Cuando me apareció la notificación en el celular, casi ni registré el nombre. Venía caminando del trabajo, cansada, pensando en cualquier cosa menos en él. Pero ahí estaba:
“Hola perdida.”
Era Guido. Me quedé quieta en la vereda, sintiendo un pequeño latigazo en el pecho. Hacía años que no hablábamos. Años. Y aun así, ese saludo… tenía exactamente el mismo tono que usaba cuando yo era adolescente y él venía a visitar a mis primos. Esa mezcla entre burla suave y algo que nunca supe descifrar.
Le respondí algo corto, casi automático. Y él tardó. Tardó lo suficiente como para hacerme sentir ridícula por haberme puesto nerviosa.
Hasta que mandó otro mensaje:
“¿Así que 28, che? Estás irreconocible… para bien.”
Ahí sí sentí el golpe. No era un cumplido común. Venía con algo debajo, una intención, una picardía que no decía pero dejaba flotando.
Y yo… yo me hice la que no pasaba nada. Una carita, un “jajaja nada que ver”. Pero por dentro ya estaba caliente. Y confundida. Y completamente fuera de eje.
Los mensajes siguientes fueron un juego que él manejó sin apuro. Me hablaba por momentos y desaparecía por otros, como si supiera exactamente cuándo dejarme pensando. Como si supiera —maldita sea— que yo escuchaba sus audios más de una vez. Tenía la voz grave, pausada, con ese acento suyo que nunca me había dejado del todo indiferente.
Y cuando me cargaba, cuando me decía:
“Antes eras tranquila, eh… ahora te veo distinta”, yo sentía el estómago apretarse y me mordía el labio sin darme cuenta.
Nunca decía demasiado. Nunca revelaba lo que estaba pensando. Pero en los silencios, en la forma en que dejaba caer una frase y se quedaba callado… había una intención que me recorría la columna.
Y después llegó el mensaje que me cambió todo:
“Hace años que no hablamos así… estaría bueno verte. Si tenés ganas, venite. Así celebramos tu cumpleaños.”
Lo leí tres veces. Sentí el corazón en la garganta. No pensé. Ni un segundo. Le puse:
“Bueno… dale.”
Y apenas lo mandé, apoyé el celular en la mesa y me quedé mirando al vacío, preguntándome qué carajo estaba haciendo.
El sábado emprendí viaje. El colectivo estaba casi vacío. Me senté en la ventana como si fuera una adolescente escapándose a una aventura prohibida.
No podía parar. No podía frenar mi cabeza.
Me tocaba el collar que me regaló mi mamá hace varios años, jugaba con mis aros, me acomodaba el pelo, y miraba mis manos como si tuvieran la respuesta a algo.
Cada tanto me llegaba algún audio suyo.
“¿Ya saliste?”
La voz baja, ese tono que parecía decir más de lo que decía.
“Viajá tranqui, negra.”
Ahí, cuando me decía “negra”, yo sentía algo moverse adentro mío. No era un simple apodo. No con ese tono. No viniendo de él.
Me imaginaba su sonrisa, la forma en que me había dicho que estaba irreconocible, y sin querer —o queriendo— me preguntaba cómo me iba a mirar cuando me viera llegar.
La mezcla era insoportable: nervios, la panza revuelta, y esa sensación caliente que me subía por el pecho cada vez que recordaba su voz.
Cuando bajé en la terminal de su ciudad, el aire me chocó en la cara como si me despertara de golpe. Le escribí cuando ya había llegado al hostal.
Y él… desapareció. Diez minutos. Quince. Treinta. Una hora. Yo no sabía si putearlo, preocuparme o reírme de mí misma.
Me tiré en la cama, mirando el techo, convencida de que había sido una idiota.
—Qué boluda sos, de verdad —me dije en voz baja.
Cada veinte segundos miraba la pantalla, como si esperara un milagro, como si necesitara que él me salvara de esa mezcla de deseo y vergüenza.
Cuando finalmente vibró el celular, el alivio fue tan grande que casi me mareé.
“Llegué hace un rato. 23 en el bar de siempre.
No llegues tarde, negrita.”
No pedí explicaciones. No se las quería pedir. Su manera de manejar el tiempo —y de manejarme a mí— ya empezaba a tener un peso que me hacía temblar.
Me duché lento, como si cada gota de agua fuera parte de un ritual. Me puse la tanga y el corpiño blanco, la musculosa escotada, el pantalón floreado, las sandalias negras, los aros de perla, y el collar.
Me perfumé con ese aroma floral, de verano, el que siempre me hacía sentir un poquito más segura.
Me pinté los labios muy despacio, siguiendo la línea exacta, sin apuro. No sé cuánto tardé. Ni me importaba. Solo pensaba en él.
En cómo iba a ser verlo de nuevo. En si me iba a mirar como lo imaginaba. En si iba a ver en mis ojos todo lo que yo venía escondiendo desde que tenía dieciséis.
En un momento me detuve frente al espejo. Me quedé observándome y respiré hondo.
—Listo —susurré.
Pero no estaba lista. No del todo.
Cuando llegué al bar, las luces bajas hacían que todo se viera más lento, más íntimo, más eléctrico.
Y ahí estaba él, sentado. Codo apoyado, espalda contra el respaldo, ocupando espacio sin esfuerzo. Con esa chomba negra que le marcaba los brazos tatuados y con esa sombra de barba que lo hacía ver todavía más hombre de lo que recordaba.
Lo vi antes de que él me viera. O eso creí.
Cuando levantó la vista y nuestros ojos se encontraron, noté una chispa… como si recién ahora entendiera que yo había crecido, que no era la chica que conoció a través de mis primos.
Caminé hacia él despacio, consciente de mis sandalias, del sonido suave de mis pasos, de su mirada siguiéndome como si me estuviera probando.
—Hola —dije, intentando sonar casual.
—Negrita… —su voz baja, ronca, arrastrada, me golpeó en el pecho— pensé que ya no ibas a venir.
No dijo más, pero no hizo falta. Ya estaba todo dicho en cómo me miraba.
Me acerqué a su lado y él me rodeó la cintura con una mano, apenas, como si fuera natural, como si siempre hubiese estado permitido.
Sentí el roce cálido de sus dedos en mi espalda baja, firme, y el cuerpo me respondió antes de que pudiera pensarlo. Tragué saliva, jugué con un mechón de pelo para disimular, y él sonrió apenas, como si lo hubiera notado.
Hablamos un rato. De mis primos, de la vida, de los años. Pero en realidad ninguno estaba escuchando del todo. Cada vez que él se inclinaba para decirme algo cerca del oído por el ruido del bar, sentía su respiración chocarme contra el cuello.
Él se acercó para hablarme algo sobre no sé qué banda que sonaba de fondo, y sus labios rozaron mi aro de perla. No fue un beso. Fue un accidente… o eso parecía. Pero fue suficiente para que el corazón se me escapara del ritmo.
El aire se volvió espeso. Yo mordí mi labio sin querer. Él lo vio. Y ahí supe que la noche ya estaba marcada.
A lo largo de la charla él me tocaba como si fuera inevitable: la mano en el brazo, en la cintura, en la curva de la espalda. Cada gesto suyo era más firme que el anterior, más seguro, más dueño del espacio entre nosotros.
Y yo… yo me entregaba. Sentía mis movimientos volverse más suaves, más conscientes, más atentos a su cuerpo.
En un momento me contó algo sobre cómo había cambiado de trabajo, pero apenas podía escuchar su voz sin recordar la primera vez que lo vi.
Tenía dieciséis. Él estaba con mis primos, con esa sonrisa de “yo hago lo que quiero”, ese cuerpo grande, esa forma de caminar. Mis primos lo cargaban, decían que era “el típico machito mujeriego con el que toda mujer se quiere acostar”.
No estaban tan errados. Y yo, en silencio, había sido una más.
Volví al presente cuando su mano bajó a mi cintura de nuevo. Mi respiración cambió. La de él también.
La tensión se encendió del todo cuando él se inclinó para pedir otro trago. Me rodeó con el brazo para que los cuerpos no chocaran con la gente que pasaba, muy natural, muy suyo, y me apretó contra él. No era necesario. No era accidental. Era una declaración muda.
Me quedé helada por fuera y caliente por dentro.
Él bajó la mirada a mi boca, apenas un segundo. Y sin decir nada, sin avisar, se levantó del asiento, me tomó suavemente la mano y murmuró:
—Vamos, negrita.
No pregunté a dónde. No hizo falta. Mi cuerpo había estado esperando esa orden desde hacía años.
El camino hasta su departamento fue un borrón de luces amarillas, calles vacías y la seguridad de su paso firme a mi lado.
Él no hablaba mucho; solo caminaba con esa tranquilidad dominante, como si supiera exactamente lo que iba a pasar al llegar. Yo caminaba con el corazón en la garganta.
Cuando entramos, me envolvió un aroma a madera cálida. El departamento era masculino, ordenado, silencioso. Un silencio cargado. Casi vivo.
Apenas cerró la puerta, pasó.
Él apoyó la mano detrás mío, sin tocarme la espalda pero encerrándome contra la pared. La otra me tomó la mandíbula con firmeza, sin brusquedad, pero con ese tipo de control que no admite duda.
Sentí un estremecimiento recorrerme desde la base de la columna hasta el pecho. Una mezcla de vulnerabilidad y deseo puro.
Su mirada me sostuvo ahí, clavada, respirando su aire. Entonces se inclinó y me besó. Sus labios me aplastaron firmes, y luego su lengua entró, profunda y lenta, explorando cada espacio de mi boca como si siempre hubiera sido suyo.
Me devoró con una urgencia que me dejó sin aire y a punto de rendirme.
—Mirá lo que sos… —murmuró despacio, con voz baja, casi un gruñido suave.
No dijo más. Pero yo entendí todo. Mi cuerpo también.
Me entregué rápido, sin resistencia, como si por fin soltara el hilo que había mantenido tenso durante tantos años. La tensión era tanta que dolía.
Su mano abandonó mi mandíbula y descendió con una lentitud tortuosa hasta mis tetas. Apretó con fuerza mientras su boca seguía devorando la mía.
Luego, su mano siguió bajando, se detuvo en la entrepierna y me frotó por encima del pantalón. Un gemido se me escapó contra sus labios. Sentí cómo me empapaba, cómo el tejido se mojaba, delatando el caos que él había provocado en mi cuerpo.
Yo apoyé mis dedos en su pecho, sin fuerza, apenas un contacto, pero fue suficiente para que él reaccionara: me acercó un poco más, respiró hondo, y ese gesto me derritió de adentro hacia afuera.
Su cuerpo me guiaba, su silencio hablaba. Yo me dejaba llevar. Toda. Sin reservas.
Sin soltarme la boca, me guio hacia el dormitorio, caminando hacia atrás sin dejar de besarme, como si supiera el camino con los ojos cerrados.
Sus manos en mi cintura me marcan el ritmo, y yo solo sigo, flotando en un torbellino de deseo. Cuando mis piernas chocan contra el colchón, caigo hacia atrás con un suave golpe.
Él se queda de pie, mirándome desde arriba, con una intensidad que me quemaba la piel. Se arrodilla en el suelo, y con una calma que me vuelve loca, desata las hebillas de mis sandalias y las tira a un lado.
Sus dedos se enganchan en el elástico de mi pantalón y lo baja con un solo movimiento, seguido por la tanga, que me arranca con una impaciencia que me hace temblar.
Entonces se inclina, abre mis piernas y me devora. Su lengua es húmeda, voraz; me llena de baba, me estira los labios con sus dedos y traza círculos lentos sobre mi clítoris hasta que un gemido largo y ronco se escapa de mi garganta, sin que yo pueda controlarlo.
Se puso de pie frente a mí, y su silencio era una orden. Me senté en el borde de la cama, a la altura exacta de su entrepierna, y mis manos temblorosas encontraron la hebilla del cinturón.
El sonido del cuero deslizándose me heló la sangre. Le bajé el pantalón y su pene quedó libre, duro y enorme frente a mis ojos. Lo miré un instante, y luego lo tomé en mi mano.
Incliné la cabeza y lo introduje en mi boca, despacio al principio, saboreando su piel caliente y su peso en mi lengua. Pero el deseo me ganó y mi ritmo se volvió frenético, hasta que lo sentí golpearme el fondo de la garganta.
Él entrelazó sus dedos en mi pelo, tiró de él con fuerza y presionó la nuca para empujar más profundo, usándome para su placer, mientras yo me ahogaba en él sin querer que nunca terminara.
Sus gemidos, la forma en que me sostuvo, cómo mis sentidos se mezclaron, cómo el mundo desapareció detrás del sonido de nuestras respiraciones es lo que más recuerdo de ese momento.
Me recosté de nuevo en el colchón, con el cuerpo vibrando y el pecho agitado. Él se irguió sobre mí, y con una calma casi metódica, se puso un preservativo.
Luego se posicionó entre mis piernas, apoyando su peso sobre mis brazos, y mirándome a los ojos, me penetró. El golpe fue profundo, lleno, y me abrió por completo, haciendo que el aire se me escapara en un grito ahogado.
Comenzó a moverse con un ritmo lento y potente, mientras su boca descendía hacia mi cuello. Sentí sus dientes jugando con la tela de mi musculosa, mordiéndome el pezón a través del corpiño, húmedo y tenso.
Cada embestida suya era más profunda, más firme, y yo me aferraba a su espalda, arqueándome para recibirlo todo, perdida en la sensación de su piel contra la mía.
En un momento, mientras la penetración se volvía más profunda y la piel ardía, supe algo con claridad: no era un impulso. No era nostalgia. No era capricho.
Era él. Era yo. Era todo lo que había esperado desde que era una chica mirándolo desde la distancia.
Como si leyera mi pensamiento, se retiró de golpe, dejándome vacía y temblando. Con una fuerza bruta, me arrancó la musculosa y el corpiño, exponiendo mis tetas al aire frío de la habitación.
Se inclinó sobre ellos y los embadurnó con su saliva, lamiéndolos con voracidad, hasta que me tomó un pezón con los dientes y lo mordió con justeza. Un grito se me escapó mientras mi mano bajaba, instintivamente, y mis dedos encontraban mi concha, frotándome sin descanso mientras él seguía devorándome las gomas.
Necesitaba sentirlo dentro de mí otra vez, con una urgencia que me quemaba. Me di vuelta sola, me apoyé sobre las manos y las rodillas en el borde de la cama, ofreciéndole mi espalda y mis nalgas en una invitación silenciosa.
Él entendió al instante. Se colocó detrás de mí, agarró mi cintura con firmeza y sin previo aviso, volvió a penetrarme. Esta vez fue brutal, profundo, una embestida que me hizo gritar y clavar los dedos en las sábanas.
Su ritmo se volvió salvaje, sin piedad. Cada golpe me sacudía por completo, y el sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación.
Sentí el agudo dolor de su verga contra mi concha, una vez, otra vez, marcándome como suya. Los quejidos que escapaban de mi garganta eran incontrolables, primitivos, una mezcla de padecimiento y un placer tan intenso que me sentía a punto de desmoronarme por completo bajo su cuerpo.
Él se desplomó exhausto en el borde de la cama, con el pecho subiendo y bajando. Pero yo no había terminado. Me levanté, me paré frente a él y, de espaldas, me guíe sobre su pija todavía dura.
Volví a sentirlo entrar, y esta vez el control era mío. Comencé a subir y bajar, despacio al principio, ajustándome a su ritmo, mientras él me miraba con los ojos vidriosos por el agotamiento y el deseo.
Mi movimiento se volvió más rápido, más desesperado. Sentía cómo el orgasmo se aproximaba, una ola creciente que me ahogaba.
Él se inclinó hacia adelante, sus brazos me rodearon por la espalda y sus manos se cerraron sobre mis tetas, apretándolas con fuerza mientras yo seguía cabalgándolo.
Su respiración era un jadeo junto a mi oído, y el mundo se redujo a ese movimiento, a esa presión, hasta que el estallido me recorrió por completo en un espasmo incontrolable.
Mi cuerpo se derrumbó sobre él, temblando sin control por el orgasmo que me había partido en dos. Estaba agotada, rendida, pero él no había terminado.
Con un gruñido bajo, me tomó por la cintura, me sostuvo y comenzó a moverse desde abajo, ahora con una ferocidad animal. Las embestidas eran brutales, secas, sin compasión, golpeando el fondo de mi cuerpo. Ya no podía moverme, solo recibirlo.
Con un último espasmo, me empujó de sí con una fuerza brusca. Caí hacia atrás, y mi hombro chocó violentamente contra el respaldo de una silla antes de estrellarme contra el suelo.
El golpe me robó el aire, pero antes de poder reaccionar, él ya estaba encima de mí, sentado en mi estómago, con los ojos vidriosos y la respiración entrecortada. Tomó su miembro con la mano y se empezó a pajear con una urgencia frenética, mientras yo lo miraba desde abajo, sin poder moverme, con el hombro ardiendo y el cuerpo rendido.
Solo faltaron unos segundos. Con un gemido gutural que salió desde lo más profundo de su pecho, se corrió. El semen caliente me salpicó el cuello, las tetas, el estómago. Quedé tirada en el piso, cubierta por él, mientras los dos jadeábamos como si nos estuviéramos muriendo.
Cuando el silencio se calmó y la noche quedó suspendida en ese aire tibio, él apoyó la frente contra la mía, todavía respirando agitado, todavía con la mano en su verga, firme, posesiva, segura.
—Negrita… —susurró, casi con una seriedad que me cortó el aliento— que buena que sos.
Sentí un latido fuerte en el pecho. No había dudas. No había preguntas.
Él me abrazó, apoyé mi cabeza en su pecho y dejé que su respiración me envolviera.
Volví a mi casa al día siguiente con el cuerpo cansado, el hombro dolorido y una calma rara, dulce, como si todavía llevara su olor pegado a la piel.
Mientras el colectivo avanzaba, me descubrí sonriendo sola, repasando los besos con los que me desarmó, la forma en que me lamió, la intensidad con la que me la metía.
Recordaba sus manos recorriéndome como si por fin reclamaran algo que había quedado en pausa por años. Y yo… yo entregándome sin resistencia, por fin viviendo todo lo que había imaginado desde que tenía dieciséis.
Cuando entré a mi casa y cerré la puerta, me apoyé un segundo contra la pared. Respiré hondo. Me toqué el aro, el collar. Había sido exactamente lo que soñé. Y más. Mucho más. Y mientras me acostaba en mi cama, supe que no iba a ser la última vez.
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Lindo relato. Cachondo. Lúbrico!!
Un relato tenso expresando una situación de sumisión completa sin algún sentimiento de amor, solo una atracción casi animal. Anhelo ver esa mujer con otro amante celebrando un encuentro con caricias entre dos amantes a un mismo nivel.
Muy bueno, me encantó! Felicitaciones!
Marianito no comprendo tus felicitaciones!