Me convierto por una noche en la puta de mi hermano

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Relato

Me convierto por una noche en la puta de mi hermano. La frase, cruda y afilada, resuena con ecos de tabú, pero en mi corazón late una explicación que, al menos para mí, teje un hilo de lógica en un tapiz de deseos cruzados. Hace un par de meses, mi hermano Álex y yo cruzamos una línea prohibida. Desde entonces, mantenemos relaciones sexuales más allá de lo fraternal. Nuestros encuentros, clandestinos y ardientes, se deslizan entre las grietas de la rutina.

Pero entonces apareció Sergio, mi actual novio, un torbellino que irrumpió en nuestras vidas, y nos llevó a los tres a un baile prohibido, un trío que elevó los límites del placer. Desde entonces, mi cuerpo se ha convertido en un puente entre dos mundos, el de Álex, con su intensidad visceral, como un fuego que quema desde dentro; y el de Sergio, con una seguridad magnética que me atrae como un imán. A veces, los tres follábamos en casa de Sergio, un escenario donde el deseo se desborda sin restricciones. Pero en las últimas semanas, un viento frío de discordia ha comenzado a colarse entre ellos.

Ninguno lo admite, pero los celos, como sombras alargadas, se proyectan en los gestos, en los silencios. Yo, en el epicentro de este huracán emocional, no hago distinciones. Mi entrega es absoluta, mi piel un lienzo imparcial donde ambos dejan sus marcas. Sin embargo, algo susurraba en el aire que Álex era la nota desafinada en esta melodía, el elemento que amenazaba con romper el equilibrio.

Álex, a sus 24 años, lleva en su rostro la rebeldía de quien conoce mis secretos más oscuros. Yo, con 22, me muevo entre la audacia y la fragilidad, atrapada en un juego que yo misma he ayudado a crear. En casa de nuestros padres, por las mañanas cuando trabajan, Álex y yo follábamos en este espacio donde el deseo se desata sin preguntas ni culpas. Pero mi vida comenzó a inclinarse hacia Sergio, hacia su hogar, donde las noches se alargan y el amanecer me reclama para él. Allí, entre sus brazos, el ritual que antes compartía con Álex se desvanece en la distancia.

Mi hermano no comprende que no puedo partirme en dos, que mi alma no se divide como un trozo de pan. Alguien, siempre, queda con menos. Y en este juego de equilibrios imposibles, la fricción entre ellos crece como una sombra que amenaza con engullirnos. Así que, en la quietud de las noches, tejo mi plan con hilos de ingenio en un tablero donde cada movimiento cuenta. Cada decisión es un paso en la cuerda floja, un intento de apaciguar los celos que rugen en silencio. Pero en el fondo, sé que este misterio no se resolverá con facilidad. ¿Hasta cuándo podré danzar entre dos fuegos sin quemarme? La respuesta, como tantas cosas en esta historia, se pierde en la bruma de lo que aún no me atrevo a nombrar.

Sergio, empresario a sus 29 años, puede permitirse un bonito chalet individual a las afueras de Tarragona, en un barrio plagado de pijos, donde se alza como un oasis de calma. Por las noches, el silencio reina, roto apenas por el ronroneo lejano de algún coche perdido, buscando su camino en el laberinto de calles dormidas. Aquí, la privacidad es un lienzo en blanco, un espacio donde nuestra pasión pinta sus colores más vibrantes.

Sin embargo, cuando Sergio se ausenta por negocios, la soledad se cuela en las sábanas frías de su cama. Su ausencia pesa como una losa, y mi cuerpo, inquieto, anhela la intensidad de un encuentro que sacuda el alma. Hace tiempo que soy incapaz de dormir sin una buena ración de sexo.

Es entonces cuando mi hermano se convierte en cómplice de noches furtivas, y llena este vacío. Nos entregamos al deseo con una urgencia que desafía el tiempo, como si el mundo contuviera el aliento, con una furia que amenaza con desbordar los confines de la carne. Cada roce, cada susurro, es una chispa que amenaza con incendiarlo todo. Mis gemidos, contenidos tras el balcón cerrado, podrían despertar a la urbanización entera si no fuéramos cautelosos, resonando como un vendaval en la quietud de la noche.

Cuando la pasión se aquieta y el sudor se enfría sobre la piel, abro el balcón y salgo a respirar aire limpio. La brisa nocturna se desliza como un susurro fresco, envolviéndome en su caricia. Enciendo un cigarrillo y el humo asciende, danzando en volutas perezosas. En esos instantes, mi mente se libera, flotando en una paz efímera, como si el universo entero se detuviera para contemplarme.

