Mi trabajo ideal (Maestro de ceremonias de mazmorras)

0
3515
4
T. Lectura: 5 min.

La habitación del castillo, una sala de piedra antigua con altos techos abovedados, estaba tenuemente iluminada por antorchas parpadeantes que proyectaban sombras danzantes sobre los muros cubiertos de musgo.

El aire, cargado de un aroma a cuero, cera y metal, creaba una atmósfera densa y embriagadora.

Me encontraba aislado por tres semanas, según lo estipulado en el contrato que firmé.

Había informado a mis conocidos que había conseguido un trabajo temporal que exigía absoluta confidencialidad, aunque omití mencionar que me hallaría en un paraje remoto, un castillo gótico enclavado en una colina rodeada de bosques oscuros y neblina perpetua.

Apagué mi teléfono móvil, tomé mi última ducha antes de iniciar mis labores y observé con deleite el atuendo que debía usar durante mi estadía: un catsuit de cuero sintético, negro como la noche, que se ajustaba como una segunda piel y que, según el contrato, no podía quitarme en ningún momento.

Además, se me imponía la obligación de mantener estricta confidencialidad sobre lo que estaba a punto de presenciar.

Acepté sin dudar, pues soy un fetichista apasionado por los trajes de cuerpo entero, y el peculiar cargo de maestro de ceremonias de mazmorra que me ofrecieron me permitía explorar libremente mis deseos más profundos.

Aunque el BDSM no era mi afición principal, el rol dominante me atraía, y la oportunidad de combinarlo con mi fetichismo era irresistible.

Tras unos momentos de preparación, me enfundé en el catsuit.

Mientras deslizaba el material por mi piel, sentí cómo se adhería a cada curva de mi cuerpo, desde mis piernas hasta mi torso.

Al ajustarlo por mi entrepierna, no pude evitar una erección involuntaria, excitado por la sensación del cuero rozando mi piel y el crujido sensual que producía cada movimiento.

Completé el atuendo con botas altas de charol que brillaban bajo la luz de las antorchas, guantes largos que se extendían hasta mis codos y, finalmente, una capucha ajustada del mismo material, que cubría toda mi cabeza salvo los orificios nasales y los ojos.

Mi boca quedaba oculta tras una superficie lisa, y solo podía consumir alimentos a través de mangueras dispuestas en mi habitación, un detalle que añadía un toque de sumisión incluso a mi rol dominante.

Me miré en un espejo de cuerpo entero con marco de hierro forjado, admirando cómo el atuendo transformaba mi figura en una silueta imponente y misteriosa, casi inhumana.

Satisfecho con mi apariencia, salí al encuentro de mis empleadores, a quienes solo conocía por nombres en clave: “Cuervo”, “Sombra” y “Espejo”.

Nunca se quitaban sus máscaras ni sus trajes de cuerpo entero en mi presencia, lo que reforzaba el aura de secretismo que envolvía el lugar.

Mi contacto principal era una mujer de mediana edad, conocida como “Víbora”, cuya presencia era hipnótica.

Vestía un catsuit de látex rojo brillante que realzaba cada curva de su cuerpo, con un corsé negro que ceñía su cintura hasta límites imposibles.

Su capucha, también de látex, dejaba ver solo sus ojos penetrantes y unos labios pintados de negro, visibles a través de una abertura estratégicamente diseñada.

Cuando hablaba, su voz, alterada por la capucha, tenía un tono grave y seductor que resonaba en la sala.

Ella me entregaba las instrucciones diarias, siempre con un aire de autoridad que me fascinaba.

Mi primer encargo fue formalizar una unión entre una domina y su esclavo, una ceremonia que se llevó a cabo en una cámara subterránea del castillo, decorada con cortinas de terciopelo negro, candelabros de hierro y un altar de mármol cubierto de runas grabadas.

La domina, una figura imponente envuelta en un traje de vinilo negro con detalles metálicos, sostenía una fusta de cuero trenzado.

Su esclavo, arrodillado ante ella, llevaba solo un arnés de cuero y una máscara de sumisión que ocultaba su rostro.

Mi tarea consistía en tomar el anillo identificatorio de la domina con unas tenazas de hierro, calentarlo al rojo vivo sobre un brasero ardiente y pronunciar las obligaciones del esclavo: “Debes obedecer en todo, aceptar la humillación, entregar tu voluntad”.

Con un movimiento preciso, marqué al esclavo en el pecho con el anillo candente, dejando una marca temporal que simbolizaba su entrega total.

El aire se llenó del siseo del metal contra la piel y un leve gemido escapó de la boca del esclavo, mezcla de dolor y éxtasis.

Aunque la ceremonia no era de mi completo agrado, no podía negar su fascinación: el contraste entre el poder de la domina y la sumisión absoluta del esclavo era hipnótico.

Tras la ceremonia, se desató una celebración en una sala contigua, decorada con cadenas colgantes, espejos estratégicos y muebles de cuero acolchado diseñados para actividades BDSM.

Los invitados, todos enmascarados y vestidos con atuendos fetichistas –desde corsés de látex hasta armaduras de cuero tachonado–, participaban en juegos de dominación y sumisión, acompañados por música gótica que resonaba en las paredes de piedra.

Decliné quedarme, prefiriendo retirarme a mi habitación para reflexionar sobre lo que había presenciado, aunque la visión de látigos, cuerdas y cuerpos entrelazados seguía danzando en mi mente.

