Diego, perdido en la visión de su prima, deslizó sus manos hacia los senos de Atziry, apretándolos con firmeza, sus dedos pellizcaban los pezones erectos, arrancándole gemidos más agudos. Luego, su mano derecha descendió, encontrando el clítoris hinchado de Atziry, masajeándolo con círculos rápidos que la hicieron arquearse contra el lavabo.
Con la mano izquierda, agarró su cabello, jalando su cabeza hacia atrás con una mezcla de dominio y ternura. Atziry, en el espejo, veía cómo sus músculos se tensaban, sus senos rebotaban con cada embestida, la imagen de Diego tomándola con tal intensidad haciéndola temblar. —Primo, me estás volviendo loca —gimió, su voz estaba rota mientras su vagina se contraía alrededor de él, el placer crecía hasta un punto insoportable.
El baño, ahora estaba impregnado del sonido de sus cuerpos chocando y el aroma crudo de su pasión, era un escenario donde Atziry se entregaba por completo, gozando cada segundo de la verga de su primo, cada caricia en su clítoris, cada jalón en su cabello. El espejo reflejaba su unión, un cuadro de lujuria que los consumía.
Pero de pronto, el sonido inconfundible de la puerta principal abriéndose rompió el hechizo. —¡Ya llegué! —gritó Elizabeth, su voz resonó en el departamento, haciendo que Diego y Atziry se congelaran, sus respiraciones agitadas quedaban atrapadas en sus gargantas.
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el eco de las zapatillas de Elizabeth contra el suelo de madera. Atziry, con los ojos abiertos por el pánico, apretó los muslos alrededor de Diego, su vagina aun palpitaba alrededor de su verga. Él, con el corazón acelerado, la sostuvo firme, sus manos estaban en sus nalgas bronceadas, tratando de mantener la calma. Elizabeth, al no recibir respuesta, frunció el ceño, notando el televisor encendido en el salón, su pantalla parpadeaba con una serie olvidada. —¡Atziry! ¡Diego! ¿Dónde están? —volvió a gritar, cerrando la puerta principal con un golpe seco. La falta de respuesta la inquietó, sus pasos resonaban mientras recorría el departamento, buscando pistas.
Un gemido suave, apenas audible, escapó de Atziry antes de que pudiera contenerlo, y Elizabeth se detuvo en seco, con sus sentidos agudizándose. Creyendo que los sonidos venían del televisor, se acercó y lo apagó con un clic, esperando que los ruidos cesaran. Pero el silencio que siguió fue aún más sospechoso, y sus ojos se dirigieron a la rendija de luz que se filtraba por debajo de la puerta del baño. Su corazón dio un vuelco, una mezcla de curiosidad y aprensión creciendo en su pecho. Con pasos lentos, sus zapatillas resonaban en el suelo, se acercó a la puerta, el aire estaba cargado con el aroma de un deseo que aún no identificaba. Tocó suavemente, su voz firme pero teñida de incertidumbre. —Atziry, Diego, ¿quién está usando el baño?
Elizabeth, con el corazón latiendo rápido por la incertidumbre, tocó la puerta del baño una segunda vez, su voz resonaba con un tono más firme. —¿Quién está usando el baño? —preguntó, sus dedos tamborileaban nerviosamente contra la madera. Dentro, Atziry y Diego, atrapados en su frenesí sexual, se miraron con los ojos abiertos, el pánico se mezcló con el deseo que aún los consumía. Diego, con su verga aún dura y alojada en la vagina húmeda de Atziry, la sostuvo por las caderas, sus manos fuertes la mantenían en su lugar.
Con una sincronía desesperada, caminaron juntos hacia la puerta, sus cuerpos entrelazados, los muslos bronceados de Atziry temblaban mientras intentaban mantener el equilibrio. La puerta se abrió lentamente, apenas una rendija, dejando escapar un leve pero inconfundible aroma a sexo que flotó en el aire. Elizabeth, frunciendo el ceño, lo percibió, pero no pudo identificarlo, su mente aun buscaba una explicación lógica.
