Seguimos viendo películas, una tras otra, perdiéndonos en comedias ligeras y algún drama que apenas prestábamos atención. El reloj avanzaba, y cerca de la medianoche, noté que Regina se había quedado dormida otra vez, su cabeza permanecía apoyada en mi pecho, su respiración era lenta y rítmica. La frazada había resbalado, dejando al descubierto sus muslos, la tela de su mini short rosa abrazaba cada curva con una precisión que me hacía apretar los dientes.
Con cuidado, me levanté del sillón, deslizando mis brazos bajo su cuerpo para cargarla. Su peso era ligero, pero la sensación de su piel cálida contra mis manos era abrumadora. Mientras la llevaba a su habitación, no pude resistir el impulso: mis manos se deslizaron un instante hacia sus nalgas, firmes y suaves bajo la tela fina del short. Fue una caricia fugaz, pero suficiente para enviar una corriente de deseo por todo mi cuerpo, una delicia prohibida que me hizo contener el aliento.
La recosté en su cama, las sábanas blancas estaban bajo su figura. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando su piel en un resplandor plateado que resaltaba la curva de su cuello y el contorno de sus pechos. La cubrí con cuidado, asegurándome de que estuviera cómoda, pero antes de irme, me incliné hacia ella. Mis labios encontraron los suyos en un beso lento, más largo de lo que había planeado, saboreando la suavidad de su boca dormida, el leve sabor a pizza aún presente. No se movió, pero un suspiro apenas audible escapó de ella, y mi corazón dio un vuelco.
—Descansa, Regina —susurré, mi voz apenas un murmullo en la penumbra. Salí de la habitación, cerrando la puerta con suavidad, y me dejé caer en el sillón de la sala. El cojín aún conservaba el calor de nuestros cuerpos, y mientras me acomodaba, mi mente ya estaba en el día siguiente. Cerré los ojos, el deseo ardiendo en mi pecho, sabiendo que cada paso con ella era un juego delicado, pero uno que estaba decidido a jugar.
El sol de la mañana del sábado calentaba las calles de Guadalajara, y me vestí para el calor: una bermuda caqui, holgada, que dejaba mis piernas respirar, una playera blanca que se ajustaba justo lo suficiente a mi torso, y una gorra a juego que me daba un aire relajado. Me miré al espejo, satisfecho, listo para un día con Regina. Ella salió de su habitación como un rayo de luz, envuelta en un vestido floral que flotaba sobre su figura, ligero como una brisa.
La tela, casi traslúcida bajo la luz del sol, delineaba la silueta de sus pezones, un detalle que hizo que mi pulso se acelerara. Su cabello castaño caía en ondas suaves, y los anteojos de nerd le daban ese toque inocente que contrastaba con la sensualidad descarada de su atuendo. Estaba radiante, y no pude contenerme.
—¡Qué excitante te ves, prima! —solté, lleno de admiración, mientras mis ojos recorrían cada centímetro de su figura.
Ella se sonrojó, sus mejillas tiñéndose de un rosa suave, y agitó la mano como para espantar mis palabras. —Cállate, tonto, ya vámonos —dijo, riendo, pero el brillo en sus ojos me dijo que el cumplido no le había molestado en absoluto.
Salimos del departamento, el aire cálido nos envolvió. Me dirigí hacia su coche, pero ella me detuvo con un gesto. —Mejor pedimos un Uber —propuso, ajustándose el vestido con un movimiento que hizo que la tela se pegara aún más a sus curvas—. Más cómodo, ¿no?
—No hay problema —respondí, sacando mi teléfono para pedir el auto. Mientras esperábamos, no podía apartar la vista de ella, de cómo la brisa jugaba con el dobladillo de su vestido, levantándolo lo justo para insinuar la piel pálida de sus muslos.
El Uber llegó, un sedán gris que relucía bajo el sol. Regina subió primero, y cuando lo hizo, el vestido se tensó contra su cuerpo, marcando el contorno de una tanga de encaje que se dibujaba con una claridad casi cruel. Mi respiración se entrecortó. Fingiendo un tropiezo al subir, apoyé una mano en su cadera, mis dedos rozaron la curva firme de sus nalgas. La sensación fue eléctrica, un destello de calor que me recorrió entero.
