Rojo intenso (2): Secreto en la oficina (parte 2)

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T. Lectura: 6 min.

La ciudad despertaba afuera, pero ellos estaban en su propio mundo, uno donde el deseo y el amor se fundían en un solo latido.

Martes, 8:37 a.m.

El auto se detuvo frente al edificio del estudio. Ambos bajaron con gafas oscuras, bien vestidos, en apariencia impecables. Pero sus miradas… sus miradas lo decían todo. Después de una noche sin dormir y una ducha que se convirtió en preludio de un nuevo encuentro, sus cuerpos aún temblaban de deseo.

En el ascensor, solos, el silencio se volvió insoportable. No había cámaras. No había nadie. Solo ellos, el reflejo de su deseo en las paredes metálicas, y el eco de su respiración contenida.

Rosanna no esperó. Se giró hacia él, lo tomó de la camisa y lo besó con una fuerza que dejaba claro que aquello no había terminado. Su lengua rozó la de él con hambre, sus manos acariciaron su pecho por debajo del saco, y su cuerpo se pegó al suyo con ese calor que lo volvía loco.

Ismael respondió con las mismas ganas. La sostuvo por la cintura, apretándola contra sí, sus labios buscándola con una mezcla de necesidad y dulzura salvaje. En ese instante, el mundo volvió a apagarse. El elevador parecía no moverse nunca. Y tal vez era mejor así.

Pero entonces —ding— llegó el piso.

Rosanna se separó con rapidez, como si se tratara de una coreografía ya ensayada. Se acomodó la falda, alisó su blusa, se miró en el reflejo, respiró profundo… y recuperó su rostro de jefa.

—Listo —dijo con una pequeña sonrisa en los labios—. Nadie sospecha.

Ismael asintió, tragando saliva, el corazón latiéndole en las sienes. Salieron del ascensor como si nada hubiera ocurrido. Como si fueran dos profesionales más empezando su jornada laboral. Pero sus cuerpos contaban otra historia. Una que no terminaba.

Pasado el mediodía, entre reuniones, juntas de creatividad y correos acumulados, Rosanna ya no podía más. Había tratado de concentrarse. Había fingido una calma que no sentía. Pero cada vez que pensaba en él, en sus labios, en su cuerpo… la inquietud crecía. Estaba encendida. Intensa. Impaciente.

Escribió un mensaje en el chat interno del estudio:

Rosanna: Ismael. Ven a mi oficina. Urgente. No tardes.

No necesitaba decir más.

En cuanto él leyó el mensaje, supo. Sintió esa electricidad recorriéndole la espalda. Se levantó sin decir nada al equipo, tomó su libreta para disimular… y caminó hacia la puerta de ella.

La cerró detrás de sí.

Rosanna ya lo esperaba. De pie. Sus ojos brillaban. La falda ligeramente subida más arriba del muslo. Una señal silenciosa. El mismo fuego que nunca terminó de apagarse desde la noche anterior.

—No he dejado de pensar en ti ni un segundo —dijo ella, acercándose lentamente—. Y ya no puedo seguir fingiendo.

Ismael tragó saliva. La respiración se le aceleró. Sus cuerpos estaban a punto de desatarse de nuevo.

Y así, en esa oficina de paredes blancas, con los post-its de campañas aún pegados en el cristal blanco, el deseo volvió a imponerse a la rutina. A la lógica. A todo.

Porque cuando dos cuerpos ya se han dicho todo, lo único que queda… es volver a empezar.

Ismael entró sin decir palabra, con el corazón latiendo fuerte y el deseo bailando bajo la piel. Rosanna lo miraba desde el ventanal, como si ya supiera que él iba a cruzar esa puerta con la misma urgencia que ella sentía. La tensión era insostenible. Ambos lo sabían.

Él se acercó y sin dudar comenzó a desnudarla, con manos temblorosas pero decididas. Los botones de su blusa cayeron uno a uno mientras la miraba con adoración desbordada.

—Tía… me vuelve loco tu cuerpo… tu lujuria… lo que me haces sentir —susurró él, con una mezcla de devoción y ansia.

Rosanna lo miró por encima del hombro, con una sonrisa peligrosa.

Ismael se dejó caer en la silla de cuero que normalmente ocupaba ella. Esa misma silla donde firmaba contratos, donde daba órdenes. Y ahora, ahí sentado, era él quien la contemplaba como si se tratara de un regalo divino.

