pensaba con detenimiento, el hecho de tener a mi lado a Marta, me hacía feliz. Por eso, en este proceso de estar separados, en realidad, no lo estábamos y nos costaba conocer a gente nueva.

Así que tomé una decisión, se la hice saber a Héctor, quién se enorgulleció de mí y, cuando estuve a punto de salir por la puerta, me topé con mi sobrino. Sin miramientos, mi hermano lo besó en los labios y le comunicó que yo, su tío, lo sabía todo. Como respuesta, Dani se abalanzó sobre mí con un abrazo y lágrimas de felicidad en los ojos. Lo estreché entre mis brazos contento por ellos.

No me esperaba la sorpresa con la que me recibió Marta. Nada más entrar por la puerta me comunicó que se acabó el tiempo muerto, y lo hacía llevando lencería sexy. La parte de arriba era un pequeño top, que solo le tapaba los pechos, de una tela blanca semitransparente. Vale, no tenía las tetas tapadas del todo, lo siento. Pero no me esperaba aquello y ver cómo se le transparentaban los pezones… ¡Dios, que maravilla! Y, la parte de abajo, era un pequeño tanga que hacía forma abullonada en la parte de la vagina; también blanca y semipermanente. Repito: ¡Dios, que puta maravilla! La polla ya comenzaba a tener vida propia. Se me estaba olvidando algo y no sabía el qué.

-Marta, estás preciosa.

Y era verdad. Aparte de la lencería, llevaba el pelo suelto que le caía como fuego vivo de tan rojo que era, y un maquillaje que realzaba, no solo su belleza, sino también su sexapil. Se acercó a mí, se puso de puntillas para poder abrazarme y juntamos nuestros labios con premura y pasión. Nuestras lenguas jugaban dentro de nuestras bocas. Separándome de ella, recordé lo que quería decirle y, más o menos era lo mismo que ella me acababa de decir.

-Tienes razón, tesoro, se acabó el tiempo muerto -y volvimos a besarnos-. En realidad…, ¿alguna vez había terminado? A ver -seguí cuando vi su rostro interrogativo-, lo digo porque como no parábamos de estar en celo…

-Cierto, no parábamos -rió ella.

Otro beso. Entonces recordé lo que quería comentarle.

-Tengo algo más que decirte.

-Dime -contestó con dulzura. Y yo me preguntaba cómo podía ser dulce alguien que mostraba tal espectáculo sensual.

-Al principio me comían las dudas. En parte normal, somos padre e hija. Pero ahora, y gracias a una buena charla con mi hermano, me he dado cuenta de que nuestra felicidad está por encima de todo y de todos -me arrodillé sacando de mi bolsillo una cajita, la abrí, y dentro había un bonito anillo de oro blanco con unas perlitas rosadas que formaban una rosa. La sorpresa de Marta fue tal que no pudo más que comenzar a llorar-. Marta, hija mía, y nunca mejor dicho lo de hija mía, porque lo eres. Eres mi hija. ¿Te casarías conmigo, aunque yo sea (y perdón por repetirme) tu padre?

Marta chilló de la emoción y lloraba a mares. Se puso a dar saltitos dando palmaditas. Me levanté del suelo. Sin esperar respuesta, le puse el anillo en el dedo mientras Marta me dejaba hacer. Con la boca abierta, la chica miraba su mano decorada con la joya. Intentó hablar, pero le costaba. Hasta que, al final, logró soltar un agudo:

-¡Sííí!

Y se abalanzó sobre mí, abrazándome.

La cogí del rostro con ambas manos, miraba sus ojos llorosos llenos de dicha y la besé. Ahora para sellar nuestro amor.

El beso llevó a otro con más pasión. De nuevo, nuestras lenguas se encontraron y, está vez, demandaban llevar aquella pasión más allá de unos simples besos. Acaricié la suave y tierna piel de Marta, ella desabrochaba mi camisa, me la quitó y la tiró al suelo. Acarició y enroscó sus dedos en mi vello del pecho. Yo hacía otro tanto con su espalda, sus nalgas prietas. Todo aquello con nuestras cabezas juntas. Era como si nuestras bocas se hubiesen fusionado en una sola. La cogí y, sin saber cómo por tener los ojos cerrados y el cráneo de mi hija tapando mi visión, la alcancé a dejar suavemente sobre las sábanas de la cama. La senté en el borde.

