Mi relación con Eusebio (1)

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Veo a Eusebio acercarse a mí por detrás. El espejo del baño está ligeramente cubierto de vapor humeante; un par de lagrimones descienden en un surco parejo desde la yema de mi dedo hacia el borde niquelado del espejo, que me muestra la figura del novio de mi hermana cuando coloca sus manos en mis hombros.

Besa mi nuca y yo me estremezco. Aprieta sus labios abiertos sobre mi carne húmeda. Dejo caer mi cabeza hacia atrás y noto el suave mordisco de sus dientes sobre mi hombros. Noto su miembro virilizarse contra mis glúteos. Y la punzada de la excitación recorre mis testículos. Mi miembro se mueve de manera autónoma y comienza a erguirse, a pesar de su arco lateral, sobre mi muslo derecho.

—Van a tardar…, podemos hacerlo ahora.

Marta y Susi salieron por la tarde. Es época de las odiosas rebajas de navidades y, como cada tarde desde principios de diciembre, han salido a la caza de obsequios. No regresarán hasta la noche, cargadas de bolsas y excitadas por las compras. Eusebio y yo nos quedamos en la casa. Cuando regresen estaremos sentados frente al televisor, viendo la retransmisión del partido de Liga, como las otras veces. Ahora me pregunto por qué hemos tardado tanto en descubrir esto; en el tiempo desperdiciado, las ocasiones perdidas…

Mientras Eusebio me acaricia la espalda y pasa a toquetear mis pezones, me vuelve a la memoria la conversación… y la primera vez. El espejo ha recobrado su brillo y nos refleja. Eusebio acaricia y aprieta alternativamente mis pezones rodeados de vello. Su polla está dura y tiesa sobre mi culo.

La mañana en que Pepita las invitó al partido de tenis en Las Rozas yo estaba limpiando el acuario. Eusebio volvió de la piscina. «Nunca he tenido peces», «Son seres raros…, mudos, fríos». Yo le expliqué que mis padres siempre habían tenido acuario, así que me gustaban. «Me recuerdan las historias de sirenas», arguyó, «esos seres blandos y escurridizos».

Me eché a reír. «Hombre…, no hay que tocarlos». «No me gusta ese tacto», remachó. «¿Y, todo lo… blando y escurridizo te desagrada?», bromeé. Se quedó quieto, tieso, mirando los acuáticos e incesantes paseos de los peces anaranjados y azulados. «Te pillé…», reí. «Menos mal —añadí en tono de chanza—, si no…, pobre Susi» (Susi es mi hermana mayor). «¿De verdad tienes repulsión?». «De verdad, te lo juro, Nicolás; me repugna esa piel resbaladiza…». «Desde niño», concluyó.

Terminé de limpiar y le invité a un scotch. Nos sentamos en el solárium. El sol de la mañana de invierno era una bendición. Estuvimos intercambiando anécdotas del trabajo. Eusebio trabajaba para la compañía de su padre; ostentaba el cargo de CEO. Me confesó que tenía los nervios destrozados: sobrecarga de trabajo, competencia desleal de las compañías norteamericanas y chinas. Vació el vaso y se quedó silencioso, mirando los cactus del invernadero. Traté de desviar el tema. «¿Otro trago?». Le volví a poner; esta vez, un poco más: parecía necesitarlo. Cuando se lo llevó a los labios recordé que mi hermana me dijo una vez que Eusebio no solía beber.

«Nunca debí aceptar el puesto». Me miró con languidez. «No me gusta», volvió a beber: «Yo soy psicólogo, no ejecutivo; pero mi padre…, le conoces —tragó de golpe todo el líquido dorado—, no paró hasta que le dije que estaba de acuerdo. Se quedó con el vaso entre las manos y la mirada triste y vacía. Bebí mi vaso, me levanté y me acerqué al butacón de flores donde estaba sentado.