—¡Ay, primo, para eso son, pero se piden! —dijo Regina, girando el rostro hacia mí con una sonrisa pícara, sus anteojos reflejaban un destello del sol.
—Entonces dámelas —repliqué, con atrevimiento que no pude contener. Ella soltó una carcajada cristalina, echando la cabeza hacia atrás, y el sonido llenó el auto como una melodía.
—Ya, compórtate —respondió, dándome un empujón juguetón mientras se acomodaba en el asiento. Nuestras piernas se rozaron al sentarnos, y ella no hizo nada por apartarse, dejando que el contacto permaneciera, cálido y deliberado, bajo la tela ligera de su vestido.
El trayecto al zoológico fue una danza de miradas y roces. Regina señalaba por la ventana, hablando de los leones y los elefantes que quería ver, pero yo apenas escuchaba, perdido en la forma en que sus labios se movían, en el leve balanceo de sus pechos con cada bache del camino.
—Oye, ¿me estás escuchando o solo me estás mirando? —preguntó de pronto, ladeando la cabeza con una ceja arqueada.
—Un poco de las dos cosas —admití, mi sonrisa traicionando mis pensamientos. Ella rodó los ojos, pero su mano encontró mi rodilla, un toque ligero que pareció accidental, aunque ambos sabíamos que no lo era.
—Eres imposible, Adrián —susurró, pero su voz tenía un matiz cálido, casi invitador, que hizo que mi piel se erizara.
El auto se detuvo frente al zoológico, pero el juego entre nosotros apenas comenzaba. Bajamos, el sol calentando nuestras espaldas, y mientras caminábamos hacia la entrada, su cadera rozó la mía, un contacto fugaz pero intencional que prometía un día lleno de tentaciones.
El sol ardía sobre el zoológico de Guadalajara, su luz dorada se filtraba entre los árboles mientras pagábamos las entradas. Regina, con su vestido floral ondeando al ritmo de la brisa, me tomó de la mano en cuanto cruzamos la entrada. Sus dedos, suaves y cálidos, se entrelazaron con los míos con una naturalidad que me hizo sentir como si fuéramos algo más que primos. Caminábamos como novios, sus pasos ligeros acompasados con los míos, su risa resonaba cada vez que un mono saltaba de rama en rama o un pavo real desplegaba su cola en un espectáculo de colores.
—Ven, mira los flamencos, ¡son tan ridículamente elegantes! —dijo ella, tirando de mi mano hacia un estanque donde las aves rosadas se balanceaban sobre una pata. Su entusiasmo era contagioso, pero mi atención estaba dividida: la tela de su vestido se pegaba a su cuerpo con cada movimiento, marcando la curva de su cintura y el contorno de sus pezones, que se insinuaban sin pudor bajo la tela fina.
La abracé por la cintura, mis manos rozaban la suavidad de sus costados, y en un impulso juguetón, la levanté del suelo, mis dedos se deslizaban deliberadamente por la parte trasera de sus muslos, tan cerca de sus nalgas que sentí el calor de su piel. Ella soltó una risita, dándome un golpecito en el pecho.
—¡Bájame, loco! —protestó, pero su voz tenía un matiz juguetón, y no hizo nada por apartarse cuando la dejé en el suelo, mis manos demoraron un segundo más en sus caderas.
Nos tomamos selfies frente a los elefantes, su trompa alzada como un telón de fondo. En una foto, Regina se inclinó hacia mí, sus labios a un suspiro de los míos, sus ojos brillando tras los anteojos con una promesa que me hacía contener el aliento. —Casi nos besamos, Adrián —susurró, revisando la foto en mi teléfono, su hombro rozando el mío.
—Tal vez deberíamos intentarlo de verdad —respondí. Ella solo sonrió, mordiéndose el labio, y cambió de tema, señalando a un león que bostezaba en la distancia.