Ella, sin perder ni un segundo, se acomodó sobre él, de espaldas. Se sostuvo con las manos en los brazos de la silla, y sus movimientos comenzaron, suaves, medidos, como si cada gesto estuviera calculado para encenderlo aún más.

El vaivén de su cuerpo era como una danza silenciosa. Ismael observaba como esas nalgas subían y bajaban, mientras su pene era devorado por aquella deliciosa vagina, él la sujetaba por la cintura, luego recorría con sus manos su espalda, sus costados, hasta llegar a sus senos, que acariciaba y apretaba con una mezcla de ternura y hambre. De vez en cuando se inclinaba para besarle la espalda, para rozar con los labios su piel húmeda de deseo y con su mano derecha comenzó a masajear el clítoris de Rosanna.

Los suspiros se convirtieron en gemidos. Y los gemidos en gritos.

—¡Lucas… más! ¡No pares, por favor! —gritó ella con voz quebrada, sin pensar, sin filtros, solo con el alma expuesta.

Y entonces, un golpe sutil de aire… un sonido metálico.

La puerta.

Ismael no se había dado cuenta, en medio de su apuro, de que no había cerrado bien.

La puerta se abrió lentamente, empujada por una corriente de aire. Y afuera… estaban ahí. Algunos miembros del equipo. Congelados. Mirando como las manos de su compañero estrujaban los senos de su jefa, mientras ella con los ojos en blanco subía y bajaba mientras su vagina era penetrada sin cansancio. Nadie entendía al principio. Luego, se quedaron ahí sin poder apartar la vista.

Ismael quiso detenerse, quiso reaccionar… pero entonces sintió que Rosanna no se detenía. Al contrario. Su respiración se volvió aún más intensa. Su cuerpo se movía con más fuerza. Y su voz…

—¡Lucas… no te detengas! —gritó entre jadeos.

Ella sabía que los estaban viendo. Lo supo. Y en lugar de asustarse… se encendió más.

Ismael la sostuvo con fuerza, intentando cubrirla, protegerla, pero ella se movía como si nada más importara. Como si lo único que existiera en el mundo en ese momento fuera ese instante, ese contacto, ese fuego.

Y cuando ambos alcanzaron el clímax, todos observaron como un líquido viscoso pero transparente llenaba las piernas de su compañero, combinado con el semen de este, fue como una tormenta interna, ella dio un grito de orgasmo contenido que los hizo temblar a todos.

Luego, silencio.

Los ojos de Rosanna brillaban de adrenalina. De deseo. De desafío.

—Ciérrenla… —dijo con voz grave y temblorosa, mirando hacia la puerta abierta, sin vergüenza alguna—. Y llamen a una junta. Después.

La puerta volvió a cerrarse con un leve clic, esta vez asegurada desde dentro. Ismael se quedó quieto en la silla, respirando agitado, sin saber cómo interpretar lo que acababa de suceder.

Rosanna no se inmutó. Permaneció de espaldas unos segundos, con el cuerpo aun vibrando, el corazón desbocado y la respiración entrecortada. Luego, se irguió con elegancia, con una firmeza que no negaba su vulnerabilidad, y caminó lentamente hacia el ventanal.

En su andar, Ismael no pudo evitar notar cómo su semen aún quedaba visible… acompañado de una humedad brillante que escurría por las piernas de Rosanna, y al mismo tiempo dejaba rastros en el piso de aquella oficina como la señal silenciosa de todo lo que acababan de compartir.

Ella se detuvo, tomó aire, y luego giró sobre sus talones. Sus ojos lo buscaron. No había vergüenza en ellos. Solo un fuego calmo, mezcla de desafío, ternura… y algo más oscuro: entrega total.

Sin decir palabra, se acercó a él. Ismael aún estaba en la silla, sin reaccionar del todo. Y entonces Rosanna, en un gesto inesperado, se arrodilló frente a él, sus manos descansaron sobre sus muslos, sus ojos estaban clavados en los suyos.

—No hemos terminado, Lucas —susurró con una voz suave y densa, como terciopelo mojado.

Él tragó saliva, acarició su mejilla con los dedos, temblando por dentro. Ella lentamente introdujo el pene aún erecto de su amante a su boca.

—Tía… esto se siente tan… tan húmedo… tan tú.

Ella cerró los ojos un segundo, como si sus palabras la acariciaran más que cualquier gesto físico. Luego jugueteó aún más con su lengua, apoyando la cabeza sobre su abdomen, respirando hondo, como si necesitara memorizar su aroma, su calor, quería limpiar todos los rastros de semen que aún estuvieran en ese pedazo de carne.

No hicieron nada más. No tenían que hacerlo.

El momento bastaba: ella arrodillada en silencio, él temblando por lo que había pasado… y lo que estaba por venir. Ambos sabían que habían cruzado una línea, y que no habría vuelta atrás.

Después de unos minutos así, ella se incorporó. Se acomodó la ropa con una calma casi ceremonial, se recogió el cabello con una liga negra que siempre llevaba en la muñeca, y le dirigió una última mirada intensa.

—En cinco minutos hay junta —dijo—. Entra cuando escuches que ya estoy sentada.

Y entonces, como si nada hubiera pasado, abrió la puerta, caminó hacia la sala de reuniones, y dejó tras de sí el aroma del deseo… y el semen aún escurriendo por sus piernas.

La sala de juntas olía a café recién hecho y nervios.

Los creativos del estudio, los diseñadores, el equipo de cuentas… todos estaban ahí. Algunos evitando mirarse. Otros mordiéndose el labio. Nadie comentaba abiertamente lo que acababa de ocurrir minutos antes, pero las miradas lo decían todo.

La jefa y su subordinado, tras una puerta abierta. El rumor ya no era rumor. Era real. Y el eco de los gemidos de Rosanna aún parecía vibrar en las paredes del estudio.

Ismael fue el último en entrar. Cerró la puerta con calma, y se sentó, sin decir una palabra. Su rostro estaba sereno, aunque en sus ojos vivía una mezcla de orgullo, ansiedad y algo más… algo que se parecía peligrosamente al amor.

Rosanna estaba sentada en la cabecera. Impecable. Dueña de sí misma. Ni una sola arruga en la ropa, ni una nota de vergüenza. Solo confianza. Poder. Y un leve rastro de semen en la comisura de sus labios.

Carraspeó. Se cruzó de piernas.

—Quiero agradecerles a todos por llegar puntuales —comenzó—. Sé que… esta mañana ha sido intensa para muchos.

Silencio absoluto, mientras ella con su lengua limpio el manjar que le quedaba en la boca.

Rosanna apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos, estudiando los rostros frente a ella como si fueran piezas de un tablero.

—No voy a fingir. Lo que vieron ocurrió. Fue real. Y fue decidido. Y no me arrepiento.

Un par de ojos se abrieron con sorpresa. Otros se desviaron hacia Ismael.

—Lo que haga yo con mi cuerpo, dentro o fuera de esta oficina, es asunto mío. Y si a alguno le incomoda… —pausa breve— puede tomarse el resto del día libre. Pero si a alguno le inspira, le enciende, o le da curiosidad… están en su derecho también. Este es un espacio creativo, libre, y a partir de ahora también más honesto.

Un silencio cargado de electricidad se instaló. Nadie se reía. Nadie objetaba. Pero algo en el aire se transformaba.

—Lo único que exijo —continuó Rosanna con un tono más bajo, más cercano— es respeto. Y verdad. Si sienten, si desean, si imaginan… háganlo. Sin miedo. Ya basta de oficinas frías y miradas reprimidas, pero todo consensuado.

Fue entonces cuando Vanessa, la recepcionista de cabello rubio platinado, cruzó las piernas con cierta lentitud y clavó los ojos en Rosanna.

—¿Y si el deseo no solo fuera hacia uno… sino hacia dos? —dijo con una voz suave, pero firme.

Las miradas se movieron hacia ella.

Rosanna sonrió levemente. Una sonrisa que no era burla. Era reconocimiento.

—Entonces será bienvenido, Vanessa. Mientras haya consentimiento… todo lo que pase entre estas paredes, queda entre estas paredes.

Un murmullo casi imperceptible recorrió la sala. Algunos ojos bajaron. Otros brillaron con interés. Y en ese instante, todos entendieron: el estudio acababa de cambiar. No solo por la pasión de una jefa. Sino porque Rosanna les había dado permiso de ser auténticos. Incluso si eso significaba dejar salir lo que siempre habían callado.

La sala de juntas se vació poco a poco, dejando un murmullo detrás. Los pasos resonaban en el pasillo con una mezcla de incomodidad y euforia, como si algo nuevo acabara de liberarse en el estudio.

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