«No te pongas así; todo se arreglará», sonreí tratando de animarlo, hice un amago de risa que se quedó en un ruidito incalificable. Eusebio seguía meditabundo. Le puse una mano en el hombro. Él levantó la vista, me miró a los ojos; los suyos pasaban de uno a otro de los míos. Me percaté por primera vez de que eran de color azul claro. Puso su mano sobre la mía. Estaba caliente. Hice un gesto para liberarla de debajo de su palma, pero él la retuvo. Los segundos se extendieron. Yo no quería parecer despreciativo y la volví a relajar, entonces Eusebio apretó la suya sin dejar de mirarme. Una inquietud me recorrió.

«Gracias, Nicolás…, perdona», susurró. «De nada, para eso estamos. Ya conoces el dicho: un día por ti, y otro por mí». A modo de chiste concluí: «Sabes, tienes razón: el tacto de los peces es repulsivo: frío, blando y resbaladizo, ja,ja,ja».

Esa fue la primera vez en que Eusebio ocupaba mis pensamientos. Cuando volvieron las chicas y departíamos en la cena, no dejaba de pensar en sus palabras, y en la extraña situación. «Creo que se le había subido el whisky», me dije. Pero en su comentario sobre la piel de los peces había algún mensaje oculto, quizá intangible, indefinido, me dije con cierta inquietud.

Dos semanas más tarde, Marta quedó en comer con Susi y Eusebio en la casa de ellos. Marta, mi mujer, era la amiga más querida de mi hermana. Se conocían desde el colegio mayor y mantenían una estrecha amistad desde antes de conocernos ella y yo. Junto con Pepita, eran conocidas como las “Lázaro”, sin que ninguna supiera ya la razón; y seguramente nadie recordaba la causa del mote; aunque yo siempre sospeché que era algo relacionado con sus creencias religiosas. Eran las cosas de aquella burguesía madrileña rancia, que se convirtió, por derecho matrimonial, en mi terreno cotidiano y pasto para el negocio que llevaba junto a Otón, el marido de Pepita: una hermosa olla endogámica propia de los episodios del tardo feudalismo y el renacimiento adriático, como sé ahora.

Llamó Eusebio. Me invitó para un partido de tenis antes de la comida.

La pista del club San Roque estaba vacía a aquella hora. El cielo estaba nublado y el frío de octubre soplaba en forma de una brisa molesta. Cuando empezamos el set una ligera lluvia comenzó a caer. Eusebio me preguntó si quería continuar. Le respondí que, por supuesto. Cuando fui a responder a uno de sus fuertes saques resbalé y me desestabilicé, cayendo sobre la pista. El dolor de la contusión me hizo abandonar la idea de continuar el juego.

Una vez en a cubierto en el vestuario Eusebio me hizo sentar para examinar el golpe. La rodilla comenzaba a hincharse. «Después de la ducha te daré un masaje», me dijo.

Al salir me dolía más. «Túmbate», me dijo señalando el banco frente a las taquillas. Abrió la suya y extrajo un frasco de algún linimento con el que me frotó delicadamente la rodilla. «Estás tenso, Nicolás. Date la vuelta». Extrajo otro frasco aceitoso. «Estoy bien, de verdad…, no hace falta». Me acosté boca abajo y Eusebio me hizo un masaje rotatorio desde el cuello al sacro. Lo hacía como un profesional. Inopinadamente tiró de la toalla que me cubría y quedé desnudo completamente por detrás.

Sus manos masajearon mis nalgas. Me ruboricé hasta las orejas. Me giré: «Ya estoy relajado, no te preocupes». Él estaba sentado a mi lado y apretaba la carne de mis glúteos. Eusebio pasaba los dedos y palmoteaba la cara interior de mis muslos. Era un masaje suave y me aliviaba los músculos. Cuando iba a volver la cabeza sentí un estremecimiento al ver el elevado bulto blanco entre sus piernas: bajo la toalla sobresalía un montículo claramente identificable. Su sexo estaba erecto.