En otro momento, frente a la jaula de los tigres, se puso delante de mí para otra selfie, su cuerpo pegándose al mío con una deliberación que no podía ser casual. Sus nalgas, firmes y redondeadas, se presionaron contra mi entrepierna, y mi erección, imposible de ocultar, respondió al instante. Intenté ajustarme la bermuda, agradeciendo su holgura, pero Regina giró el rostro, su sonrisa traviesa diciéndome que sabía exactamente lo que provocaba.
Más tarde en el SkyZoo, la brisa cálida revolvía el vestido floral de mi prima mientras el paisaje del zoológico se desplegaba bajo nosotros. Estábamos sentados en el pequeño asiento, nuestros cuerpos apretados en el espacio reducido, sus muslos rozaban los míos bajo la tela ligera. De pronto, su mano se deslizó, aparentemente por accidente, y aterrizó en mi muslo, justo donde la evidencia de mi deseo era imposible de ignorar. Sus dedos rozaron mi erección a través de la bermuda, y sus ojos se abrieron, un destello de sorpresa cruzando su rostro.
—¡Ay, primo, ¡qué chorizote! — exclamó, entre risas, sus mejillas tiñéndose de un rosa suave bajo la luz del sol.
Sin pensarlo, tomé su mano y la guie para que sintiera toda la longitud, mi corazón latía con fuerza. —Siéntelo bien, primita — murmuré, mi voz estaba cargada de desafío.
Ella apretó por un instante, un apretón firme que envió una corriente de calor por mi cuerpo, pero luego retiró la mano con una risa. —Eres un tonto, Adrián —dijo, sacudiendo la cabeza, sus anteojos reflejaban el brillo del atardecer. Pero la chispa en sus ojos no mentía; el juego estaba lejos de terminar.
—Cuando gustes, te lo puedes comer —respondí, mientras la miraba fijamente.
Regina volteó hacia mí, su sonrisa fue lenta y peligrosa, pero no respondió. En cambio, señaló los animales abajo, cambiando el tema con una facilidad que me desconcertó. —Mira, los elefantes están jugando en el agua —dijo, con voz ligera, como si nada hubiera pasado. Habló del paisaje, de las copas de los árboles que se mecían en la brisa, del horizonte teñido de naranja, pero su mano seguía rozando mi pierna, un contacto fugaz que mantenía mi piel en llamas.
Cuando bajamos del SkyZoo, todo siguió como si aquel momento no hubiera ocurrido. Sus dedos volvieron a entrelazarse con los míos, y caminamos como si fuéramos algo más, sus risas y roces tejían una intimidad que no necesitaba palabras. Nos detuvimos en un puesto de comida, compartiendo un par de hamburguesas y papas a la francesa, ella robó una papa de mi plato.
—Oye, ese era mía —protesté, fingiendo indignación.
—Comparte, primo, no seas egoísta —respondió, lamiendo una gota de cátsup de su dedo con una lentitud que parecía calculada para torturarme.
Para cerrar el día, subimos al trenecito que recorría el zoológico, nuestros cuerpos apretados en el asiento estrecho, su cadera presionada contra la mía. Cada curva del camino hacía que su cuerpo se deslizara más cerca, y aunque no dijo nada, la forma en que sus dedos jugaban con el borde de mi playera hablaba por sí sola.
—¿Sabes? Este lugar es más divertido contigo —dijo, apoyando la barbilla en mi hombro, su aliento cálido rozaba mi cuello.
—Es porque sabes que te estoy mirando —respondí, mi mano descansó en su rodilla, mis dedos trazando círculos lentos sobre su piel suave.
Ella rio, pero no apartó mi mano. —Cuidado, Adrián, que el tren no es tan privado —susurró, con esa mezcla de inocencia y provocación que me volvía loco.
El tren llegó al final del recorrido, y bajamos, para salir del zoológico. Pedimos otro Uber, y mientras esperábamos, Regina se apoyó en mí, su cuerpo cálido y relajado contra el mío.
—Hoy fue perfecto, pero estoy agotada —dijo, mientras el auto se acercaba.
—Ya vamos a casa, yo también estoy muy cansado, pero me divertí mucho contigo —respondí, mi mano apretó la suya con una promesa silenciosa.
