El sol se filtraba por las persianas de la ventana, pintando rayas doradas sobre el escritorio desordenado de Valeria Montes. La pequeña oficina, encajada en un apartamento de Brooklyn, olía a café rancio y papel viejo. Pilas de notas, recortes de periódico y un portátil cubierto de pegatinas llenaban el espacio, testimonio de su vida como periodista de investigación.
A sus 27 años, Valeria era una tormenta contenida: cabello rubio cayendo en ondas desordenadas sobre sus hombros, ojos azules que parecían perforar la verdad, y una figura que atraía miradas incluso en su atuendo habitual de chaqueta de cuero, jeans ajustados y botas gastadas. Sus curvas, acentuadas por unos pechos generosos, la hacían destacar, aunque ella prefería que la notaran por su mente afilada antes que por su belleza.
Valeria tamborileaba los dedos sobre el teclado, revisando un correo de su editor: “Encuentra algo jugoso sobre esa secta, Val. Si no, olvídate de la portada.” La secta en cuestión, los Hijos del Crepúsculo, era un grupo de fanáticos que coleccionaba reliquias extrañas y celebraba rituales en sótanos olvidados. Su última pista la había llevado a un mercado de antigüedades en el Lower East Side, donde un informante prometió mostrarle algo “que cambiaría su mundo”. Valeria sonrió, mostrando unos dientes perfectos. Cambiar su mundo. Qué cliché. Pero su curiosidad, esa chispa que la había metido en más problemas de los que podía contar, ya estaba encendida.
Se levantó, estirándose como un gato, y su camiseta se alzó lo suficiente para revelar el tatuaje de una pluma en su muñeca izquierda, un recordatorio de su amor por las palabras y la libertad. Miró su reflejo en el espejo del pasillo: los ojos azules brillaban con determinación, pero también con un cansancio que no admitiría ante nadie. La vida de periodista no era glamurosa, no como lo imaginó cuando dejó su pequeño pueblo para conquistar Nueva York. Facturas atrasadas, noches sin dormir y un novio que parecía más interesado en su teléfono que en ella.
Hablando de eso, la puerta se abrió con un crujido, y entró Lucas, su novio desde hacía dos años. Alto, con cabello oscuro y una barba bien recortada, Lucas era un programador freelance con un encanto despreocupado que alguna vez la había hecho reír hasta las lágrimas. Ahora, sin embargo, sus charlas se reducían a discusiones sobre quién pagaría el alquiler o por qué Valeria siempre estaba “obsesionada” con su trabajo.
—¿Otra noche en tu cueva de conspiraciones? —dijo Lucas, dejando caer su mochila en el sofá y sacando su teléfono sin mirarla.
Valeria rodó los ojos, pero su sonrisa era más cansada que divertida. —Es trabajo, Lucas. Alguien tiene que pagar el café que te tomas como si fuera agua.
Él levantó la vista, y por un momento, sus ojos se detuvieron en ella, recorriendo su figura con una mezcla de admiración y frustración. —Siempre estás persiguiendo fantasmas, Val. ¿Cuándo vas a tomarte un respiro? Podríamos ir al cine, como en los viejos tiempos.
Ella se acercó, apoyando una mano en su hombro. Su cercanía aún tenía efecto: Lucas se suavizó, y por un instante, fueron la pareja que solía robarse besos en los bares de Brooklyn. Pero Valeria se apartó, su mente ya en el mercado de antigüedades. —Lo haremos, te lo prometo. Pero esta historia… siento que es grande. Algo real.
Lucas suspiró, volviendo a su teléfono. —Siempre es algo grande. Solo… ten cuidado, ¿sí? No quiero que termines en el sótano de un loco.
Valeria le dio un beso rápido en la mejilla, más por costumbre que por pasión, y agarró su chaqueta. —Soy una chica grande, Lucas. Puedo cuidarme.
Él la agarró de la muñeca con suavidad, pero con firmeza. Su mirada había cambiado; la frustración se había transformado en un deseo intenso y familiar. El aire en la pequeña habitación se espesó de repente.
—¿Tan grande es la prisa? —preguntó, su voz un susurro ronco que le erizó la piel. Tiró de ella hacia sí, y Valeria chocó contra su pecho. El teléfono de Lucas cayó al sofá, olvidado.
