Diego, disfrazado de Superman, era una visión imponente. El traje azul ceñido delineaba cada músculo de su torso, sus brazos fuertes y su cintura definida, pero era el bulto prominente en su entrepierna lo que capturaba la atención. Su verga, aunque en reposo, se marcaba con una claridad provocadora bajo el tejido elástico, un contorno que hacía que varias amigas de Atziry no pudieran apartar la vista.
Sus miradas hambrientas recorrían el bulto, sus labios permanecían entreabiertos mientras apretaban los muslos, imaginando el calor de ese miembro dentro de ellas, sus vaginas se humedecían ante la sola idea. Diego, consciente de su poder, esbozó una sonrisa confiada, sus ojos oscuros destellaban con la promesa de aprovechar esa lujuria más tarde en la noche.
Atziry, inmersa en el frenesí de la fiesta, giraba al ritmo de la música, su vestido subía para revelar destellos de su tanga de terciopelo negro, pero una sombra de curiosidad cruzó su mente.
Escudriñó la multitud, buscando a su madre, Elizabeth, cuya ausencia comenzaba a inquietarla. Acercándose a Diego, rozó su brazo con la mano, dejando su aliento cálido contra su oído mientras preguntaba: —Diego, ¿has visto a mi mamá? ¿Ya llegó? —Su voz, suave pero cargada de intriga, vibró contra la piel de Diego, quien sintió un cosquilleo recorrerlo. Él, dejando que su mirada se deslizara por el escote de Atziry, negó con la cabeza. —No, primita, no la he visto —respondió, su tono era bajo y provocador, aunque en su mente también se preguntaba dónde estaba Elizabeth, recordando las órdenes que le había dado para esa noche.
El departamento, lleno del aroma de perfumes caros, sudor y alcohol, palpitaba con una energía sexual palpable. Los disfraces —enfermeras con faldas mínimas, superhéroes con trajes ajustados, rostros pintados de calaveras— añadían un toque de fantasía erótica al ambiente. Atziry, ajena por el momento a la ausencia de su madre, seguía moviendo las caderas, su vestido subía con cada paso, invitando a Diego a imaginar lo que haría con ella más tarde.
De pronto, un coro de silbidos y gritos masculinos rompió el bullicio, resonando por las paredes como una ola de admiración. Los hombres, con los ojos encendidos, chiflaban a una figura que irrumpió en la entrada, su presencia capturó cada mirada. Atziry, moviendo las caderas al ritmo de la música, y Diego, imponente en su traje de Superman, voltearon al unísono, curiosos por el alboroto. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Elizabeth, que entraba al departamento como una reina de la lujuria, luciendo un micro vestido de Alicia en el País de las Maravillas que era puro pecado.
El vestido, de un azul brillante y obscenamente corto, apenas cubría sus muslos, dejando ver las calcetas de tela fina que subían hasta las rodillas, rematadas con ligueros que se hundían en la carne blanca de sus muslos, resaltando sus curvas. El escote, despampanante, dejaba al descubierto el nacimiento de sus grandes senos, que se alzaban con cada paso, apenas contenidos por la tela.
Su cabello rubio, liso como una cascada, caía sobre sus hombros, coronado por una diadema negra que completaba el disfraz. Elizabeth exudaba una sensualidad descarada, su cuerpo vibraba con una confianza que hacía que todas las demás mujeres en la fiesta parecieran desvanecerse. Diego, con la verga palpitando bajo su traje ajustado, no podía apartar la vista; su tía estaba más exquisita que cualquier otra, y la promesa de cogérsela frente a todos encendía un fuego en su interior. Atziry, por su parte, recorrió a su madre con una mirada de arriba abajo, pero guardó silencio, sin dejar traslucir sus pensamientos.
Atziry, retomando su rol de anfitriona, se acercó a Elizabeth para presentarla a sus amigas, su vestido subía con cada paso. Entre el grupo, destacó una chica disfrazada de ángel, con un vestido blanco translúcido que dejaba ver sus curvas y un par de trencitas que le daban un aire inocente pero provocador. Era la amiga bisexual de la que Atziry había hablado alguna vez, Yareni, una belleza de piel dorada y ojos verdes que destilaban deseo.