El Uber avanzaba por las calles de Guadalajara, el crepúsculo tiñendo el cielo de un violeta profundo. Regina, con esa naturalidad que desarmaba cualquier resistencia, se recostó en el asiento trasero, levantando sus piernas y apoyando la cabeza en mi regazo. Su vestido floral se deslizó apenas, dejando al descubierto la curva impecable de sus nalgas, la tela de su tanga asomando como un secreto a medio revelar. Mis dedos encontraron su cabello, acariciándolo en un gesto lento, casi hipnótico, mientras mis ojos se perdían en la silueta de su cuerpo, la piel pálida brillando bajo la luz tenue que se filtraba por la ventana.
—Sigue, no pares —murmuró, con su voz somnolienta pero cálida, mientras se acurrucaba más contra mí. El roce de su mejilla contra mi muslo era una tortura dulce, y mi cuerpo respondía con una urgencia que apenas podía contener.
El traqueteo del auto me fue venciendo, y el sueño me atrapó, mi cabeza cayó hacia atrás. En algún momento, una sensación cálida y húmeda me envolvió, como si unos labios suaves exploraran mi erección. Mi respiración se aceleró, pero no abrí los ojos, convencido de que era un sueño, una fantasía tejida por el deseo que Regina había encendido todo el día. Cuando por fin parpadeé, ella seguía allí, inmóvil, su rostro tranquilo en mi regazo, como si nada hubiera pasado. Sacudí la cabeza, confundido, el calor aun palpitaba en mi entrepierna.
El auto se detuvo frente al departamento, la ciudad ya estaba envuelta en la penumbra. Bajé primero, extendiendo una mano para ayudarla. Regina se incorporó, estirándose con un movimiento que hizo que su vestido se ajustara aún más a sus curvas.
—Tu chorizo se quiere salir —dijo de pronto, señalando mi entrepierna con una risa que resonó en el aire fresco de la noche.
Bajé la mirada, horrorizado, y vi que la bragueta de mi bermuda estaba abierta, dejando entrever más de lo que debería. La subí de inmediato, el calor subió por mi rostro. —¡Maldita sea, Regina! —protesté, pero su risa era tan contagiosa que no pude evitar sonreír.
—Tranquilo, solo yo lo vi —respondió, guiñándome un ojo mientras abría la puerta del departamento, su cadera balanceándose con una deliberación que me hizo apretar los dientes.
Entramos, el ambiente cálido del departamento contrastando con el fresco exterior.
—Voy a ducharme primero —anunció Regina, desapareciendo hacia el baño. El sonido del agua comenzó a filtrarse por la puerta, y mi mente, traicionera, evocó imágenes de ella bajo el chorro, el agua resbalando por su piel, sus manos recorriendo los mismos lugares que yo anhelaba tocar.
Cuando salió, envuelta en una bata de seda que se ceñía a su cuerpo aún húmedo, su cabello goteando en mechones oscuros, apenas pude mirarla sin que mi pulso se disparara. —Tu turno —dijo, señalando el baño con una sonrisa que parecía saber exactamente lo que provocaba.
El baño aún estaba cargado del vapor de la ducha de Regina, el aire era denso con el aroma dulce de su jabón. Al acercarme a la regadera, mis ojos captaron un destello de encaje colgado en la llave: la tanga que Regina había usado en el zoológico, esa prenda que se marcaba bajo su vestido floral y que había encendido mi imaginación todo el día. Estaba limpia y mojada, la tela blanca reluciente, pero no pude resistirme.
La tomé entre mis dedos, la suavidad del encaje rozó mi piel, y la acerqué a mi rostro. Inhalé profundamente, buscando un eco de su esencia, imaginando el calor de su panocha, la curva de sus nalgas que había rozado en el Uber. El recuerdo de ese sueño en el auto me golpeó con fuerza: la sensación de unos labios cálidos envolviéndome, la duda de si Regina había cruzado una línea en la penumbra del trayecto.