La última noche de agosto de 2024, algo rompió la magia de nuestro ritual. Álex estaba conmigo, y un presagio flotaba en el aire, traído por una brisa inquieta. Los eventos que siguieron, inesperados, trastocaron mi mundo.

Tras la cena, subí al dormitorio, dejando a Álex absorto en el final de una película. Me preparé para nuestro encuentro sexual, un rito que agota los sentidos y apacigua el corazón. Pero Álex tardaba, y la tentación de un cigarrillo me llevó al balcón. La noche se desplegaba sobre la costa como un manto de terciopelo, con una brisa salada que trepaba hasta mí. Allí, desnuda y con el cigarrillo entre los dedos, me entregué al abrazo fresco de la oscuridad, de espaldas a la calle, confiada en que la hora y el lugar me protegían de miradas indiscretas.

Estaba sumida en ese trance cuando Álex apareció, se tendió en la cama como un náufrago en la orilla, las sábanas revueltas como dunas tras una tempestad. Sus ojos, brillando con picardía bajo la luz ámbar de la lámpara, me recorrieron con deleite. Su voz, teñida de un tono juguetón, cortó el silencio.

—A media luz, bajo el telón de la noche y el cigarrillo entre los labios — dijo, su sonrisa danzando en la penumbra—, pareces la reina de un burdel de sueños, soberana de deseos que nadie osa nombrar.

Reí, sorprendida por su audacia poética, y di una calada profunda, dejando que el humo se elevara hacia un cielo cuajado de estrellas.

—¿Y cuánto pagarías por una noche con la reina del burdel? —pregunté, mi voz teñida de provocación y coquetería.

—Cualquier suma sería un derroche —bromeó, su risa llenando el aire como un eco cálido—. Siempre me robas el alma sin pedirme una moneda. Pero seré generoso: veinte euros si te tocas para mí.

No necesitaba su dinero, pero el reto encendió una chispa en mi sangre. Cambié el cigarrillo a la mano izquierda, y con la derecha tracé un sendero lento por la curva de mis pechos, moviéndome con la languidez de una cortesana de otro tiempo. Mis dedos danzaron sobre la piel, pellizcando los pezones con delicadeza, despertando sensaciones prohibidas, mientras exhalaba volutas de humo hacia la bóveda celeste, el rostro alzado como en un sacrificio a los dioses.

—¿Es suficiente para ganarme la recompensa? —pregunté, con una sonrisa cargada de malicia.

Álex negó con la cabeza, sus ojos exigiendo más. Arrojé el cigarrillo al vacío, y mis manos, ahora libres, descendieron por mi cuerpo, explorando con deliberada lentitud, trazando un camino ardiente hasta el umbral de mi deseo. Apoyada en la barandilla, con los muslos entreabiertos, jugué con la promesa de lo prohibido, dejando que la brisa marina se enredara en mi piel. Pero pronto detuve el espectáculo, mirándolo con fingida severidad.

—Las reinas no se entregan tan fácilmente —dije, guiñándole un ojo—. Si quieres más, sube la apuesta.

Su risa resonó, vibrante y juguetona, pero no cedió.

—No tiene sentido pagar por lo que ya es mío — replicó, su tono burlón encendiendo el juego.

Fingí indignación, riendo, y corrí descalza hacia la cocina, donde la penumbra me envolvió como una aliada. Abrí el frigorífico, y la luz fría perfiló mi silueta mientras tomaba una botella de agua helada. Bebí con avidez, dejando que el frescor apagara el calor que aún latía en mi cuerpo, y deslicé la botella por la nuca, contemplando las luces lejanas que titilaban en la costa, como faros de un mundo distante.

Entonces, un movimiento en la calle capturó mi atención. Entre las sombras, un perro grande correteaba, su silueta difuminada por la noche. Mi corazón, siempre blando ante los animales, se detuvo a observarlo. Pero algo en su danza errática me inquietó. Un perro así no vagaba solo a esas horas. Mis ojos escrutaron la oscuridad hasta dar con una figura inmóvil, sentada en un banco al otro lado de la calle. Un coche pasó, y sus faros rasgaron la penumbra, revelando a un joven flaco, casi espectral, con la mirada fija en el balcón.