Atziry, con el cabello desordenado cayendo sobre su rostro, asomó la cabeza por la abertura, asegurándose de que la puerta no se abriera por completo. Detrás de ella, Diego permanecía oculto, con su torso desnudo pegado a su espalda, su verga aún dentro de su vagina palpitaba con cada movimiento. El riesgo de ser descubiertos hacía que su piel se erizara, pero también intensificaba el calor entre sus piernas. —¿Qué pasa, mamá? —dijo Atziry, su voz temblaba ligeramente, intentando sonar casual mientras su cuerpo traicionaba su excitación—. Me voy a bañar. —Elizabeth, parada en el umbral, arrugó la nariz. —¿A qué huele? —preguntó, su tono estaba cargado de sospecha mientras sus ojos escudriñaban el rostro de su hija.
Atziry, con el corazón acelerado, respondió con rapidez, forzando una sonrisa. —Tuve un pequeño accidente con mi regla, por eso me voy a bañar —mintió, su voz se quebraba apenas mientras sentía el calor de Diego detrás de ella. Pero en ese momento, su primo, incapaz de contenerse, comenzó a mover sus caderas lentamente, metiendo y sacando su verga con un ritmo torturante. Atziry abrió los ojos de golpe, un gemido quedo atrapado en su garganta mientras su vagina se contraía alrededor de él, el placer se mezclaba con el pánico. Sus manos se aferraron al borde de la puerta, sus nudillos se blanqueaban mientras intentaba mantener la compostura, su rostro ruborizado traicionaba la intensidad de lo que sentía.
Elizabeth, ajena a la verdad, frunció el ceño, pero no insistió, su atención aún estaba atrapada por el aroma extraño y la actitud nerviosa de su hija. Diego, escondido tras la puerta, apretó las nalgas de Atziry con una mano, su otra mano se deslizaba por su cintura, sintiendo la piel bronceada temblar bajo su toque. Cada movimiento de su verga era una provocación, un desafío silencioso que hacía que Atziry mordiera su labio inferior para no gemir.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó Elizabeth, su tono mezclaba preocupación y sospecha mientras observaba los ojos de Atziry, que brillaban con una intensidad inusual. Su hija, con el cuerpo estremeciéndose por las embestidas lentas pero implacables de Diego, quien permanecía oculto tras la puerta, respondió con la voz entrecortada, pequeños gemidos escapaban de sus labios. —Es… un cólico, mamá —mintió, su respiración estaba agitada mientras la verga de su primo se deslizaba dentro de su vagina, cada movimiento enviaba oleadas de placer que amenazaban con delatarla.
Elizabeth, aún extrañada, ladeó la cabeza. Había escuchado esos leves gemidos, un sonido que no encajaba del todo con un simple cólico. —¿Y Diego ya regresó? —preguntó, su mirada escudriñaba el rostro de su hija. Atziry, con el corazón latiendo desbocado, sintió cómo Diego, detrás de ella, ajustaba su agarre en sus caderas bronceadas, su miembro palpitaba dentro de su vagina húmeda.
—Sí, mamá… pero salió a correr, dijo que volvería más tarde —respondió, mordiendo su labio inferior para reprimir un gemido más fuerte, su cuerpo la traicionaba mientras el placer la consumía. Elizabeth, más tranquila pero aún con un dejo de duda, asintió. —Está bien, hija, te dejo bañarte. Estoy cansada, voy a dormir un poco. Por favor, despiértenme cuando Diego regrese para que cenemos los tres juntos —dijo, mientras se giraba, sus zapatillas resonaban en el suelo de madera.
Atziry, con el rostro contorsionado por el esfuerzo de mantener la compostura, asintió rápidamente con la cabeza y cerró la puerta de un golpe, el sonido resonó como un alivio momentáneo. Esperó, conteniendo la respiración, hasta que escuchó el clic de la puerta de la habitación de Elizabeth al cerrarse.