Ella intentó protestar, pero su cuerpo respondió al instante, calentándose bajo su tacto. La rutina, las discusiones, se disiparon ante la urgencia que siempre burbujeaba bajo la superficie de su relación. Lucas hundió una mano en su cabello rubio, tirando de él suavemente para exponer su cuello. Su boca encontró su piel, y sus dientes mordisquearon con una posesividad que hizo que Valeria jadeara.
—Lucas… el informante… —murmuró, pero sus manos ya se deslizaban por su espalda, tirando de su camiseta hacia arriba.
—Que espere —gruñó él contra su piel, deslizando sus manos por sus jeans ajustados para agarrar sus nalgas con fuerza, apretándola contra la evidente y dura rigidez que presionaba contra su vientre.— Te necesito ahora.
La volvió y la empujó contra la pared del pasillo. El impacto fue brusco, y el marco de una foto vibró. Valeria sintió el frío de la pared a través de su delgada camiseta, contrastando con el calor abrasador del cuerpo de Lucas tras ella. Le sujetó las muñecas con una mano, inmovilizándola, mientras la otra mano le desabrochaba los jeans con movimientos bruscos y expertos.
—Siempre estás tan lejos —murmuró en su oído, su aliento caliente—. Déjate sentir por una vez.
Valeria gimió cuando sus jeans y bragas le bajaron hasta las rodillas, exponiéndola al aire fresco y a su mirada hambrienta. Su propia excitación crecía, una humedad cálida entre sus piernas que traicionaba sus palabras de protesta. Lucas la inclinó hacia delante, y ella apoyó las palmas de las manos en la pared. No había caricias, ni preliminares lentos; solo la necesidad cruda que a veces los consumía.
Con un gruñido gutural, Lucas se bajó la cremallera y liberó su erección. Guiándose a sí mismo, la empujó dentro de ella de una sola embestida profunda y brutal. Valeria gritó, un sonido entre el dolor y el placer, mientras su interior se estiraba para acomodarlo. Estaba húmeda, pero la entrada fue tan súbita y dura que le arrancó lágrimas de los ojos.
—Así… así es como nos conectamos, Val —jadeó Lucas, agarrándola de las caderas con fuerza, sus dedos hundiéndose en su carne mientras comenzaba a moverse con embestidas cortas y potentes que hacían crujir la pared contra la que se apoyaban.
Era áspero, primitivo. Cada empuje la lanzaba hacia delante, frotando sus pechos dolorosamente sensibles contra la áspera textura de la pared. El sonido de sus cuerpos chocando, de su respiración jadeante, llenó el estrecho pasillo. Valeria cerró los ojos, abandonándose a la cruda fisicalidad del momento. La frustración de los últimos meses, la tensión constante, encontraban su release en este acto animal. Lucas se inclinó sobre ella, mordiendo su hombro a través de la tela de la camiseta, marcándola mientras su ritmo se hacía más frenético, más descontrolado.
Justo cuando Valeria sentía que la ola del orgasmo comenzaba a formarse en su interior, una tensión coilada que amenazaba con romper, Lucas se retiró de repente. La dio la vuelta para que se enfrentara a él, sus ojos oscuros empañados por el deseo puro. Su polla, brillante con su humedad, palpitaba ante su rostro.
—No he terminado contigo — respiró con brusquedad.
Sin necesidad de más instrucciones, Valeria se dejó caer de rodillas en la dura madera del suelo. Las manos de Lucas se enredaron en su cabello, no con cariño, sino con dominio, guiándola hacia él. Ella abrió la boca y lo tomó, envolviendo sus labios alrededor de la cabeza sensible antes de hundirse más, tomando toda su longitud hasta que la punta golpeó la parte posterior de su garganta. Sabía a sal y a él, un sabor que le era tan familiar como irritante.
Lucas gimió profundamente, su cuerpo tenso. —Sí, así… Dios, Valeria.
Él comenzó a moverse, follando su boca con la misma intensidad despiadada con la que había follado su coño momentos antes. Valeria cerró los ojos, permitiéndose el vacío mental, concentrándose solo en la sensación: el peso de él en su lengua, el modo en que sus bolas golpeaban su barbilla, las ásperas puntas de sus dedos en su cuero cabelludo. Las arcadas se mezclaron con los sonidos húmedos y los gruñidos de Lucas. Era sumisa, utilizada, y una parte de ella, la parte que anhelaba escapar de la complejidad de sus vidas, lo encontraba profundamente liberador. No había que pensar, solo actuar. Solo sentir.