Un escalofrío me recorrió, no de temor, sino de un instinto antiguo, visceral. ¿Quién era aquel extraño, anclado en la noche como un guardián silencioso? ¿Por qué había elegido ese banco, ese instante, para detenerse? Cuando se alzó sobre el respaldo, tambaleándose como un equilibrista, su mirada buscándome en la penumbra, lo entendí. Era un voyeur, un ladrón de instantes, atraído por mi figura desnuda recortada contra la luz del dormitorio.

En lugar de retroceder, una chispa de desafío se encendió en mí. Mi mano derecha descendió, trazando con los dedos círculos lentos y deliberados, encontrando el calor de mi deseo. El orgasmo llegó como una ola, rápida y salvaje, y me dejé llevar, gimiendo en un susurro que la noche se llevó consigo. Fue un éxtasis íntimo, un secreto compartido con la oscuridad y aquel desconocido que, sin saberlo, había sido mi cómplice.

Con el deseo aún latiendo, dejé el celular grabando al curioso desde la ventana y regresé al dormitorio, donde Álex aguardaba, ajeno a mi aventura.

—Hoy es tu noche de suerte —dije, con una voz que destilaba miel y promesas—. Tengo una oferta irresistible para mis mejores clientes. Mi cuerpo, y todo lo que quieras hacer con él, será tuyo por un euro más. Los veinte de antes ya me los gané.

Mi hermano sonrió, como un niño travieso, y asintió. Tomé una silla, la coloqué a mi derecha, y subí la pierna flexionada, apoyando el pie en el asiento. Con la espalda ligeramente arqueada contra la barandilla, dejé que la melena cayera sobre el vacío. Las manos danzaron sobre mi cuerpo, una en los pechos, la otra entre los muslos, trazando senderos de fuego, mientras procuraba que el desconocido viera solo lo justo, dejando que su imaginación volara. Los primeros gemidos escaparon al rozar el clítoris, intensos como el eco de un canto prohibido. Lo invité al balcón con un susurro sensual.

—Ven conmigo — dije, mi voz aterciopelada—. Esta noche me siento traviesa, y quiero que me folles bajo las estrellas.

Él, raramente tan osado como yo, aceptó el reto. Bajé la pierna, alcé los brazos y entrelacé los dedos en su nuca, sellando un candado que no cedería.

Nos fundimos en un beso ardiente, los labios abrasándose, las lenguas danzando como llamas. Mi mano derecha, ahora impaciente, recorrió su torso hasta encontrar lo que buscaba palpitante entre sus piernas.

—Quiero que lo hagas desde atrás — susurré, con una dulzura que escondía un incendio—. Quiero que el mundo sea testigo de mi placer.

Lo empujé suavemente, me puse en cuclillas y envolví su miembro con la boca, solo lo suficiente para avivar su deseo. Cuando su mano aferró mi melena, tirando con firmeza, supe que estaba listo. Me alzó, me giró y, con un movimiento preciso, abrió mis piernas. Aferrada a la barandilla, con los brazos extendidos como alas, lancé un grito ahogado de dicha al sentirlo dentro de mí. Mis ojos buscaron al desconocido, testigo silencioso de mi gozo, desafiándolo en silencio mientras Álex, con furia sagrada, me follaba y el placer me consumía.

—¡Por tu santa madre, dame más! —supliqué, mi voz un lamento que cruzó la calle.

—Nunca un euro dio para tanto —bromeó Álex, su risa entremezclada con jadeos.

Reí, divertida, justo antes de que el clímax me alcanzara como un sunami. Agité la melena al viento, mi espalda contra su pecho, mi nuca en su hombro, mientras el placer me inundaba hasta rebosar por la cara interna de los muslos. Exhausta, tragué bocanadas de aire fresco, sin apartar la vista del desconocido, mordiéndome el labio inferior. En la penumbra, intuí el movimiento de su brazo en el pantalón, un reflejo de mi propio desenfreno. Le lancé un grito mudo, suplicando que aguardara porque la noche escondía nuevos secretos.

—Dame ahora por el culo, te lo suplico — susurré, mi voz un ruego íntimo —. Pero empieza de ese modo que tanto me gusta.

Uno de mis vicios inconfesables, posiblemente el más íntimo, es notar cómo se abre camino el glande dilatando el ano, repetidamente, cuando entra y cuando sale.

Álex obedeció, diez o doce veces, con una cadencia que me habría al éxtasis. Mientras tanto, mis dedos, ágiles como los de un guitarrista, buscaban el clímax estimulando el clítoris. Y cuando llegó, tras sodomizarme durante unos pocos minutos, fue como una marea que lo arrasó todo. El mundo se desvaneció, dejando solo el eco de mi respiración y la brisa que acariciaba mi piel empapada. El desconocido, cómplice silencioso, fue testigo de mi rendición, y yo, soberana de aquel burdel imaginario, reinaba sobre su deseo y el de mi fiel amante.

