Tierras Doradas (2): Marcada por las Tierras Doradas

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El rugido del portal aún resonaba en los oídos de Valeria Montes cuando el mundo se asentó a su alrededor, reemplazando el almacén polvoriento de Brooklyn por una selva densa y sofocante. El aire era espeso, cargado de humedad y el zumbido frenético de insectos invisibles. Su cabello rubio, un río de oro líquido, se pegaba a su piel sudorosa, enmarcando unos ojos azules que destellaban con una mezcla de miedo y desafío. Su cuerpo voluptuoso, con curvas que tensaban la tela de su camiseta negra y jeans ajustados, parecía fuera de lugar en este mundo primitivo, como una diosa caída en un reino de bestias. El Ojo de las Sombras, el espejo que la había traído aquí, yacía en la tierra, sus runas serpentinas ahora apagadas, como si se burlaran de su destino.

Antes de que pudiera orientarse, el crujido de ramas rompió el silencio. Cinco hombres emergieron de la maleza, sus armaduras de cuero raído brillando bajo la luz moteada. Eran cazadores de esclavos, con rostros curtidos por el sol y cicatrices que hablaban de una vida de violencia. El líder, Kravos, un hombre corpulento con una cicatriz que le cruzaba la cara como un río seco, la miró con ojos que ardían de codicia y deseo. Sus compañeros, un grupo de lobos hambrientos, recorrieron con la mirada el cuerpo de Valeria: sus pechos generosos, la curva de sus caderas, la piel clara que contrastaba con la suciedad de la selva. Ella sintió sus miradas como manos invisibles, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Qué tenemos aquí? —gruñó Kravos, su voz un ronroneo oscuro mientras se acercaba—. Una extranjera con carne de reina. Jalizar pagará en oro por esta belleza.

Valeria retrocedió, su corazón latiendo como un tambor, pero la selva era un laberinto sin salida. —Aléjense —siseó, su voz temblando pero cargada de fuego, mientras agarraba el espejo como si fuera un arma. Los hombres rieron, un sonido gutural que resonó en los árboles, y uno de ellos, un tipo flaco con dientes amarillos y ojos febriles, lanzó una red que la atrapó como a una presa. Valeria cayó al suelo, el aliento escapándosele en un jadeo, las cuerdas mordiendo su piel. Intentó forcejear, pero Kravos la inmovilizó, sus manos ásperas sujetándola con una fuerza que prometía dolor.

—Tranquila, paloma —dijo, su aliento apestando a vino agrio mientras rasgaba su camiseta con una daga, dejando su piel expuesta al aire húmedo. La chaqueta de cuero cayó al suelo, seguida de los jirones de su camiseta, revelando la curva voluptuosa de sus pechos y la suavidad de su vientre. Valeria apretó los dientes, su rostro ardiendo de humillación, pero sus ojos azules brillaban con una furia que no podían domar. Los hombres la rodearon, sus miradas lujuriosas devorándola como hienas. Uno de ellos, un joven con el rostro cubierto de mugre, se acercó demasiado, su respiración agitada mientras sus manos temblaban de deseo. Murmuró algo en un idioma gutural, sus ojos fijos en la piel desnuda de Valeria, y ella sintió una oleada de asco cuando él se apartó, jadeando, su cuerpo estremeciéndose en un éxtasis privado que dejó una mancha húmeda en la tierra.

Kravos rió, un sonido seco y cruel. —¿Tan excitado estás por la mercancía, Grunt? Ya tendrás tu turno. Todos lo tendréis. —Su mirada se posó de nuevo en Valeria, y esta vez no había solo codicia, sino una intención oscura y posesiva. —Primero, probemos lo que vamos a vender.

La arrastraron a un claro cercano, donde la luz del sol se filtraba a través del dosel de la jungla, iluminando un parche de tierra húmeda. Valeria forcejeó, escupió, maldijo en un idioma que no entendían, pero eran demasiado fuertes. Sus brazos fueron retorcidos detrás de su espalda y atados con una correa de cuero áspera. Kravos la empujó hacia delante, haciéndola ponerse a cuatro patas sobre la tierra fría y las hojas muertas. La posición era profundamente humillante, exponiendo completamente su desnudez a sus captores.