Cuando se acercó a saludar a Elizabeth, se inclinó con una sonrisa coqueta y rozó la comisura de sus labios con un beso, un gesto que hizo que el aire se cargara aún más. Elizabeth, metida en su papel de femme fatale, no dudó. Tomó el rostro de la chica entre sus manos, sus dedos rozaron su piel suave, y le plantó un beso apasionado en la boca, sus labios se fundieron en un choque húmedo y prolongado que arrancó aplausos y gritos de los presentes.
Diego, con la verga endurecida bajo el traje, aplaudió con una sonrisa traviesa, su mirada estaba fija en Elizabeth, imaginándola rendida a él más tarde. Atziry, a su lado, también aplaudió, aunque un destello de celos cruzó su mente al ver a su madre tomar el centro del escenario.
La fiesta ardía en el pequeño departamento, el aire denso con el aroma de licor, sudor y una lujuria que flotaba entre los cuerpos que se movían al ritmo de la música. Atziry y Elizabeth, cada una en su propio juego de seducción, se habían convertido en el centro de la noche, bebiendo tragos de tequila que quemaban sus gargantas y bailando con una sensualidad que encendía el ambiente. Atziry, con su vestido de Wednesday Addams subiendo por sus muslos, dejaba destellos de sus nalgas blancas y su tanga negra mientras giraba, sus senos firmes rebotaban bajo el escote pronunciado.
Elizabeth, en su micro vestido de Alicia en el País de las Maravillas, movía las caderas con una audacia que hacía que sus grandes senos se alzaran, el escote apenas los podía contener, mientras las calcetas y ligueros resaltaban sus muslos. Ambas, sin decirlo, competían por ser la reina de la noche, sus cuerpos provocadores atraían miradas hambrientas.
Elizabeth, con cada sorbo de licor, sentía el deseo crecer, su vagina palpitaba bajo la tanga mientras recordaba la promesa de Diego: cogérsela frente a todos. Cada movimiento suyo era una invitación, sus caderas rozaron a los invitados, sus ojos buscaban a Diego, imaginándolo, tomándola en medio de la fiesta. Atziry, ajena a la relación secreta entre su madre y su primo, también anhelaba lo mismo, pero por razones distintas.
Quería que Diego la poseyera frente a todos, en un acto para demostrarle a Elizabeth que ella era la dueña de su primo, ignorante del fuego que ardía entre él y su madre. Sus bailes eran un desafío, su vestido subía más con cada giro, sus pezones rosados marcándose bajo la tela fina, su vagina empapada por la idea de ser reclamada.
A medida que las horas pasaban, la fiesta alcanzaba su clímax y luego comenzaba a desvanecerse. Los invitados, embriagados por el alcohol y la lujuria, se fueron retirando, dejando tras de sí un rastro de risas y recuerdos. Algunos hombres, con la discreción que el deseo les permitía, habían sacado fotos a escondidas de las nalgas de Atziry, expuestas por su vestido corto, y de los senos voluptuosos de Elizabeth, apenas contenidos por su escote. Esas imágenes, capturadas en secreto, serían material para sus fantasías solitarias, sus manos imaginarían la piel de madre e hija mientras se masturbaban en la privacidad de sus hogares.
La fiesta había menguado, dejando el departamento sumido en un silencio roto solo por los ronquidos suaves de unos pocos invitados que se habían quedado dormidos en el sillón, sus cuerpos desparramados entre vasos vacíos y restos de disfraces. Solo quedaban Atziry, Diego, Elizabeth y Yareni, cuya presencia añadía una chispa de intriga a la noche. Elizabeth, con el rostro ruborizado por el tequila que aún calentaba su sangre, se acercó a Diego en un rincón de la sala.
Su micro vestido se adhería a sus curvas, su escote dejaba ver el rebote de sus grandes senos, los ligueros se tensaban contra sus muslos. Se inclinó hacia él, su aliento cálido rozó su oído mientras susurraba con una voz cargada de deseo: —Sobrino, cúmpleme lo que prometiste… cógeme aquí, ahora. —Sus ojos brillaban con lujuria, su vagina palpitaba bajo la tanga al imaginarlo tomándola frente a todos.
Diego, con su traje de Superman aun delineando su verga prominente, la miró con una sonrisa fría. La idea de un trío con Atziry y Yareni, cuya belleza angelical y trencitas lo habían tentado toda la noche, lo consumía. —No, tía, esta noche no —respondió, su tono fue cortante, mientras sus ojos se desviaban hacia la habitación de Atziry, donde las dos chicas lo esperaban.