Con el sigilo de un felino que se desliza entre sombras, con picardía, me aparté de mi hermano, consciente de que había incumplido mi parte del trato. Una chispa juguetona danzaba en mi interior, urdiendo la travesura de hacerlo rabiar una vez más. Apenas había dado un par de pasos, sintiendo el suelo frío bajo mis pies, cuando su mano, firme como un lazo de acero, atrapó mi antebrazo. Con un movimiento tan súbito como el aleteo de un halcón, me alzó en el aire, ligera como una pluma, y me depositó sobre el borde afilado de la barandilla, donde el metal helado se clavó en mi carne.

—No te has ganado el último céntimo —gruñó, su voz un murmullo ronco cargado de reproche, mientras mis manos, en un acto instintivo, se aferraban a la cálida curva de su nuca, temiendo perder el equilibrio y caer al vacío—. No creas que me dejo timar tan fácilmente —añadió.

Como un corcel desbocado que rompe las riendas, abrió mis muslos de par en par, y me la metió en el coño como un aguijonazo ardiente. Me dejé llevar, rendida al torbellino de sensaciones, hasta que Álex, con un ímpetu que parecía desbordar los confines de la realidad, se corrió reclamando su victoria, inundándolo todo con una corriente cálida que se mezclaba con la mía. Por un instante, permanecimos entrelazados, suspendidos en el tiempo, con su verga aún palpitante en mi interior, mientras nuestras esencias se fundían en un abrazo efímero pero eterno.

Finalmente, con un movimiento lento, casi ceremonial, corrí las cortinas, dejando que el tejido suave rozara mis dedos temblorosos. A través de una rendija, mis ojos se asomaron al exterior, donde la penumbra envolvía el mundo en un velo de misterio. Allí, bajo la luz difusa de farolas lejanas, vi al desconocido alejarse, su silueta desvaneciéndose en la noche como un espejismo. Mi corazón latía con una dicha desbordante, anhelando ya la llegada de la próxima velada, que le pertenecería solo a él. Lo había decidido en ese instante, pero aún debía buscar, en lo más profundo de mi alma, el atrevimiento necesario para hacer realidad ese deseo.

De algún modo lo hallé, al reproducir los breves fragmentos de vídeo que mi teléfono había capturado. Lo hice cuando mi hermano dormía, sentada frente a la pantalla del ordenador, con la habitación envuelta en un silencio expectante. Entonces, con un programa básico pero efectivo, manipulé ajustes y filtros, luchando contra la oscuridad de las imágenes hasta que, finalmente, emergieron con una claridad casi mágica. Lo que mis ojos contemplaron me dejó sin aliento.

La moraleja del cuento es que, aquella noche, bajo el manto estrellado, descubrí una verdad electrizante: la excitación de sentirme observada mientras me entrego al placer. No era comparable a esos momentos compartidos con dos o más amantes, cuando unos contemplan mientras otro me colma de placer. Aquello no guarda misterio alguno, aunque su intensidad es innegable. Pero esto, esto era un secreto nuevo, un fuego que ardía en mi interior con una fuerza que debo aprender a nombrar.

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10 COMENTARIOS

  1. Antes de nada, quiero pedir perdón a todos por no responder antes a vuestros amables comentarios. Me fui de vacaciones y olvidé la contraseña para entrar.

    Gracias a todos por leer el relato y comentarlo.

    El próximo no tardará y regresará continuando lo que quedó en el aire en este relato.

    BESOS

  2. Hemos vivido una experiencia similar. Mi hermana y yo tuvimos sexo intenso hasta casarnos. Era delicioso tener esos espacios de placer.

  3. En mis viajes a Tarragona buscaré tu balcón para poder contemplar tu lujuria y nos daremos placer mutuo aunque sea en la distancia.

  4. De ritmo y sutileza narrativa que seducen la imaginación, para dejar al final el latido de un deseo que pretende continuar, y debe conformarse con esperar el siguiente relato. Moderna Erato, recibe mi aplauso y admiración; cuando en octubre visite Tarragona, no dejará de arrancarme un atisbo de emoción la sombra que sospeche me mira desde de algún balcón abierto a los sueños.

  5. Excitante relato y bien narrado. Si supiera dónde vives, pasaría todas las noches mirando desde el banco. jajaja seria mejor que ver porno en internet.

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