—Mira esa piel, suave como la seda de Tricarnia —murmuró uno de los hombres, escupiendo en la tierra.

Kravos se arrodilló detrás de ella. Valeria oyó el ruido de su cinturón siendo desabrochado. —Esto no es personal, extranjera —dijo, su voz ronca—. Es solo para recordarte tu lugar. Y para recordarnos a nosotros el botín que tenemos.

Antes de que pudiera prepararse, una mano áspera se enredó en su cabello, tirando de su cabeza hacia atrás. Otro hombre, el flaco de los dientes amarillos, se arrodilló frente a ella, desabrochándose los pantalones. —Abre la boca, puta —ordenó, y cuando ella apretó los labios, él le pellizcó la nariz hasta que, jadeando por aire, se vio forzada a abrirla. Él se introdujo brutalmente, ahogando sus gritos, golpeando la parte posterior de su garganta hasta que las lágrimas nublaron su visión. El sabor a sal, sudor y suciedad la hizo arcadas, pero la mano en su cabello la mantenía inmovilizada.

Mientras tanto, Kravos se posicionó detrás. No hubo preparación, ni lubricación, solo la fuerza bruta de un hombre acostumbrado a tomar lo que quería. Con un empuje brutal, la penetró. Valeria gritó, el sonido ahogado por la carne en su boca. El dolor fue desgarrador, un fuego blanco que le desgarró el interior. Él se movió con embestidas duras y ritmicas, cada una sacudiendo todo su cuerpo, frotando su piel contra la tierra áspera. Los otros hombres observaban, animando a su líder con gruñidos y risas, haciendo comentarios soeces sobre su cuerpo y cómo ellos serían los siguientes.

Fue un abuso no solo de su cuerpo, sino de su mismísima esencia. La convirtió en un objeto, un trozo de carne para ser usado y descartado. El hombre de su boca se vino con un gruñido, echando su semilla amarga en su garganta, y se apartó, dejándola toser y jadear. Kravos continuó un minuto más, sus manos agarrando sus caderas con tanta fuerza que supo que le dejarían moretones, antes de alcanzar su propio clímax con un rugido gutural, derramándose dentro de ella con un calor que sintió como una nueva marca de vergüenza.

Él se retiró, y por un momento, solo quedó el sonido de su propia respiración entrecortada y el zumbido de la selva. Luego, una patada en el costado la hizo rodar sobre la espalda, exponiendo su vulnerabilidad a los cielos indiferentes.

—La marca —dijo Kravos, abrochándose su cinturón, su voz de nuevo profesional, como si lo que acababa de pasar no fuera más que un trámite.

La arrastraron hacia el fuego que ardía en un círculo de piedras. Uno de los hombres, un gigante con una barba trenzada, sacó un hierro candente del fuego, su punta brillando con un rojo infernal. Valeria ya ni forcejeaba. El vacío y el dolor la entumecian. La sujetaron con fuerza, sus cuerpos apretándose contra ella, sus alientos cálidos y codiciosos rozando su piel. Kravos la empujó al suelo, boca abajo, y la daga cortó lo que quedaba de sus jeans, dejando su nalga izquierda expuesta.

El hierro candente se acercó, y el dolor fue un relámpago blanco que le arrancó un grito ahogado. La marca, una runa en forma de serpiente enroscada, se grabó en su piel, el olor a carne quemada llenando el aire, mezclándose con el olor a sexo y sudor. Valeria jadeó, lágrimas de rabia y dolor cayendo por sus mejillas, pero su mente, ahora fría y afilada como el cristal, memorizaba cada rostro, cada insulto, cada sensación. Jurando venganza.