Elizabeth, herida por el rechazo, sintió un nudo en el pecho, sus ojos se humedecieron mientras Diego, sin mirarla de nuevo, se dirigió a la habitación de su prima. La puerta se cerró tras él, dejando a Elizabeth sola en el salón, el eco de la música se desvanecía mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Se sentía humillada, vieja, descartada por el hombre que la había poseído con tanta intensidad antes.
Con pasos pesados, Elizabeth se dirigió a su habitación, el dolor y el alcohol le nublaban la mente. Al entrar, sus ojos captaron el vibrador que yacía sobre la cama, su superficie brillaba bajo la luz tenue. Por un instante, pensó que algún invitado lo había encontrado y dejado allí, pero el pensamiento se desvaneció rápidamente, opacado por su tristeza. Se dejó caer en la cama, el micro vestido subió por sus muslos, exponiendo la tanga negra empapada por su deseo insatisfecho. Miró el techo, las lágrimas cayeron silenciosas, pero poco a poco una sensación extraña comenzó a invadirla, un calor que crecía desde su entrepierna, avivado por el alcohol y el recuerdo de Diego.
Sin pensarlo demasiado, Elizabeth tomó el vibrador, sus dedos temblaron mientras lo encendía. El zumbido suave llenó la habitación, y con un movimiento lento, deslizó la tanga por sus muslos, dejando su vagina expuesta, reluciente por sus jugos. Se acostó, abriendo las piernas, y llevó el vibrador a su clítoris, un gemido escapó de sus labios al sentir las vibraciones intensas. Nunca lo había usado con tanta desesperación; su mano libre levantó su vestido, liberando sus enormes senos, que apretó con fuerza, pellizcando los pezones mientras imaginaba a Diego embistiéndola.
Los gemidos de Atziry y Yareni, que se filtraban desde la otra habitación, solo avivaban su lujuria, su vagina se contraía alrededor del vibrador mientras lo deslizaba dentro, cada movimiento la llevaba a un éxtasis que mezclaba placer y dolor, atrapada entre la humillación y un deseo que no podía apagar.
Elizabeth yacía en su cama, consumida por un placer que había transformado su llanto en un fuego ardiente. El vibrador, zumbando incansable dentro de su vagina, enviaba oleadas de éxtasis que la hacían arquearse, sus jugos goteaban por sus muslos mientras el alcohol amplificaba cada sensación. Sus enormes senos, liberados, rebotaban con cada movimiento, y ella, con un hambre voraz, los lamía, su lengua trazaba círculos alrededor de sus pezones, saboreando su propia piel con gemidos que resonaban en la habitación. La tanga negra, descartada a un lado, yacía olvidada en el suelo, el aroma de su excitación llenaba el aire mientras su cuerpo temblaba al borde de un clímax devastador.
De pronto, el chirrido de la puerta de su habitación rompió el trance. Elizabeth, con la vista nublada por el tequila y el placer, detuvo sus movimientos, pero no sacó el vibrador, que seguía vibrando dentro de su vagina, manteniéndola al filo del éxtasis. A contraluz, en el marco de la puerta, apareció la silueta de una chica con alas de ángel, las plumas blancas brillaban tenuemente bajo la luz del pasillo. Era Yareni, cuya belleza había encendido chispas horas antes con un beso fugaz. Sin pedir permiso, entró, cerrando la puerta con seguro tras de sí, el clic resonó como una promesa. Elizabeth, con la mente nublada, recordó el roce de sus labios en la comisura de su boca durante la fiesta, un beso que ahora parecía un preludio a algo más.
Con su disfraz de ángel, se acercó lentamente, el vestido blanco translúcido revelando las curvas de su cuerpo, sus trencitas se balanceaban con cada paso. Elizabeth, sólo observaba la silueta de aquel hermoso cuerpo y las alas de ángel, pero ebria y rendida al momento, no protestó. Sabía que Diego se había encerrado con Atziry en su habitación, dejando a Yareni fuera de su encuentro sexual, y esa exclusión parecía haberla llevado hasta ella.
La silueta de Yareni, con su disfraz de ángel apenas discernible en la oscuridad, se posicionó entre sus piernas, una figura femenina que parecía flotar en las sombras. Elizabeth, con la vista nublada por el tequila, intentaba distinguir el rostro de la chica que horas antes le había robado un beso, pero solo veía contornos, un aura sensual que la hacía estremecerse.
Yareni, sin pronunciar palabra, tomó el vibrador con dedos delicados, retirándolo lentamente de la vagina de Elizabeth. El movimiento arrancó un gemido profundo de su garganta, su cuerpo se retorció de placer mientras sus paredes internas se contraían, extrañando el contacto. La silueta de Yareni se inclinó hacia adelante, su aliento cálido rozó la piel de Elizabeth antes de que su lengua encontrara su clítoris.
El primer contacto fue eléctrico, una lamida experta que hizo que Elizabeth arqueara la espalda, sus senos rebotaron mientras un grito ahogado escapaba de sus labios. La lengua jugueteaba con su clítoris hinchado, trazando círculos precisos, luego se hundía entre los pliegues de su vagina, saboreando los jugos dulces que Elizabeth liberaba en abundancia. Cada movimiento era una danza de placer, la lengua exploraba con una destreza que hacía que Elizabeth se retorciera, sus manos se aferraban a las sábanas.
El silencio de Yareni, roto solo por los sonidos húmedos de su boca y los gemidos de Elizabeth, añadía una capa de misterio al encuentro. Sin dejar de lamer, introdujo dos dedos en la vagina empapada de Elizabeth, deslizándolos con facilidad gracias a la humedad que goteaba por sus muslos. Los dedos se movían con un ritmo implacable, entrando y saliendo mientras su lengua seguía devorando el clítoris, succionándolo suavemente antes de acelerar el ritmo. Elizabeth, perdida en el éxtasis, sentía que le estaban haciendo el mejor sexo oral de su vida, cada lamida y cada embestida de los dedos la llevaban más cerca de un clímax que amenazaba con romperla. Sus senos, pesados y sensibles, se alzaban con cada respiración agitada.
La habitación, impregnada del aroma almizclado de la excitación de Elizabeth y el eco de los gemidos que resonaban desde la habitación de Atziry, era un santuario de placer prohibido. Yareni, en su silencio, dominaba el cuerpo de Elizabeth, llevándola a un éxtasis que borraba el dolor de su rechazo anterior, mientras la oscuridad las envolvía en una danza de deseo que no necesitaba palabras.
La silueta angelical apenas discernible en la penumbra se hundió aún más entre sus piernas, sus manos firmes abrieron los muslos de Elizabeth para acercarse más. Retiró los dedos que habían estado explorando su interior, dejando un vacío que pronto llenó con su boca. La lengua se sumergió en la vagina de Elizabeth, lamiendo con una intensidad voraz, saboreando cada gota de los jugos que fluían abundantes. Mordisqueaba el clítoris hinchado con una precisión que hacía que Elizabeth se arqueara, sus caderas empujaban contra el rostro de la chica, mientras pequeños mordiscos en los labios vaginales enviaban descargas de placer por su cuerpo.
Elizabeth, perdida en el éxtasis, se retorcía en la cama, sus manos subían para agarrar sus enormes senos, apretándolos con fuerza mientras su lengua lamía los pezones, el sabor de su propia piel intensificaba su lujuria. Sus ojos se pusieron en blanco, su cuerpo temblaba mientras gemía, jadeaba y gritaba, los sonidos resonando en la habitación. La silueta, en un silencio absoluto, seguía devorándola, su lengua danzaba entre los pliegues, succionando el clítoris antes de hundirse más profundo, el sonido húmedo de su saliva se mezclaba con los jugos de Elizabeth. La habitación estaba llena de los lengüetazos, los chasquidos húmedos y los gemidos desgarradores de Elizabeth, un concierto de deseo que parecía no tener fin.
Tras varios minutos de esta danza implacable, Elizabeth alcanzó el borde del clímax. Colocó sus manos en la cabeza de Yareni, sus dedos se enredaron en las trencitas, empujándola más contra su vagina, desesperada por sentirla aún más profundo. —¡Sigue, por favor! —gritó, su voz estaba rota por el placer. Su cuerpo se arqueó violentamente, y un orgasmo descomunal la atravesó, una explosión de jugos que inundó el rostro de Yareni, empapando sus labios y mejillas.
Elizabeth, agitada, colapsó sobre la cama, su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas, sus muslos temblaban mientras intentaba recuperarse. La chica, sin decir una palabra, se levantó lentamente, y su silueta angelical se reflejaba contra la luz del pasillo. Con un movimiento grácil, salió de la habitación, dejando tras de sí solo el eco de su presencia y el aroma de su encuentro.
Elizabeth, aun temblando, yacía en la cama, con el vibrador olvidado a su lado, su cuerpo empapado en sudor y sus propios fluidos. Mientras su respiración se estabilizaba, una revelación la envolvió: las mujeres también la deseaban, la querían con una pasión que igualaba la suya. La idea, nueva y embriagadora, la llenó de una extraña calma. Cerró los ojos, con una sonrisa débil curvando sus labios, y se durmió con el pensamiento de que, si un hombre como Diego no la amaba, una mujer como Yareni podría llenar ese vacío, su cuerpo aun vibraba con el recuerdo de aquel orgasmo que la había liberado.
A la mañana siguiente, Elizabeth estaba sentada en la cocina, el peso de la cruda marcaba ojeras bajo sus ojos, pero una sonrisa sutil curvaba sus labios, traicionando el placer que aún resonaba en su cuerpo tras la madrugada. Vestía solo una blusa ligera, apenas abotonada, que dejaba entrever el contorno de sus grandes senos, sus pezones se marcaban contra la tela fina. Un calzón blanco, casi transparente, abrazaba sus caderas, revelando las curvas de sus nalgas y los muslos blancos que temblaban ligeramente al recordar la lengua experta de la madrugada.
Mientras tomaba sorbos lentos de su café, una cápsula de ibuprofeno descansaba en su mano, un intento de calmar el dolor de cabeza. Cada trago del café amargo la llevaba de vuelta a la noche anterior, al éxtasis que había inundado su vagina, y al mirar sus muslos, notó cómo su calzón se humedecía, dejando un rastro brillante en la silla de madera donde estaba sentada.
El silencio de la cocina se rompió cuando la puerta de la habitación de Atziry se abrió. Yareni, con su disfraz de ángel ligeramente desarreglado, salió junto a Atziry y Diego, los tres con el aire de quienes habían compartido una noche intensa. Atziry, con un short diminuto que apenas cubría sus nalgas y una camiseta ajustada, lucía una mezcla de satisfacción y cansancio. Diego, en bóxer y camiseta, exudaba una confianza arrogante, su verga aún se marcaba bajo la tela. Yareni, lista para irse, se despidió con una sonrisa, pero antes de cruzar la puerta, Elizabeth se levantó, sus piernas desnudas se movieron con una sensualidad inconsciente.
Sin dudarlo, se acercó a Yareni y la tomó por el rostro, sus dedos rozaron las trencitas aún intactas, y le plantó un beso apasionado, sus labios se fundieron en un choque húmedo que hizo que Yareni respondiera con igual intensidad. El beso, breve pero cargado de deseo, dejó un eco en el aire antes de que Yareni saliera, cerrando la puerta tras de sí.
Elizabeth, aún herida por el rechazo de Diego, giró hacia él y Atziry, su mirada miel endurecida por los celos y el dolor. Diego, consciente de que su tía sabía de su relación con su prima, la sostuvo con una calma desafiante, sin inmutarse. Atziry, en cambio, bajó la mirada, un rubor subía por sus mejillas. —Perdóname por lo de anoche, mamá —empezó, su voz temblaba con arrepentimiento.
Pero Elizabeth, levantando la palma de su mano como una barrera, la interrumpió con frialdad. —Si ustedes quieren seguir cogiendo, háganlo. A mí ya no me importa —dijo, con tono cortante mientras su blusa se abría ligeramente, revelando más de sus senos. Sin esperar respuesta, se giró y se metió a su habitación, el eco de sus palabras dejaba a Diego y Atziry atónitos, con un torbellino de dudas en sus mentes.
Atziry, a pesar de la tensión, sintió una oleada de alivio, interpretando las palabras de su madre como un consentimiento tácito. Su cuerpo aún vibraba con el recuerdo de Diego dentro de ella, y la idea de seguir sin restricciones la llenó de una felicidad culpable. Diego, por su parte, mantuvo su expresión imperturbable, aunque un destello de intriga cruzó sus ojos. La cocina, impregnada del aroma del café y la humedad que Elizabeth había dejado en la silla, quedó en silencio mientras los dos primos decidían no molestarla, dejando que la puerta cerrada de su habitación guardara los secretos de una noche donde los deseos prohibidos habían redefinido sus lazos.
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