Volví a apoyar disimuladamente la cabeza sobre los hombros. Pero sus manos habían ocasionado sobre mi cuerpo una respuesta idéntica. Noté cómo mi polla se iba hinchando contra los listones de madera del banco. Me quedé atónito. Nunca me había ocurrido algo parecido. Mi miembro se había endurecido por efecto de los toques de otro hombre; además, el novio de mi hermana.

Eusebio continuó unos minutos más y terminó con un par de palmadas amistosas sobre mi culo.

«Gracias», le dije. «¿Estás mejor?». Asentí, me volví a cubrir con la toalla y esperé a que se levantase para voltearme, con el fin de que no se diera cuenta del crecimiento de mi órgano sexual. Luego fui hacia mi taquilla y me quité la toalla. Mi polla estaba enhiesta. Cogí mi slip y cuando estaba subiéndolo se me cortó la respiración: vi mi reflejo en uno de los espejos de los lavabos. Eusebio estaba quieto en una diagonal que le permitía observarme, con mi verga tiesa.

«Ah, no te preocupes», dijo a modo de disculpa y de modo tranquilizador. «No pasa nada, hombre». Yo debía estar visiblemente ruborizado. El dejó caer la toalla. Su falo se balanceó en el aire. Se echó a reír. «Ya veo que nunca te había pasado». Negué con la cabeza nerviosamente. Me hizo un guiño y afirmó: «A mí, sí». Nos vestimos y regresamos a su casa en completo silencio.

Dos semanas después habíamos quedado con ellos para devolverles la invitación. Acabada la sobremesa, Susi y Marta fueron al salón para hacer su siesta. Nosotros dos fuimos a dar un paseo para quemar calorías.

El camino estaba desierto. A los pocos minutos Eusebio dijo: «Oye, el otro día… Bueno, ya sabes: no fue intencionado. Siento que lo pasaras mal». «Está bien», repliqué y reí de manera confusamente tranquilizadora.

Continuamos hasta llegar al puente sobre el río. Nos paramos sobre el puente mirando el crecido riachuelo, apoyados en la barandilla de postes de madera.

«La sexualidad es algo misterioso, sabes. No la dominamos, ¿no te parece?» Eusebio hizo una pausa mirando los circulitos de oxígeno que emergían un instante en la película acuosa, para desaparecer al instante.

«El sexo es espontáneo, como lo es la pasión, y no obedece a reglas de moralidad. Un cuerpo desnudo desata la excitación. Es la visión del sexo, de los genitales lo que incita la aparición libre de la libido. Provoca una reacción de…». Interrumpí: «De deseo…, de deseo», confirmé. «Es como el calor irrefrenable de la lujuria, que se apodera de nosotros cuando vemos hacer el amor a otros. ¿También te ocurre?». Eusebio asintió y volvimos a quedar callados, mirando hacia el curso sereno del río.

Luego, mi cuñado me miró a los ojos: «¿Tú, lo has hecho?». Le devolví una mirada interrogativa. Eusebio aclaré: «Voyerismo ¿Has sido espectador viendo cómo otros follaban delante de ti? ¿Has participado?». «No, directamente, no. Me refería —le aclaro —en películas de sexo, pornográficas». «Me ha pasado —proseguí, presa de una locuacidad que respondía a la combustión interior— que también me ha resultado placentero ver los genitales de los actores, igual que el de las actrices; de cualquiera de ellos, no sólo de las mujeres. Quiero decir que…».

Eusebio me sujetó el antebrazo. «Sí, a mí me pasa, también me pone ver el sexo de los hombres». Se echó a reír. «Bueno, pues, igual que…como el otro día». Yo le miré directamente, ya sin rebozo ninguno: «Eso quería decir». Nos quedamos en silencio otra vez. Después reanudamos el paseo. Entramos en el bosquecillo del llamado Prado del obispo y nos sentamos en unas rocas, bajo las encinas frondosas. Eusebio bebió unos largos tragos de su cantimplora y me la pasó. Se notaba el calor y la fatiga del camino.