Así transcurrieron mis días, sirviendo como ministro de fe en ceremonias de sumisión y esclavitud, actos prohibidos en el mundo exterior y que exigían la máxima discreción.

Presencié cómo expertas dominas y amos aplicaban técnicas de tortura placentera: látigos que silbaban en el aire, cera caliente que goteaba sobre pieles expuestas, cuerdas que se anudaban en patrones intrincados para inmovilizar cuerpos en posturas artísticas.

Me hice amigo de varios de ellos, quienes me enseñaron sus técnicas, como el arte de manejar un flogger con precisión quirúrgica o el uso de pinzas metálicas para estimular puntos sensibles.

A pesar de mi papel serio, la atmósfera me erotizaba profundamente.

Dentro de mi catsuit, sentía el calor de mi propio cuerpo, y no eran pocas las veces que una erección involuntaria o incluso una eyaculación espontánea me sorprendían, aunque la capucha inexpresiva ocultaba cualquier reacción en mi rostro.

A la segunda semana, mis empleadores, satisfechos con mi desempeño, me ofrecieron un regalo: una sumisa para atender mis necesidades.

La trajeron a mi mazmorra personal, una habitación con paredes de piedra negra, un suelo cubierto de alfombras rojas y un arsenal de juguetes fetichistas colgados en las paredes: látigos, esposas, mordazas y cuerdas de seda.

La sumisa estaba desnuda, salvo por una capucha de látex negro que cubría su cabeza, dejando solo sus ojos visibles, brillantes de anticipación.

Un cierre en la zona de la boca permanecía cerrado, añadiendo un toque de misterio a su figura curvilínea, cuyas formas me cautivaron al instante.

Cuando mis empleadores nos dejaron solos, ella se acercó con pasos lentos y sensuales, arrodillándose ante mí.

Con un gesto, solicitó permiso para complacerme.

Abrí el cierre de su capucha, revelando unos labios carnosos, y accedí gustoso a su oferta de felación.

La sensación fue electrizante, intensificada por el roce del látex contra mi piel.

Noté que, junto a ella, habían dejado un catsuit de su talla, brillante y perfectamente cortado.

Le ordené que lo usara, pues mi fetiche exigía que ambos estuviéramos enfundados en trajes idénticos.

Mientras se lo ponía, el brillo en sus ojos me reveló que compartía mi pasión por el látex.

Una vez vestida, su figura parecía esculpida en obsidiana líquida, y no pude resistir el impulso de besarla apasionadamente a través de las aberturas de nuestras capuchas.

Ella me rogó que la tomara, y lo hice con fervor, explorando cada rincón de su cuerpo con manos enguantadas y movimientos precisos.

La sodomicé con intensidad, culminando en un clímax que nos dejó jadeando, exhaustos pero satisfechos, sobre un diván de cuero en la mazmorra.

Los días siguientes se volvieron una vorágine de placeres extremos.

Juntos, exploramos fetiches más audaces: conectamos nuestros trajes con mangueras para compartir fluidos, un ritual íntimo que ella recibía con devoción, bebiendo mi “elixir” mientras yo hacía lo mismo con el suyo.

En una ocasión, ella lamió mi cuerpo con una dedicación casi ritualística, usando su lengua para limpiar mi piel bajo el traje, un acto que me excitaba tanto por su sumisión como por su entrega.

Cada noche, nos entregábamos a juegos de cuerdas, atándola en patrones shibari que resaltaban su figura, o usando máscaras de gas que amplificaban nuestra respiración, creando una sinfonía de sonidos eróticos en la penumbra.

A medida que avanzaba mi contrato, mis empleadores me pidieron participar más activamente.

Con mi sumisa como ayudante, castigué a esclavos con azotes precisos, aplicando técnicas que había aprendido de mis amigos dominantes.

Usé velas para derramar cera caliente en patrones artísticos sobre sus cuerpos, asegurándome de que ninguna marca fuera permanente.

Me convertí en un experto en el arte del placer doloroso, manejando herramientas como pinzas, electrodos y látigos con una destreza que sorprendía incluso a Víbora.

Mi sumisa, siempre a mi lado, se volvía más devota cada día, anticipando mis deseos con una obediencia que alimentaba mi propio poder.

Cuando las tres semanas llegaron a su fin, sentí una mezcla de alivio y nostalgia.

Al quitarme el catsuit, el olor de mi cuerpo, impregnado de sudor y látex, era abrumador.

Estaba a punto de asearme cuando mi sumisa apareció, aún con su capucha puesta.

Sin mediar palabra, se desnudó, dejando que el hedor de nuestros cuerpos se mezclara en un último acto de intimidad.

Hicimos el amor en esas condiciones, un encuentro crudo y primal que selló nuestro vínculo.

Luego, ella me rogó que fuera su amo también en el mundo exterior.

Accedí, y juntos nos quitamos las capuchas, revelando nuestras identidades por primera vez. “Ahora serás mía”, le dije, y ella asintió con una sonrisa.

En el mundo exterior, para los demás, somos una pareja común, pero mi contrato se renovó a tiempo completo.

Ahora paso la mayor parte del año con mi sumisa, sirviendo en este fascinante mundo subterráneo, donde el látex, las cadenas y el poder son la moneda de cambio, y donde nuestro amor fetichista florece en la penumbra del castillo.

Loading

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí