El reloj marcaba las 4:23 de la tarde. La oficina de Rosanna estaba bañada por una luz dorada que se colaba entre las persianas. La ciudad rugía allá afuera, pero dentro de aquel despacho todo estaba en pausa. Ella sostenía su celular entre los dedos, escuchando con atención cada palabra que salía del altavoz.
—Rosanna, el cliente confirmó. Te esperan en Reykjavík. Cierre de contrato, presentación y todo lo demás… lo quieren contigo en persona —dijo su socio, con tono entusiasta.
Ella sonrió. No era la primera vez que cerraba un negocio internacional, pero algo en esa palabra, Islandia, le erizó la piel. Tan lejos, tan blanco, tan frío… y sin embargo, tan propicio para encender otra clase de fuego.
—Perfecto. Envíame los detalles. Salgo esta semana —respondió con firmeza, pero con la mente ya viajando kilómetros adelante.
Colgó. Y entonces, en medio del silencio, surgió un nombre que se filtró como un susurro interno:
Lucas.
Apoyó los codos sobre el escritorio y entrelazó los dedos. Su mirada se deslizó hacia la puerta cerrada. Sabía que él aún estaba ahí, unas oficinas más alejado. Trabajando, como siempre, sin imaginar que en ese momento ella ya lo visualizaba abrigado junto a ella, caminando sobre campos de lava cubiertos de nieve, con ese gesto torpe y encantador que lo hacía único.
¿Y si le invito?
Se lo preguntó como quien sabe ya la respuesta. Porque la idea de estar sola en un hotel rodeado de hielo le parecía… incompleta. Pero si él la acompañaba… si él estaba con ella, el frío sería una excusa, no una barrera.
Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Pensó en él junto a una chimenea, en sus manos grandes sujetando una taza de café, en sus ojos mirándola mientras la nieve golpeaba los cristales. Pensó en la intimidad de las habitaciones cerradas, en los silencios largos después de la risa, en la manera en que él pronunciaba su nombre cuando la deseaba.
La idea de ese viaje ya no era solo un contrato. Era una oportunidad. Una aventura. Una prueba de lo que sentían… o de lo que aún no se atrevían a decir en voz alta.
Volvió al escritorio, tomó su celular y le escribió un mensaje corto:
“Lucas, ¿tienes pasaporte vigente? Me acaban de asignar una reunión en Islandia. Y no pienso ir sola.”
Tres segundos después, los puntos de escritura comenzaron a aparecer.
“No te dejaría ir sola, tía”.
Ella se recostó en la silla, sonrió. Sintió el cuerpo tibio, la mente inquieta, el corazón en otro continente.
Era de madrugada, y la ciudad aún dormía bajo una capa de neblina suave. Ismael subió los últimos escalones del edificio con una maleta en la mano y un nudo en el estómago. No era ansiedad por el viaje. Era por verla. Por estar con ella antes de que el avión despegara hacia lo desconocido.
Metió la llave que ella meses atrás le había dado en la cerradura y empujó la puerta con cuidado. Había un silencio cálido en el departamento, solo roto por el lejano sonido del agua corriendo.
La luz del baño estaba encendida. Y con cada paso que daba hacia allá, su corazón latía con más fuerza. El vapor se escapaba por debajo de la puerta entreabierta. El espejo del pasillo lo recibió empañado, y un aroma dulce y fresco lo envolvió: la fragancia de ella.
—¿Tía? —preguntó con voz suave.
No hubo respuesta. Solo el rumor del agua deslizándose.
Empujó la puerta y la vio. La silueta de Rosanna tras el cristal de la ducha era una pintura viva: el agua resbalaba por su piel como hilos de luz, su cabello mojado caía sobre la espalda, y su cuerpo, ese cuerpo que tanto adoraba, respiraba calma.
Ella lo sintió antes de verlo. Sonrió sin girarse.
—Sabía que entrarías —murmuró, con ese tono que él conocía tan bien.
Ismael dejó la maleta a un lado y sin pensarlo más, se despojó de todo lo que lo separaba de ella. Abrió la puerta de la regadera y el vapor lo envolvió. El agua estaba tibia, el ambiente, íntimo. Cuando la rodeó por detrás, sus brazos encontraron su lugar natural alrededor de su cintura, y sus labios se posaron en el cuello húmedo de Rosanna.
No dijeron nada por un momento. Solo se sintieron. Se reconocieron.
Ella giró apenas el rostro y él la besó con lentitud, como si el tiempo se hubiera detenido justo ahí, entre azulejos empañados y gotas que resbalaban sin prisa. El mundo se desdibujaba fuera de esa ducha.