Ella me miraba dulcemente traviesa. Acaricié su rostro pasando mis dedos por sus labios. Ella los lamió. Me desabrochó el pantalón y me lo bajó. En el calzoncillo se notaba mi erección palpitante. A Marta se le hizo la boca agua. Dejé que sus manos jugarán con mi miembro sobre la tela, se acercó y comenzó a lamer sobre esta. Yo me deleitaba relamiéndome los labios. Marta me quitó los calzoncillos también y mi polla quedó mirando hacía arriba, como de costumbre. Ella comenzó a masajear con sus manos y se relamía. Al final, con pequeñas succiones, empezó a chupar, primero poco a poco, luego metiéndose todo el falo, y yo seguía deleitándome por el placer que me daba mi futura mujer.

Comenzó lentamente. La chupaba entera, se la sacaba de la boca, lamía toda la polla de arriba a abajo incluyendo los testículos, volvía a repetir la operación y yo, con los ojos cerrados y el rostro mirando al techo, no podía dejar de gemir mientras mis manos sujetaban la nuca de Marta. ¡Dios, estoy en el cielo! Marta, hija, qué tienes que solo tú sabes darme el máximo placer que ninguna otra me ha dado. Continuó introduciendo todo el falo en su boca hasta la garganta y, sin poder contenerme, comencé a mover mi pelvis rítmicamente. Marta se dejaba hacer mientras me acariciaba los huevos con una de sus manos y se sujetaba a una de mis piernas con la otra. Mi rostro, de vez en cuando, miraba el espectáculo encontrándose con la dulce mirada esmeralda de mi hija.

-No quiero correrme todavía, cariño -le dije incitándola para que se echase sobre el colchón.

Con parsimonia, le acaricié todo el torso introduciendo mis manos bajo la tela. Al final se la quité dejando al aire aquellos pechos suaves y turgentes de pezones traslúcidos, que ya estaban duros. Humedecí mis dedos y acaricié haciendo presión sobre ellos. Mientras Marta arqueaba la espalda regalándome sus tetas, yo seguía masajeando su cuerpo. Me deshice de la ropa que me tenía presos los pies y, sin pudor, me tiré sobre ella introduciendo en mi boca aquellos preciosos pezones; primero uno, luego el otro, también los dos a la vez. Marta seguía arqueando su espalda para que pudiese deleitarme con su sabor.

Succionaba los pezones, los lamía, lamía toda su redondez de sus pechos, los manoseaba, los apretujaba, pellizcaba los botones duros de los pezones. Poco a poco, fui bajando lamiendo y besando cada centímetro de su abdomen, besé con lengua su ombligo y me quedé un rato ahí porque a Marta le encantaba que besase su ombligo como hacía con su boca. Alcancé la tela del tanga, que rompí sin miramientos para que no me molestase dejando a mi hija completamente desnuda para mí, y acariciaba con mi lengua su monte de venus, totalmente depilado; a Marta le encantaba rasurarse bien. A mí, ya ves tú, me daba igual pero, si a ella le gustaba…

Como de costumbre, cuando utilizaba mi boca o mis manos para encontrar el clítoris, éste siempre se deleitaba jugando al escondite de lo pequeño e imperceptible que era. Un juego morboso que nos encantaba a Marta y a mí. Cuando lo encontraba, lo lamía con fuerza y hacía que la muchacha exclamara más fuerte que nunca. Música para mis oídos ¡Dios, sí, dale a papi lo que quiere, nena! Sin usar mis manos, chupé absolutamente toda su vagina, la cual ya estaba llena de líquido de trasudado que degustaba con placer. Le abría los labios pequeños y estrechos con mi lengua, la introducía en su hueco y presionaba todo su alrededor hasta llegar a succionar el clítoris pequeñísimo. Marta se dejaba hacer y se deleitaba con mi cunnilingus amarrando mi cabeza para que no pudiese salir de ahí. Como si quisiera.

-oooh, mmmmm, papi -soltaba de vez en cuando.

Acostumbrada a ello, Marta eyaculó su squirt un par de veces y, como buen padre/amante/futuro esposo, lo degusté con pasión.

Me erguí y me abalancé sobre ella devorando su boca con premura. Ella me devolvía cada beso, cada caricia. No queríamos hacer esto con otras personas. Nuestras almas demandan fusionarse. Me levanté y la puse en modo perrito para que me ofreciera su rico trasero, el cual también degusté sin finura alguna, haciendo que Marta exclamase. Su ano se dilataba con cada lametón que le daba. Cuando ya lla tenía como yo quería, mientras ella se manoseaba la vagina, yo me introduje en el ano, poco a poco. Ya dentro, nuestros cuerpos lo pedían y meneé mis caderas adelante y atrás, con fruición y algo agresivo. Marta chillaba del dolor y del placer. ¡Dios, que mal acostumbrado me tiene esta chica! Gracias Marta por darme siempre lo que deseo de tí, y gracias por llevarte lo que yo te doy.

