Cuando conocí a la señora a quien denominare “J”, rondaba los sesenta años, su presencia era un torbellino de magnetismo. con una presencia magnética que exudaba una autoridad sensual, en dicho momento se encontraba envuelta en un vestido de cuero negro que se adhería a su figura como una segunda piel. Sus botas de cuero, altas hasta los muslos, brillaban con un lustre hipnótico, el tacón resonando con cada paso como un latido. Sus manos, enfundadas en guantes largos de cuero negro que alcanzaban los codos, se movían con una elegancia deliberada, cada gesto amplificado por el crujido del material.
También en dicha oportunidad conocí a su hija a quien denominare “Y”, de unos treinta años, era una figura silenciosa y sumisa, siempre obediente a los deseos de su madre. La señora J me recibió con un cariño que pronto se volvió recíproco. Su cultura y carisma eran irresistibles, pero lo que verdaderamente capturaba mi atención era su estilo: siempre vestía con elegancia fetichista, luciendo botas de cuero negro que subían hasta las rodillas, brillantes bajo la luz, y guantes largos que envolvían sus manos con una sensualidad casi hipnótica.
Notó mi fascinación por esas prendas y, con una sonrisa cómplice, alimentaba mi deleite al lucirlas con mayor frecuencia, comenzó así a incorporar capuchas de cuero en sus atuendos: una de rostro entero, con orificios precisos para los ojos y la boca, que transformaba su rostro en una máscara de misterio y poder. La capucha, ajustada como un guante, resaltaba el brillo de sus ojos, y su voz, al hablar, adquiría un tono aún más seductor, resonando desde el interior del cuero, lo que me causaba fascinación y un gran atractivo erótico.
Una noche, tras varias semanas de conocernos, me invitó a pasar la velada en su hogar. La cena transcurrió en un ambiente cálido, casi ceremonial, con la señora J enfundada en un corsé de cuero negro que moldeaba su figura y botas altas que resonaban con cada paso. Me asignó una habitación para dormir, pero la noche tomó un rumbo inesperado. En la penumbra, la puerta se abrió y allí estaba ella, la señora J, elevó el ritual fetichista a otro nivel. Al abrir la puerta de mi habitación, la vi envuelta en un catsuit de cuero negro reluciente, tan ajustado que parecía fundirse con su piel.
La capucha de rostro entero que llevaba, con detalles metálicos en los bordes, cubría su cabeza por completo, dejando solo sus ojos y labios expuestos, pintados de un rojo profundo que contrastaba con el negro brillante. Sus botas de plataforma, altas y con cordones que trepaban hasta sus muslos, crujían con cada paso. Sus manos, enfundadas en guantes de cuero negro que se extendían hasta los hombros, sostenían una fusta de cuero trenzado, cuya punta rozaba el suelo con un susurro amenazante. Al acercarme, mis dedos temblaron al acariciar el cuero de su catsuit, sintiendo la calidez de su cuerpo a través del material.
Cuando desabrochó el cierre oculto en la entrepierna, el aroma del cuero impregnado con su esencia me envolvió. La capucha amplificaba cada gemido suyo, reverberando como un eco oscuro mientras la lamía con devoción, guiado por sus manos enguantadas que apretaban mi nuca con firmeza, después con mi pene erecto a su máximo extensor, penetre a la señora J quien gemía de placer.
No me había dado cuenta, pero Y entró en la habitación, su cuerpo envuelto en un traje de látex negro brillante que reflejaba la luz como un espejo oscuro. Llevaba una capucha de rostro entero de látex, con pequeños orificios para respirar, que moldeaba su rostro en una silueta anónima y sensual. Sus manos, cubiertas por guantes largos de cuero negro, sostenían un dildo que manipulaba con precisión, mientras sus ojos, apenas visibles tras la capucha, brillaban con deseo. Sus botas de plataforma, también de cuero, alcanzaban las rodillas y emitían un crujido rítmico al moverse.
Cuando sentí su lengua explorando mi cuerpo, la textura de su capucha rozando mi piel añadió una capa de intensidad al momento. La combinación del látex de su traje, el cuero de sus guantes y botas, y la capucha que ocultaba su rostro me llevó a un éxtasis abrumador, de pronto sentí una lengua cálida explorando mi ano; por cuanto Y, quien, con una mezcla de sumisión y audacia. La combinación de sensaciones me llevó al límite, y exploté en un orgasmo avasallador que pareció detener el tiempo.
Así comenzó una relación peculiar, marcada por encuentros cargados de fetichismo.
En otro fin de semana que la viste la señora J, me mostro su armario secreto. Que era un templo del fetichismo. Allí, entre corsés de cuero relucientes y catsuits de látex, había una colección de capuchas de rostro entero: algunas de cuero suave con cremalleras plateadas, otras de látex brillante con detalles metálicos, todas diseñadas para transformar al portador en una figura de deseo absoluto. Al mirar mi asombro y deseo con una sonrisa pícara, me preguntó si quería probar algo de su colección, asentí.
Me entregó una capucha de cuero negro, con orificios para los ojos y la boca, y al colocármela, el mundo se redujo a la sensación del cuero apretando mi rostro, el aroma embriagador y el sonido amortiguado de mi propia respiración. En dicha ocasión Y portaba guantes largos de charol que reflejaban la luz, tomó mis medidas con una cinta métrica, sus movimientos precisos y rituales. Luego, se arrodilló, su capucha de látex brillando bajo la luz tenue, y me ofreció una felación, mientras la señora J, enfundada en un catsuit rojo sangre y una capucha de rostro entero con tachuelas metálicas, observaba desde su sillón de cuero, golpeando rítmicamente una fusta contra una de sus botas.
Semanas después, la señora J me sorprendió con un regalo: un traje completo de Heavy Rubber, que era una obra maestra: negro, reluciente, con botas integradas que subían hasta las rodillas y guantes ajustados que cubrían cada dedo. La capucha de rostro entero, con detalles metálicos y orificios mínimos, transformaba mi rostro en una máscara de poder anónimo. Y, con una capucha similar de látex negro, lubricó el traje para que se deslizara sobre mi piel, el crujido del material acompañando cada movimiento. que cubría cada centímetro de mi cuerpo.
Sus botas integradas, guantes ajustados y una máscara con detalles metálicos me transformaron en una figura imponente. Y, obediente, me ayudó a enfundarme en el traje, lubricando el látex para que se deslizara sobre mi piel. Cada movimiento era una delicia sensorial, el látex crujiendo con cada roce.
Después de dicho momento los fines de semana y vacaciones se convirtieron en rituales de pasión: follaba a la señora J mientras ella generalmente lucía un catsuit de látex brillante, botas altas y una máscara que dejaba solo su boca expuesta para besos intensos. A veces, conversábamos enfundados en nuestros trajes, el látex amplificando cada roce; otras, nos entregábamos al amor con una intensidad casi ceremonial. En dichas sesiones Y siempre estaba allí, observando o participando tímidamente, sus manos enguantadas explorando su propio cuerpo o, en ocasiones, el mío.
Lamentablemente el tiempo, los estudios y las circunstancias nos alejaron. Años después, supe que la señora J estaba gravemente enferma. En cuanto supe lo anterior la visité y, aunque débil, seguía siendo una visión de poder, usando un corsé que parecía desafiar su fragilidad. Me habló de Y, pero sus palabras eran confusas. Para calmarla, me arrodillé y le ofrecí un cunnilingus, un último acto de devoción que la hizo suspirar de placer. Nos despedimos con una promesa tácita de recordar aquellos días, visitándola cuando podía Semanas después, supe de su fallecimiento.
Acudí al velorio vestido con una camisa negra y un pantalón de cuero, un homenaje discreto a nuestra historia. Allí conocí a la otra hija de la señora J, una mujer elegante que solo había escuchado su existencia de palabra, ella me recibió con un atuendo que evocaba a su madre: un traje de cuero negro impecable, botas altas de plataforma, guantes largos de charol que le daban un aire de dominatrix regia. Los dos hombres a su lado, vestidos con trajes negros y la atendían con devoción, en esa instancia vi a Y vistiendo de negro con gran aflicción, dándole un abrazo como consuelo, al que ella respondió efusivamente.
Después del funeral, quedamos de reunirnos por un asunto sin determinar en el apartamento de la señora J, al rato de nuestra conversación, después de confesarle la peculiar relación tenía con su madre, con una sonrisa que evocaba a la señora J, me confesó ser una dominatrix profesional. Luego, me reveló algo inesperado: su madre me había dejado una herencia. Sorprendido, aseguré que no necesitaba nada más que los recuerdos, pero ella insistió. Me entregó un documento legal que detallaba la herencia:
Esta incluía la colección de ropa fetichista: decenas de capuchas de cuero y látex, desde diseños minimalistas hasta piezas ornamentadas con tachuelas y cremalleras, el departamento, una suma considerable de dinero. Pero había una condición que me sorprendió, debía convertirme en el amo de Y, por al menos diez años, en una relación 24/7. Después de terminar de leer el testamento, mientras procesaba la información Y entró, vestía un catsuit de látex negro y su capucha de rostro entero con detalles plateados la hacían parecer una figura de otro mundo.
Al arrodillarse, me entrego correa de cuero que estaba unida a un collar adornado con remaches, y la capucha que llevaba amplificaba el brillo de sus ojos suplicantes. Se arrodilló a mis pies, rogándome que la aceptara como mi esclava. Me confesó que, desde el primer día que me conoció, había soñado con servirme, pero el respeto por su madre la había detenido. Ahora, ofrecía su cuerpo para mi placer, pidiéndome que la azotara y la dominara. Miré a la otra hija, quien asintió con una sonrisa. Acepté, y mi nueva esclava Y, con lágrimas en los ojos, me entregó una correa unida a un collar de cuero que rodeaba su cuello. Tomé la correa, sellando simbólicamente nuestro pacto.
Mas tarde en nuestra nueva habitación, el látex y el cuero se convirtieron en nuestro idioma. Cada noche, enfundados en trajes completos y capuchas de rostro entero, explorábamos un mundo de sumisión y deseo. El crujido de las botas de plataforma, el roce de los guantes largos y el susurro de las capuchas al moverse creaban una sinfonía sensorial. Y, con su capucha de látex brillando bajo la luz, se entregaba a mí, su cuerpo temblando bajo el cuero de la correa que sostenía. Cada encuentro era un ritual, donde las capuchas de rostro entero nos transformaban en figuras de deseo puro, unidas por el cuero, el látex y una pasión sin fin…
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