—Aún tenemos tiemp… —susurró ella, apoyando la frente en su pecho cuando sintió aquel pene entrar en su vagina de un solo golpe..
Y así, bajo el agua, con las manos de él acariciando sus nalgas, la penetró de una sola estocada, fundiéndose en un vaivén de lujuria y deseo contenido, cogiendo salvajemente.
No era solo pasión. Era confianza. Era esa especie de amor que se expresa en gestos más que en declaraciones. Ismael chupaba y besaba sus senos con locura, se besaban con lujuria incontenible, ella clavaba las uñas en su espalda, él no paraba de penetrarla una y otra vez, deseaba poseerla a cada momento.
Tras algunos minutos de intensa pasión ella soltó un grito de orgasmo, abrazó con sus piernas el torso de Ismael, pero sabía que él no había terminado, así que se bajó y se puso de espaldas a él.
—Penetra mi ano, termina dentr… —gritó ella, apoyando la frente en los azulejos cuando sintió nuevamente aquel pene entrar en su culo de un solo golpe
Ella gritaba de dolor, de deseo, quería que él le destrozara el ano, quería sentir su semen caliente arder dentro de ella, él no paraba de penetrarla, la nalgueaba con coraje, con deseo, con lujuria.
—Dame más duro, Lucas, te deseo tanto —gritó ella, mientras con ambas manos abría sus nalgas de lado a lado para sentir más profundo aquel pene que la volvía loca.
—Si tía, toda mi verga es tuya, y tú eres mi perra… —gritó con locura.
—Si Lucas, soy tu puta, soy tu perra, pero no dejes de cogerme nunca, sigue, no pares mi amor —gimió cuando sintió que él eyaculó sin control dentro de su culo.
Hilos de semen escurrieron por sus piernas, ella se volteó hacia él, se puso en cuclillas y comenzó a darle una mamada descomunal, hasta limpiar nuevamente aquel pene con su boca.
Cuando salieron del baño, secándose entre risas y miradas cómplices, el reloj aún marcaba dos horas antes del vuelo. Y mientras ella buscaba sus tacones, él se quedó mirándola, como si el viaje ya hubiera comenzado desde el momento en que entró a su ducha.
—¡Nos va a dejar el avión! —gritó Rosanna mientras se colocaba los aretes frente al espejo, aún con las mejillas ligeramente sonrojadas por el vapor de la ducha… y por lo que acababa de suceder en ella.
Ismael, abrochándose la camisa a toda velocidad, se asomó desde el pasillo con una sonrisa pícara.
—¿Y eso de quién sería culpa, tía?
Rosanna lo miró por encima del hombro, divertida, mientras ajustaba su abrigo.
—De quien no se pudo resistir a mi silueta entre el vapor, por supuesto —respondió con fingida indignación, aunque ambos sabían que ninguno había querido resistirse realmente.
Tomaron las maletas, las llaves, los pasaportes, el abrigo olvidado, y salieron casi corriendo del departamento. La ciudad aún tenía ese tono gris azulado de las primeras horas del día, y el frío era punzante, pero ellos estaban tibios por dentro, llenos de esa energía que solo da el deseo compartido… y una carrera contra el tiempo.
En el taxi, entre miradas cómplices y dedos entrelazados, Rosanna suspiró.
—Vamos a llegar raspando, Lucas. Si perdemos el vuelo, te harás responsable.
—¿Responsable… de volver a ducharnos juntos? —respondió él, con esa media sonrisa que tanto la desarmaba.
Ambos soltaron una carcajada, que se apagó al ver el reloj del auto. Faltaban apenas 90 minutos.
Al llegar al aeropuerto, cruzaron la entrada prácticamente al trote, con los boletos en la mano y el alma acelerada. Rosanna hablaba con el agente de la aerolínea con ese encanto firme que la caracterizaba, y para cuando terminaron el check-in, aún les quedaban veinte minutos para abordar.
—¿Ves? Nunca dudé —dijo ella, acomodándose el cabello frente al vidrio del duty free.
—¿Nunca? Porque hace media hora estabas diciendo que era mi culpa si nos dejaban.
Ella lo miró con una expresión traviesa.
—Y aun así no me arrepiento.
Llegaron a la fila del abordaje justo cuando se abrían las puertas. Avanzaron con calma, ya sin correr, como si el tiempo les hubiese dado tregua. Al llegar a la entrada del avión, Rosanna se detuvo un segundo, antes de cruzar.
Ismael la miró, confundido.
—¿Todo bien?