«Como en las pelis…». Eusebio reinició la charla. Lo miré sin entender. «Me puse cachondo al vértela», se rio sonoramente. Bueno —se corrigió— antes…, cuando te quité la toalla y vi tu culo». Bajó la cabeza. «Lo siento, no pude evitarlo. Tenía ganas de verte totalmente desnudo». Me reí de buena gana. «Sólo por detrás ». Me empujó con el codo. «Cuando lo pensé ya se me puso morcillona. Oye, ¿tú te empalmaste antes o entonces?». «Entonces; fue entonces». «A mí —continuó— ya me había pasado. La primera vez me resultó embarazoso; después entendí, cómo dijimos, que el sexo no tenía más reglas que ser placentero…, con uno mismo o con quien sea, mujer u hombre, mientras ambos lo deseen por igual, libremente».

Otro silencio.

«¿Te enfadaste?», inquirió

Negué. Tras unos segundos, añadí: «Me gustó». «El masaje?» «No…, todo». Decidí hablar claro cuando noté que la conversación estaba despertando mi lubricidad nuevamente, el deseo dormido, inconfesado. «Te vi mirándome el sexo, y eso me puso más caliente». Un pequeño lapso: «Y también ver la tuya». «¿Nunca has tocado otra?». «No —dije—¿tú, sí?». Sí, un par de veces. Bebimos de nuevo y callamos otra vez.

La conversación había hecho que mi polla se irguiese; tenía el miembro duro, apretado contra mi muslo y la tela de las bermudas. Todavía no sé cómo llegamos a aquello, pero me dejé ir con una electricidad recorriendo mi estómago. Me entraron unas ganas incontrolables.

«¿Quieres cogérmela?» Eusebio respondió con una pregunta: «¿Te apetece que lo haga?». Asentí. Él llevó su mano a mi entrepierna y deslizó los dedos por todo mi mango; la agarró con firmeza. «La tienes grande y dura». Miré a mi alrededor. Completa soledad. Me bajé la cremallera y saqué con dificultad la tranca. Eusebio miraba con ojos brillantes. Mi falo estaba enrojecido. El capullo completamente descapullado.

Me la cogió por el glande y lo acarició. Sentí un chisporroteo placentero. Las yemas de sus dedos conocían los lugares, los puntos, la presión necesaria, el toque suave, los giros, la caricia en el borde violáceo de la corona del glande, la rotación precisa, el roce en el frenillo, los microsegundos entre pase y pase. Mis latidos estaban acelerados y tuve que jadear. No sé por qué razón quería contener mis jadeos (con Marta o con otra mujer no hubiera tenido ese punto de… ¿vergüenza?). Eusebio bajó y comenzó a masturbarme. La piel del prepucio aparecía y desaparecía en su puño. Mi verga estaba muy dura, pero sus dedos parecían seda corriendo por mi carne tiesa. Ya empezaba a notar que llegaba al clímax… Él, también.

«No, espera, egoísta », me dijo, apartando los dedos de mi pene. Se sacó la suya. Larga y venosa, con su glande colorado; tenía cubiertos los pequeños labios verticales del glande de transparente flujo: una gota resbaló y otra apareció dando aspecto lustroso al capullo. «¿Te atreves a tocarla?» Yo estaba encendido. Sentía unas ganas locas de apropiarme de aquella polla entre mis dedos. Se la cogí. Estaba calentísima, tan dura y tiesa como la mía. La apreté y Eusebio gimió, casi con dolor. «Suave», pidió. Un segundo después: «Despacio: manipula el glande… así, de abajo arriba…juega con la piel», gimió, pero ya de placer. «Eso es… uhmmm, así, lento, lennnto».

El fluido preeyaculatorio resbalaba, húmedo y caliente, inodoro, por el agujero del glande, y llenaba mis dedos. Yo recorría con él toda la longitud dura del mástil erecto. Eusebio jadeaba. Empecé a notar los latidos en el cilindro duro, el comienzo de los espasmos. Eusebio dio un empujón en el aire con la cintura, seguido de varios movimientos copulatorios. Yo manejaba el miembro con energía, rápido, lo pajeaba como si fuera el mío hasta que un chorro en arco, blanco y espeso salió disparado desde su meato hacia arriba; fue seguido de cuatro o cinco manguerazos de semen más, mientras Eusebio iba quedando laxo y un sonido ronco y leve salía por su boca.

La leche iba vaciándose cada vez con menos fuerza, con espasmos más separados entre sí. La parte superior de mi puño estaba completamente cubierta de esperma espeso y éste sí, oloroso. Nunca había experimentado algo así. El olor y lo grumoso de la leche de Eusebio eran similares a los míos propios. La leche estaba caliente, y había mojado todo el pantalón, hasta el vello de su pubis. Me percaté de que algunos grumos habían salpicado mi polo y que también sobre el vello de su muslo había dos grandes salpicones.

Eusebio recuperó la respiración normal. Yo estaba excitadísimo. Me había bajado completamente el pantaloncito y me agarraba la polla con una mano. Veía mis testículos hinchados, peludos y los acariciaba jugando con las bolas apretadas contra el escroto. Verme a mí mismo manipulando mis genitales siempre me hacía hecho arder de deseo. «¿Me dejas a mí?» Eusebio estaba arrodillado a mi lado, observando mis juegos sexuales. Retiré mis manos. El falo permaneció tieso, erguido, con la piel roja y el capullo morado.

Los dedos de Eusebio recogieron en su mano mis pelotas y las acarició con la maestría de quien conoce la delicadeza que requieren los huevos masculinos. Y entonces…

Llevó su boca a mí miembro y lo besó, lo lamió varias veces, con pases lentos y precisos. Mi polla se movía con golpecitos cortos, en el aire, frente a su boca, ante su mirada. Entonces se la metió dentro y empezó a chuparla con una delicadeza que Marta nunca había tenido. Su boca se hundía en el mástil y volvía a subir. Un reguero de saliva resbalaba hacia mis cojones. Tuve que cerrar los ojos mientras me estremecía de placer y jadeaba intensamente. «Así», decía Eusebio, relamiéndose los labios con gotas de saliva en ellos. «¿Quieres más…, otra vez?» Respondí con un gemido y llevando mis manos a su cabeza; la empujé hacía mi verga. «Te gusta, ¿verdad? Nunca te habían hecho una mamada igual».

Eusebio se inclinó y empezó a hacerme una fellatio completa, rápida, casi furiosa hasta que descargué potentes golpes de leche en su boca. Él succionaba, apretando mi carne entre su paladar y su lengua. Me corrí intensamente y estaba sudoroso. El seguía con mi órgano en la boca. Cuando terminé de eyacular soltó la verga ya más floja y expulsó mi leche a un lado. Había tenido un orgasmo intenso y potente: dejó salir de boca una gran cantidad de semen. Unos pequeños chorritos quedaban en la superficie de sus labios, pero esta vez los recogió y los tragó.

«¿Tenias ganas de que te lo hiciera, eh?» «Tú también», respondí. Nos quedamos callados, como ausentes. Hasta que reaccioné y le dije «Tenemos que volver, las chicas están esperando». Le miré y le pregunté: «¿Tú? crees que… notarán algo?» Eusebio se subió los pantalones y se guardó el miembro ya en total flacidez (no sé porqué, pero me pareció muy atractivo así, pequeño y cansado, casi sentía ternura por aquel sexo que había tenido entre mis dedos erguido, duro, tenso y deseoso de descargar su viscosidad en mi mano…, o quizá mejor, otro día, en la cavidad succionadora de mi boca; yo sabía ahora que con unas pocas caricias, volvería a empinársele y descargaría gustosamente el esperma que le quedaba en los genitales).

Con una carcajada respondió: «Si te limpias mi lechada, no».

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