La arrojaron, desnuda y temblorosa, a una jaula de hierro en un carro tirado por bestias escamosas que gruñían como demonios. Las barras frías mordían su piel, y la paja sucia apenas cubría su cuerpo, rozando los lugares doloridos. El Ojo de las Sombras, confiscado por Kravos, estaba envuelto en un trapo, como si temieran su poder. Mientras el carro traqueteaba por un sendero fangoso, Valeria se acurrucó, cubriendo su desnudez lo mejor que pudo, su cabello rubio cayendo como un velo sucio sobre sus hombros. El collar de bronce pesaba en su cuello, un recordatorio constante de su nueva realidad, y las marcas en su cuerpo —la visible en su nalga y las invisibles en su interior— ardían como fuegos que no se apagaban. Pero en su interior, el fuego de su espíritu, ahora alimentado por una fría y pura furia, ardía más fuerte. No se rendiría. No en este mundo.

El viaje a Jalizar fue un tormento de calor, hambre y miradas lujuriosas. Los hombres no la tocaron más allá de atarla y darle agua, pero sus comentarios —sobre su cuerpo, sobre los placeres que los compradores disfrutarían, recordando su “prueba” en la selva— eran dagas en su orgullo. Valeria memorizó sus nombres, sus risas, prometiéndose que pagarían. El carro cruzó llanuras abrasadas y ríos turbios, hasta que las cúpulas agrietadas de Jalizar aparecieron, brillando como un espejismo podrido bajo el sol implacable.

La Ciudad de los Ladrones era un caos vivo. Las calles, un laberinto de adoquines rotos y callejones oscuros, apestaban a especias, sangre y sudor. Mercaderes gritaban, ladrones acechaban, y el aire vibraba con el tintineo de monedas y el siseo de dagas desenvainadas. El carro se detuvo en el mercado de esclavos, una plaza abarrotada donde plataformas de madera exhibían a hombres y mujeres encadenados, sus cuerpos expuestos como mercancía. Valeria fue sacada de la jaula, el collar de bronce reluciendo en su cuello, la marca en su nalga palpitando con cada paso. Desnuda, con solo su cabello rubio cubriendo parcialmente su cuerpo, sintió el peso de cientos de ojos: mercaderes, nobles, asesinos, todos devorándola con miradas que mezclaban deseo y crueldad.

Kravos la empujó a una plataforma, donde un mercader gordo, con anillos en cada dedo, la examinó como si fuera una joya rara. —¡Una diosa extranjera! —gritó a la multitud, su voz resonando sobre el bullicio—. Cabello de oro, ojos como zafiros, y un cuerpo que haría arder los altares de Nemea. ¡Pujen, señores, por una esclava que encenderá vuestras noches!

Valeria tembló, no de frío, sino de una furia que quemaba más que cualquier marca en su piel. Su belleza, que en su mundo había sido un arma, aquí era una cadena. La multitud rugía, levantando monedas y joyas, sus gritos cargados de lujuria. Una mujer alta, envuelta en una capa negra, se acercó, sus ojos brillando con un interés que era tanto calculador como hambriento. —El Gremio de las Sombras pagará por ella —dijo, su voz un susurro sedoso que cortaba como una daga—. Esta extranjera tiene… potencial.

Las pujas subieron, el aire cargado de codicia y deseo. Valeria, de pie en la plataforma, alzó la barbilla, sus ojos azules destellando con un desafío que silenciaba a los más cercanos. El collar de bronce pesaba en su cuello, las marcas en su cuerpo ardían como promesas de venganza, pero su espíritu seguía intacto. No sabía qué era el Gremio de las Sombras, ni qué horrores la esperaban en Jalizar, pero una cosa era segura: no sería una presa para siempre. Mientras las cadenas tintineaban y la multitud rugía, Valeria juró que escaparía, que haría pagar a quienes la humillaron, y que el fuego de su alma consumiría este mundo de oro y sangre.

El mercado de esclavos de Jalizar era un caldero de lujuria y codicia, donde las almas se vendían bajo el sol abrasador. Valeria Montes, encadenada y expuesta, sentía el peso de cientos de ojos sobre su cuerpo desnudo. Su cabello rubio, un río de oro desordenado, caía sobre sus hombros, apenas cubriendo sus pechos generosos, mientras sus ojos azules ardían con una furia que desafiaba su humillación. El collar de bronce, grabado con runas serpentinas, pesaba en su cuello como una sentencia, y la runa quemada en su nalga izquierda palpitaba, un recordatorio candente de su cautiverio. Pero su postura —mentón alzado, curvas voluptuosas desafiando la vergüenza— gritaba una rebeldía que ni las cadenas podían apagar.