Sin parar, me eché encima de su espalda llevando mis manos hacia su coño húmedo, le quité sus manos y me dediqué a ser yo quien la masturbase a ella mientras no paraba de follarme su culo. Éste era un orificio algo más grande que el de la vagina, pero se adhería igual de bien a mí rabo. La falta de costumbre hacía mella en Marta y, en muy poco tiempo, logré que tuviese un orgasmo anal, al mismo tiempo que se corría nuevamente por delante, manchando mis manos. Me las limpié con mi boca saboreando el salado squirt de mi hija. Salí de Marta dándole unas fuertes llamadas en el trasero, se puso bocarriba y volví a entrar en ella, en esta ocasión, por su rica vagina estrecha.

-¡Oh, Dios Marta!

Era el sexo más espectacular y especial que había tenido nunca con nadie. Amaba a mi hija como mujer. Marta acariciaba mi espalda mientras esperaba mis embestidas. Comencé lentamente y con finura, dándole besitos en el mentón, en los labios, en las orejas, en los ojos. Ella enroscó sus piernas en mis caderas.

-Papi -susurró mordiéndose el labio inferior. ¡Dios, que mujer…!

No pude contenerme más y me la follé violentamente. Ella gritaba de dolor y del gusto de tener a su padre dentro suya. Me puse de rodillas, puse sus piernas sobre mis hombros y volví a violentar su vagina con mi polla. ¡Paf, paf, paf!, sonaba cada vez más fuerte en la habitación. La cama también hacía algo de ruido, pero me daba igual. Nos daba igual que pudieran sentirnos los vecinos; por el contrario, nos daba mucho morbo. Cambié la postura estirándole en la cama. Marta se sentó encima de mi polla y comenzó a moverse arriba y abajo. Solo veía su culo chocando contra mi pelvis. La vagina me abrazaba el falo como nunca, cada vez más estrecha y con las paredes vaginales más húmedas, si cabe. Aquello era gloria pura.

-Date la vuelta, nena -le insté.

Marta aceptó mi orden y, sin sacársela, se fue dando la vuelta para ponerse cara a mí.

-Venga, follame.

Otra orden que aceptó con gusto. Sus pechos botaban. Los agarraba con mis manos, fuertemente. Yo también me movía y la cama, cada vez, hacía más ruido con nuestros movimientos; al igual que nuestros gritos, que iban en aumento. Marta volvió a correrse. Sin parar, observé como su squirt iba regalimando por mis caderas en hilillos finos; lo más abundante se fue quedando dentro haciendo que su cavidad vaginal fuera más y más mojada y lubricaba mi polla con cada embestida de Marta sobre mí. Le azotaba las tetas, las nalgas, le agarraba del pelo (intentando no hacerle daño) y ella me cabalgaba con furia y pasión mientras me tiraba del vello del pecho, acariciaba mis pezones, mis labios. Perdón por repetirlo pero, ¡Dios, que mujer…!

Sin previo aviso, la sorprendí cogiéndola con fuerza y, como si de una muñeca se tratase, me moví de manera que quedé, otra vez, sobre ella. Continúe follando su vagina con más fuerza si cabe, haciendo que sus gritos fueran mucho más fuertes. Yo también no podía parar de gritar mientras movía mis caderas sin cesar. Sexo en estado puro. El “paf, paf, paf” de nuestros cuerpos y el “ñiqui, ñiqui, ñiqui” de la cama inundaba, yo diría, que todo el edificio. Los vecinos sabían que Marta y yo, que vivíamos juntos de siempre, eramos padre e hija. ¿Qué pensarán la escuchar muestro goce?

Me venía. Así que no paré. Continúe follando aquella vagina con todas mis fuerzas cada vez más deprisa e intensidad. Esta vez, por fin acabó pasando algo que deseaba desde nuestro primer polvo: tanto Marta como yo acabamos llegando juntos al orgasmo con fuertes aspavientos, audibles gemidos y llenos de sudor.

Minutos después, ambos estábamos acostados, abrazados y agradecidos de tenernos el uno al otro. Acaricié el vientre de Marta, donde crecía nuestro hijo. ¡Dios, que ganas de verle la carita! Aquello se me notó en el rostro y Marta se me acercó para besarme. Acababamos de afianzar nuestro compromiso con amor. Era raro, sí, pero más fuerte era el querer verla feliz y, si tenía que ser a mí lado, así sería. Y sabía cuando debía llevarla al altar para que lo nuestro fuera para siempre.

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