En ese instante, Diego, libre del riesgo inmediato, soltó un gruñido bajo y comenzó a penetrarla con una intensidad renovada. Sus embestidas, ahora eran más rápidas y profundas, hacían que las nalgas de Atziry chocaran contra su pelvis, el sonido carnoso llenaba el baño. Ella, recargada contra la puerta, dejó escapar gemidos más audibles, su vagina se apretaba alrededor de la verga de Diego, empapándola con sus jugos. Sus senos, libres y rebotando con cada movimiento, rozaban la madera fría, sus pezones erectos amplificaban su placer.
—Primita, están tan apretada —susurró Diego, sus manos se deslizaban por su cintura, una aferrando su cadera y la otra subiendo para apretar un seno, pellizcando el pezón rosado con dedos expertos.
Entre jadeos, Atziry, con la voz entrecortada, lo miró por encima del hombro, con una mezcla de reproche y lujuria. —¿Por qué hiciste eso, Diego? —gimió, su respiración era agitada mientras sus senos rebotaban con cada movimiento—. ¡Pudo habernos descubierto mi mamá! —El riesgo de ser atrapados por Elizabeth, aún fresco en su mente, hacía que su corazón latiera con fuerza, pero también avivaba el fuego entre sus piernas.
Diego, con una sonrisa traviesa curvó sus labios, ralentizó sus embestidas, dejando que su verga se deslizara lentamente dentro de ella, torturándola con el roce. —Quería ver qué hacías, primita —respondió, su voz era grave cargada de picardía, mientras sus manos apretaban las caderas de Atziry, sintiendo la suavidad de su piel —. Me pareció jodidamente excitante cogerte mientras hablabas con tu mamá. Además, tu vagina tan estrecha estaba apretando mi verga, y no podía parar de querer cogerte más. —Sus palabras, crudas y provocadoras, hicieron que Atziry soltara un gemido más profundo, su cuerpo la traicionaba mientras el placer la dominaba.
Sabiendo que Elizabeth se dormía rápido y tenía un sueño profundo, Atziry dejó de lado cualquier rastro de preocupación, su deseo superaba el miedo. Con la voz temblando de excitación, miró a Diego, sus labios entreabiertos dejaban escapar un suspiro. —Quiero que lo hagamos en el inodoro, primo… siéntate y déjame montarte —susurró, su tono estaba cargado de una urgencia que hizo que el miembro de Diego palpitara aún más. Él, sin dudarlo, se apartó de ella, dejando que su verga saliera con un sonido húmedo, brillante por los jugos de Atziry. Se sentó en el inodoro cerrado, su torso desnudo relucía con una fina capa de sudor, su verga erguida era una invitación.
Atziry, sin perder un segundo, comenzó a montarlo dándole la espalda, sus nalgas subían y bajaban con un ritmo que hacía que la piel de Diego se erizara. Él, hipnotizado, observaba cómo las nalgas de su prima se movían, redondas y firmes, chocando con sus muslos con un sonido carnoso que resonaba en el espacio reducido. Los muslos de Atziry, brillantes por los jugos que escapaban de su vagina, relucían bajo la luz tenue, cada movimiento intensificaba el placer que los consumía.
Atziry, con los ojos entrecerrados y la respiración agitada, tomó las manos de Diego, guiándolas con una urgencia desesperada. Llevó el dedo índice de su mano derecha a su boca, chupándolo lentamente, su lengua danzaba alrededor de él mientras gemía, el sonido vibraba contra la piel de Diego. Luego, colocó las manos de su primo sobre sus senos, sus pezones ahora estaban bajo sus palmas, invitándolo a apretarlos.
Diego, con un gruñido bajo, obedeció, sus dedos hundidos en la carne suave, pellizcando los pezones con una mezcla de ternura y ferocidad. Atziry, impulsada por el contacto, intensificó sus sentones, su vagina se apretaba alrededor de la verga de Diego, cada movimiento enviaba oleadas de placer que la hacían jadear. —Primo, me estás volviendo loca —gimió, su voz temblaba, al borde del colapso.
La sensación de la verga de Diego, gruesa y pulsante, llenándola por completo, era abrumadora. Después de unos minutos de movimientos frenéticos, Atziry alcanzó un orgasmo devastador. Su cuerpo convulsionó, un grito agudo escapó de sus labios, seguido de gemidos y jadeos mientras sus ojos rodaban hacia atrás, perdidos en un éxtasis cegador. Su vagina, empapada, liberó un torrente de jugos que se deslizaron por los muslos de Diego, empapando el inodoro. Pero Atziry no se detuvo, sus nalgas seguían subiendo y bajando, prolongando el placer mientras su cuerpo temblaba. Cuando recuperó el control, con la respiración aún entrecortada, sacó la verga de Diego de su interior, el sonido húmedo resonaba en el baño.
Sin pausa, se giró para quedar frente a él, con un deseo insaciable. Posó sus pies sobre los muslos de Diego, poniéndose en cuclillas con una gracia felina, y volvió a guiar su verga hacia su vagina, metiéndosela lentamente mientras lo abrazaba por la cabeza, atrayéndolo hacia su pecho. Sus senos, firmes y rebotando, quedaron a la altura de la cara de Diego, los pezones rosados rozaban sus labios, invitándolo a devorarlos. Él, perdido en la visión, lamió uno con avidez, succionándolo mientras sus manos se aferraban a las caderas de Atziry, guiándola en un nuevo ritmo.
Diego, con las manos firmes en las nalgas de su prima, la sostenía en cuclillas mientras su verga se hundía profundamente en su vagina empapada. Sus dedos, que exploraban con audacia, se deslizaron hacia su ano, introduciendo ligeramente un dedo en la estrechez cálida, arrancándole a Atziry un gemido agudo que reverberó contra las paredes. Su boca, hambrienta, se aferró a los senos de su prima, lamiendo los pezones rosados con una voracidad que lo hacía gruñir. Los chupaba con deleite, atascándose en la carne suave, saboreando la piel bronceada mientras sus caderas empujaban hacia arriba, intensificando la penetración que los unía en un frenesí de lujuria.
Después de minutos de esta danza carnal, Diego, con un movimiento suave pero decidido, ayudó a Atziry a bajar sus piernas, guiándola para que se sentara frente a él en el inodoro, sus muslos abiertos lo rodeaban. Ahora, cara a cara, Atziry comenzó a darse sentones más salvajes, sus nalgas rebotaban contra los muslos de Diego con un ritmo que hacía temblar el aire. Sus senos, libres se balanceaban, rozando el pecho de su primo, sus pezones endurecidos dejaban un rastro de calor. Se besaron apasionadamente, mientras el baño se llenaba del sonido de sus gemidos y el roce húmedo de sus cuerpos. Atziry, perdida en el placer, sentía la verga de Diego llenarla por completo, cada sentón enviaba descargas de éxtasis que la hacían arquearse.
—Prima, ya voy a terminar —gruñó Diego, su voz estaba rota por la urgencia, sus manos se apretaron las caderas de Atziry con una fuerza que marcaba su piel. Ella, sin detenerse, lo besó con más intensidad, sus labios se pegaron a los de él mientras susurraba contra su boca. —Quiero sentir tus mecos dentro, primo —jadeó, su voz temblaba de deseo. Diego, incapaz de contenerse, apretó sus caderas con más fuerza, sus embestidas se volvieron erráticas mientras liberaba chorros calientes de semen en el interior de su vagina. Atziry, sintiendo el calor de su clímax, convulsionó en un orgasmo propio, sus jugos se mezclaban con el semen de Diego, un torrente que escapaba de su vagina y goteaba por sus muslos, empapando los testículos de su primo.
Cuando los espasmos cesaron, Atziry permaneció sentada sobre él, su respiración era pesada mientras sentía el semen de Diego escurrir lentamente de su interior, un calor líquido que se deslizaba y se mezclaba con sus propios fluidos. Diego, con los ojos entrecerrados, sentía sus testículos húmedos, cubiertos por la mezcla de sus orgasmos, una sensación que lo hacía sonreír con satisfacción.
Aún envueltos en el calor de su unión, intercambiaron besos lentos y ardientes, sus labios húmedos saboreaban el eco de su pasión. El baño, impregnado del aroma crudo de sus cuerpos sudados y sus fluidos mezclados, vibraba con la intensidad de lo que acababan de compartir. Atziry, con las piernas temblorosas y la vagina aún palpitante, se apoyó en el lavabo. Diego, con una sonrisa confiada, se agachó para subir su bóxer y pantalón, el tejido rozaba su verga sensible, aún cálida por el orgasmo. —Te dejo bañarte, primita —murmuró, su voz era profunda, cargada de una posesividad juguetona, mientras le lanzaba una mirada que prometía más. Cerró la puerta tras de sí, el sonido del cerrojo resonó en el pasillo silencioso.
Apenas dio unos pasos hacia la cocina cuando la voz de Elizabeth lo detuvo como un latigazo. —¿Qué hacías con mi hija en el baño? —preguntó, su tono era cortante, tenía los brazos cruzados bajo sus senos prominentes, que se alzaban bajo la blusa ajustada. Su falda lápiz, aún puesta desde el trabajo, abrazaba sus caderas, delineando las curvas que Diego conocía tan bien. Sus ojos miel lo perforaban, una mezcla de sospecha y algo más profundo, casi animal. Diego, paralizado por un instante, sintió el peso de su mirada, pero la confianza que ahora lo llenaba lo impulsó hacia adelante.
Con pasos lentos y deliberados, se acercó a ella en la cocina, el aire estaba cargado con una tensión que hacía vibrar su piel.
Sin decir una palabra, tomó el rostro de Elizabeth entre sus manos, sus dedos fuertes pero suaves rozaban su piel blanca, y la besó con una pasión abrasadora. Sus labios se fundieron en los de ella, su lengua exploraba su boca con una urgencia que la hizo jadear. Al separarse, con sus rostros a centímetros, Diego habló, su voz era baja pero cargada de desafío. —Le quité su virginidad, tía. La convertí en mi mujer —declaró, sus ojos se clavaron en los de ella.
Antes de que pudiera responder, deslizó una mano bajo su falda, sus dedos encontrando las nalgas firmes de Elizabeth, apretándolas con posesión mientras la volvía a besar, sus labios la devoraron con un hambre que no ocultaba. —¿Tienes problema con eso? —preguntó, su tono era provocador, mientras sus dedos se hundían en la carne suave, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.
Elizabeth, con la respiración agitada, lo miró con una mezcla de sorpresa y deseo. En lugar de retroceder, se inclinó hacia él, besándolo con una intensidad que igualaba la suya, sus lenguas entrelazándose en un duelo febril. Al separarse, sus labios brillaban, y su voz salió en un susurro ronco. —No, sobrino… somos tus mujeres —admitió, con una rendición que lo encendió aún más. Diego, con una sonrisa triunfal, apretó su agarre en sus nalgas antes de soltarla. —Entonces no le reclames nada a Atziry —dijo, con tono firme, cargado de autoridad—. Y no le digas que tú y yo también cogemos. Esto queda entre nosotros. —Sus palabras eran una orden, sellada con una mirada que no admitía réplica.
Sin esperar respuesta, Diego se giró y se dirigió al estudio, dejando a Elizabeth sola en la cocina, su cuerpo aun vibraba por el beso y el toque de su sobrino. El aroma a sexo y el calor de sus manos permanecían en su piel, mientras su mente giraba ante la confesión. Diego, al cerrar la puerta del estudio, sintió una oleada de poder recorrerlo. Sabía que ahora era el amo de ambas, su tía y su prima, unidas a él por un deseo prohibido que lo convertía en el centro de sus mundos.
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