Bajo el chorro de la ducha, el agua caliente caía sobre mis hombros, y no pude contenerme. Mi mano encontró mi erección, y mientras el vapor me envolvía, me perdí en una fantasía donde mi prima y yo no estábamos en el zoológico rodeados de gente, sino solos, escondidos tras un rincón de árboles, su vestido levantado, sus piernas abiertas para mí. Imaginé su cuerpo contra el mío, sus gemidos ahogados mientras yo la penetraba con urgencia, el calor de su piel mezclándose con el mío. El clímax llegó rápido, un estallido que me dejó jadeando, el agua llevándose mi liberación mientras mi mente seguía atrapada en ella.
Terminé de ducharme, pero antes de salir, tomé una decisión audaz. No lavé la tanga. Quería que Regina supiera, que encontrara el rastro de mi deseo impregnado en su prenda. La colgué exactamente donde la había dejado, el encaje brillando bajo la luz del baño, una provocación silenciosa que esperaba que ella notara. Me envolví en una toalla, el aire fresco de la sala me hizo estremecer, y me dirigí a mi maleta para ponerme un short gris, holgado pero lo bastante ajustado para insinuar. Con cuidado, lo acomodé de manera que, al recostarme, mi verga pudiera asomarse, una invitación deliberada si Regina decidía acercarse.
Me dejé caer en el sillón, la frazada de la noche anterior aún doblada a un lado, y cerré los ojos, fingiendo dormir. Pero mi mente estaba despierta, vibrando con la anticipación de su reacción.
El sillón crujió bajo mi peso mientras fingía dormir, la penumbra del departamento me envolvía. La puerta de su habitación se abrió con un chasquido suave, y escuché sus pasos descalzos acercándose, sigilosos como un susurro. Mi corazón latía con fuerza, pero mantuve los ojos cerrados, mi cuerpo inmóvil, aunque cada fibra de mí estaba alerta. Entonces, lo sentí: una caricia lenta, casi tentativa, sobre mi short, sus dedos rozaban mi erección a través de la tela. La sensación fue eléctrica, un cosquilleo que me hizo apretar los dientes para no reaccionar.
Sus manos, cálidas y seguras, deslizaron el borde de mi short, liberando mi verga, que ya palpitaba de deseo. Luego, la humedad de su boca me envolvió, lenta al principio, sus labios suaves deslizándose sobre mí con una destreza que me robó el aliento. Me hice el dormido, aunque mi cuerpo traicionaba mi farsa, mi erección se endurecía bajo su lengua. Regina se movía con una mezcla de audacia y voracidad, sus gemidos ahogados vibrando contra mi piel mientras se atragantaba, el sonido húmedo de su garganta llenaba el silencio. Era una danza de placer crudo, su boca reclamándome con una intensidad que me llevaba al borde.
No pude contenerme por mucho tiempo. Con un estremecimiento que recorrió mi cuerpo, me derramé en su garganta, un clímax que me dejó jadeando en silencio, mi mente nublada por la intensidad del momento. Regina tragó, su lengua limpió cada rastro antes de sacar mi pene de su boca con una delicadeza que contrastaba con la ferocidad de segundos antes. Acomodó mi short con cuidado, como si nunca hubiera pasado nada, y se levantó. Su voz, con un susurro travieso, cortó el aire.
—Tan deliciosa como en el Uber, primito —dijo, y antes de que pudiera procesarlo, sus pasos rápidos se perdieron en dirección a su habitación, la puerta se cerró tras ella con un clic suave.
Me quedé allí, inmóvil, el corazón retumbaba en mi pecho, la certeza golpeándome como un relámpago: lo del Uber no había sido un sueño. Regina había cruzado esa línea, y ahora lo había hecho de nuevo, sin pedir permiso, sin disculpas. Una parte de mí se arrepintió de no haber abierto los ojos, de no haberla tomado entre mis brazos para llevarla más lejos, para reclamarla en ese mismo sillón. Pero otra parte, la que aún palpitaba con el eco de su boca, sabía que esto era solo el comienzo.
—Regina, vas a ser mía —murmuré al vacío, con mi voz cargada de una determinación feroz. Me acomodé para dormir, aunque el sueño tardaría en llegar. Mi mente estaba llena de ella: su risa, su cuerpo, la promesa de lo que vendría.