El ritmo de Lucas se volvió errático, sus gruñidos más urgentes. —Voy a… Val… —Apretó su cabeza, hundiéndose hasta el fondo de su garganta y permaneció allí, temblando, mientras su calor brotaba en oleadas amargas.
Valeria tragó, tomando lo que le daba, su propio cuerpo palpitando con una excitación insatisfecha. Cuando finalmente se liberó de su agarre, ella se desplomó hacia atrás, jadeando, sus labios hinchados y sensibles. Lucas se ajustó la ropa, su respiración se calmaba lentamente. La miró, arrodillada en el suelo, con una mezcla de satisfacción y la habitual distancia que seguía a estos arrebatos.
—No tardes —dijo, su voz ya plana de nuevo, como si el incendio se hubiera apagado por completo. Cogió su teléfono del sofá y se encaminó hacia la cocina sin mirar atrás.
Valeria se levantó, las rodillas doloridas, sabiendo aún el sabor de él en su boca. Se subió los jeans, sintiendo la humedad fría entre sus piernas, un recordatorio de su propia necesidad ignorada. Sacudió la cabeza, limpiándose la boca con el dorso de la mano. La realidad, con sus facturas y sus deadlines, regresó a toda prisa. El espejo, el informante. Su escapada había terminado.
Se ajustó la chaqueta de cuero, intentando recuperar algo de su compostura. Le lanzó una mirada a Lucas, que ya estaba absorto en su pantalla, y salió por la puerta, sintiendo una familiar punzada de frustración y anhelo. Necesitaba esta historia más que nunca.
El mercado de antigüedades era un laberinto de puestos abarrotados, con olor a madera vieja y especias exóticas. Valeria se movía entre la multitud, sus botas resonando en el suelo de cemento. Los vendedores gritaban ofreciendo lámparas rotas, joyas falsas y libros polvorientos, pero ella buscaba a su informante, un hombre llamado Elias que había prometido mostrarle un “artefacto” de los Hijos del Crepúsculo.
Lo encontró en un rincón oscuro, un anciano encorvado con ojos nerviosos y dedos llenos de anillos. —Eres la periodista, ¿verdad? —susurró, mirando a su alrededor como si esperara que alguien los atacara. —Lo tengo, pero no aquí. Sígueme.
Valeria dudó, pero la adrenalina ya corría por sus venas. Lo siguió a un almacén trasero, donde el aire estaba cargado de polvo y un olor metálico que no podía identificar. Elias destapó una caja de madera, revelando un espejo redondo, no más grande que un plato, con un marco cubierto de runas que parecían brillar bajo la luz tenue. Las runas eran extrañas, como serpientes entrelazadas, y Valeria sintió un escalofrío al mirarlas.
—¿Qué es esto? —preguntó, su voz firme aunque su corazón latía rápido.
—Ellos lo llaman el Ojo de las Sombras —dijo Elias, su voz temblorosa. —Dicen que conecta mundos. Los Hijos lo usan en sus rituales, pero… no es seguro. Nadie debería tocarlo.
Valeria se acercó, hipnotizada. El espejo no reflejaba su rostro, sino un torbellino de oscuridad salpicado de destellos dorados. Sus dedos, casi por instinto, rozaron el marco. Un zumbido llenó el aire, y el mundo se torció. El suelo bajo sus pies desapareció, y un frío glacial la envolvió. Gritó, pero su voz se perdió en un rugido que parecía venir de otro mundo.
Cuando abrió los ojos, el almacén había desaparecido. Estaba en una selva densa, el aire húmedo y pesado, lleno del zumbido de insectos y el rugido lejano de una bestia. Su chaqueta estaba empapada de sudor, y el espejo, ahora frío y opaco, colgaba de su mano. Antes de que pudiera procesarlo, botas pesadas aplastaron las hojas a su alrededor. Hombres con armaduras de cuero y dagas curvas la rodearon, sus risas crueles cortando el aire.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo el líder, un hombre con una cicatriz atravesándole la cara. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Valeria, deteniéndose en su cabello rubio y sus curvas. —Una extranjera. El mercado de esclavos de Jalizar pagará bien por esta belleza.
Valeria intentó correr, pero una net la atrapó, y el mundo se oscureció mientras la arrastraban hacia un destino desconocido. En su mente, aún resonaban las palabras de Elias: “Nadie debería tocarlo.” Pero ya era tarde. Las Tierras Doradas la habían reclamado, y su vida, tal como la conocía, había terminado.
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