Ella asintió, tomó su rostro entre las manos y, sin importar la mirada distraída de la sobrecargo o de los pasajeros, lo besó. No un beso breve ni social. Uno de esos que dicen: “lo que venga, lo viviremos juntos”.
—Ahora sí —murmuró ella, con voz baja y firme—. Estamos listos para volar.
Subieron al avión, tomaron sus asientos, y entre suspiros aún tibios, despegó algo más que un viaje.
El avión despegó bajo un cielo claro, dejando atrás la Ciudad de México. El vuelo hacia Islandia sería largo, lo suficiente como para que el silencio entre Rosanna e Ismael se llenara de algo más que palabras.
Estaban en clase ejecutiva, separados del resto por una cortina tenue y un murmullo constante de motores y conversaciones lejanas. Rosanna miraba por la ventana, pero sus pensamientos claramente volaban más cerca.
—Lucas… —susurró, sin girarse del todo, solo lo justo para que su voz le acariciara el oído—. ¿Recuerdas lo que me dijiste anoche?
Ismael sonrió. Había muchas cosas que le había dicho, pero su intuición le decía exactamente a cuál se refería.
—Lo recuerdo todo, tía —respondió en voz baja, sin quitar la vista de ella.
Rosanna giró lentamente su rostro, sus ojos brillaban con un fuego contenido. A pesar del entorno, no parecía inquieta. Al contrario, su seguridad era desbordante, incluso entre pasillos estrechos y asientos reclinables.
—Entonces… ¿qué te parece si me ayudas a olvidar que estamos volando a miles de metros del suelo?
El silencio entre ambos duró un segundo. Uno denso, cargado de entendimiento.
El movimiento siguiente fue casi natural: una manta, una reclinación estratégica de los asientos, y el discreto cierre de la cortina. Ninguna palabra más fue necesaria. Solo los dedos de Ismael bajo la tela dispuesto a masturbarla, un gemido ahogado de ella, y la respiración compartida que comenzaba a acelerarse.
Fue un encuentro breve, contenido, pero profundo. Un instante robado al cielo, envuelto en mantas, gemidos contenidos y miradas que decían más que cualquier sonido.
Cuando terminaron, Rosanna acomodó su blusa, se peinó con los dedos, y volvió a mirar por la ventana, como si nada hubiera pasado. Pero en sus labios quedaba la curva de un secreto compartido.
Ismael, a su lado, cerró los ojos, satisfecho… pero sabiendo que apenas era el principio de ese viaje.
El avión seguía su curso sobre el Atlántico cuando Ismael abrió los ojos, aún con la calidez del sueño aferrada a sus pensamientos. A su lado, Rosanna dormía profundamente, su cabeza ladeada hacia él, su respiración pausada, como si confiara plenamente en ese silencio compartido.
Él la observó con una mezcla de ternura y deseo contenido. Sin moverse demasiado, deslizó su mano hacia su blusa y la metió bajo el sostén para acariciar uno de sus senos. Rosanna reaccionó al contacto y, sin abrir los ojos, sonrió apenas. Un gesto pequeño, pero cargado de significado.
La cortina que los cubría parecía una frontera sagrada. Pero dentro de ese pequeño mundo de tela y secretos, sus cuerpos se buscaron de forma natural, en movimientos casi invisibles para el resto del mundo.
Ella se sentó encima de él y lo besó, al principio con suavidad, y luego con la urgencia de quien ya ha decidido cruzar todas las líneas. Su cuerpo se acomodó sobre él como si lo conociera de toda la vida, sacó el pene de Ismael y lo introdujo en su depilada vagina. Las caricias eran lentas, seguras, y el vaivén de los movimientos llenaba el espacio de una energía que contrastaba con la quietud del lugar.
El asiento crujió apenas bajo el peso compartido, pero no importó. Ismael enredó sus brazos alrededor de ella, mientras Rosanna, entre susurros y jadeos, se aferraba a su cuello como si no quisiera soltarse jamás.
Era su mundo, su momento. Nadie más existía.
Ella gritaba “Lucas” con dulzura y deseo. Él respondía llamándola “tía”, que en su boca sonaba como una oración. Las respiraciones se entrecortaban, la piel ardía y el tiempo parecía haberse detenido en ese asiento olvidado, entre paredes de metal.
Y cuando ambos llegaron al orgasmo, fue escandaloso por parte de ella, no fue íntimo, sellado con un beso largo, profundo, en el que se prometieron, sin decirlo, que aquello no era solo un arrebato.
Nadie los escuchó. O si alguien lo hizo, no los interrumpió. Porque había algo en ese acto que no pedía permiso. Solo sucedía. Como el cielo. Como el deseo que no necesita ser nombrado para sentirse real.
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