La luz del amanecer se colaba por las cortinas, bañando la sala en un resplandor dorado. Yo estaba en la cocina, mordiendo un pan tostado con mermelada, el café humeando en una taza a mi lado, cuando Regina salió de su habitación. Su uniforme de enfermera, impecable y ceñido, abrazaba cada curva de su cuerpo: la falda marcaba sus caderas, la blusa blanca resaltaba la suavidad de su pecho, la tela estirándose justo lo suficiente para insinuar lo que había debajo. Sus anteojos de nerd, ligeramente ladeados, le daban un aire de inocencia que contrastaba con la sensualidad descarada que desprendía. No podía apartar la mirada, mi mano detenida a medio camino de mi boca.
—Ay, prima, cómo me encantas con ese uniforme —dije, dejando el pan en el plato mientras mis ojos recorrían su figura sin disimulo.
Regina se detuvo, girando lentamente hacia mí, una sonrisa traviesa curvó sus labios. —Sé que te gustaría más verme sin él —respondió, con tono provocador, sus ojos brillaron tras los cristales con una promesa que hizo que mi pulso se acelerara.
—La verdad, sí —admití, inclinándome hacia adelante en la silla—. ¿Te espero en la noche para cenar?
Ella se acercó, sus pasos fueron lentos y deliberados, el sonido de sus zapatillas destacaba en el silencio del departamento. Sin decir nada, se inclinó hacia mí, sus labios encontraron los míos en un beso breve pero intenso, un roce húmedo que me dejó sin aliento. Su mano, audaz y segura, se deslizó bajo la mesa, apretando mi erección a través de la tela de mi short con una presión que me hizo contener un gemido.
—Prepara algo delicioso para mí, Adrián —susurró contra mi boca, su aliento cálido resonó en mi piel antes de apartarse, sus dedos demorándose un segundo más de lo necesario.
Me quedé congelado, el calor de su toque aun palpitando en mi cuerpo, la sorpresa mezclándose con un deseo que ya no podía contener. Correspondí el beso justo cuando ella se apartaba, mis labios persiguiendo los suyos un instante más. Regina sonrió, ajustándose el bolso al hombro, y salió del departamento, la puerta cerró tras ella con un clic que resonó como un disparo en mi pecho.
Me recosté en la silla, el café olvidado, mi mente dando vueltas. Cada gesto suyo, cada roce, era una confirmación de lo que ya sabía: mi prima y yo estábamos a un paso de cruzar la línea que había estado imaginando desde que llegué. La noche prometía ser el momento, el instante en que dejaríamos de jugar y nos entregaríamos por completo. Me levanté, decidido a planear una cena que no solo llenara su estómago, sino que la llevara a rendirse a lo que ambos queríamos.
La noche había caído, y el departamento estaba iluminado por la luz suave de un par de velas que había colocado en la mesita. El aroma del espagueti a la boloñesa, con su salsa rica y especiada, llenaba el aire, mezclado con el toque sutil de un vino tinto que había servido en dos copas. Todo estaba listo cuando Regina abrió la puerta, su uniforme de enfermera ligeramente desarreglado, el cansancio en sus ojos eclipsado por esa chispa de picardía que nunca parecía apagarse.
—Te luciste, primito —dijo, dejando su bolso en el sillón y acercándose con una sonrisa. Antes de que pudiera responder, sus labios encontraron los míos en un beso breve pero cargado de intención. Esta vez no dudé: la abracé por la cintura, atrayéndola contra mi cuerpo, sintiendo la calidez de sus curvas presionándose contra mí. Correspondí el beso con urgencia, mi lengua rozando la suya por un instante antes de que se apartara, riendo suavemente.
Nos sentamos a cenar, el tenedor de Regina girando el espagueti con una gracia que me tenía hipnotizado. Cada bocado que tomaba, la forma en que sus labios se cerraban sobre la pasta era una provocación silenciosa. —Esto está increíble, Adrián —dijo, sorbiendo un trago de vino, sus ojos fijos en los míos, brillando bajo la luz de las velas.
Continuará…
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