La puja había terminado con una voz que cortó el aire como una daga envuelta en seda. —La extranjera es mía —declaró una mujer alta, envuelta en una capa negra que se adhería a su figura como una sombra viva. Sus ojos, oscuros como la noche, recorrieron a Valeria con una mezcla de crueldad y deseo, y su sonrisa prometía tormentos que harían sonrojar a Nemea. Era La Viuda Negra, líder del Gremio de las Sombras, una belleza de cabellos negros que caían como una cascada de ébano, su piel pálida contrastando con labios rojos como la sangre. Su presencia era un veneno dulce, cada movimiento cargado de una lujuria sádica que hacía temblar a los presentes. —Esta —dijo, su voz un susurro que erizaba la piel—, será un placer romperla.

Los esclavistas de Kravos entregaron a Valeria a los hombres de La Viuda Negra, quienes la arrastraron por un callejón oscuro hacia un edificio de piedra cubierto de enredaderas. Sus botas resonaban en el suelo, y el aire olía a incienso, vino y un trasfondo metálico, como sangre seca. Valeria fue arrojada a una celda subterránea, una cámara húmeda con un catre de paja y cadenas colgando de las paredes. La Viuda Negra se detuvo frente a los barrotes, sus ojos recorriendo el cuerpo de Valeria con una avidez que era tanto depredadora como sensual. —Tu belleza es un arma, extranjera —dijo, sus dedos rozando el aire como si pudiera tocarla desde la distancia—. Pero aquí, en mis dominios, aprenderás a sangrar por ella.

Le arrojaron una túnica de gasa negra, tan fina que era casi transparente, que se ceñía a sus curvas como una caricia traicionera. El collar de bronce pesaba en su cuello, las runas latiendo como un corazón maligno, y Valeria sintió el frío de la celda contra su piel. Se sentó en el catre, su cuerpo temblando de rabia y cansancio, pero su mente era un torbellino de recuerdos. Cerró los ojos, y la imagen de Lucas apareció: su cabello oscuro, su sonrisa pícara, el calor de sus manos en su piel. En Brooklyn, su deseo había sido un incendio, sus cuerpos entrelazados en una danza de pasión que la hacía sentir invencible. Ahora, en esta celda, el recuerdo de su toque era un tormento dulce, un eco de un mundo perdido. Su mano rozó su muslo, la gasa deslizándose bajo sus dedos, y por un momento, se permitió imaginarlo, su fuerza, su calor, un refugio contra la crueldad de Jalizar. Pero el sonido de pasos rompió el hechizo, y abrió los ojos, su rostro ardiendo de frustración.

Un guardia entró en la celda, un hombre fornido con una barba desaliñada y ojos que destilaban lujuria. Su armadura de cuero crujió mientras se acercaba, su mirada recorriendo la túnica translúcida, deteniéndose en las curvas de Valeria con una codicia que la hizo apretar los puños. —La Viuda quiere verte —gruñó, pero su tono era un ronroneo oscuro, cargado de intenciones—. Pero primero, veamos qué tan dispuesta estás a complacer.

Valeria se puso de pie, su cabello rubio cayendo como un desafío, sus ojos azules brillando con desprecio. —Tócame, y te arrancaré los ojos —siseó, su voz baja pero afilada como una daga. El guardia rió, acercándose más, su mano extendiéndose hacia su rostro. Pero su lujuria lo hizo descuidado. Valeria esquivó su agarre, su cuerpo moviéndose con una agilidad nacida de la desesperación, y lo empujó contra los barrotes. El hombre gruñó, su deseo transformándose en rabia, pero antes de que pudiera atacarla, un grito desde el pasillo lo detuvo. —¡Déjala, idiota! —ladró otro guardia—. La Viuda no comparte sus juguetes.

El guardia retrocedió, su respiración agitada, su mirada aún fija en Valeria con una mezcla de frustración y deseo. Dejó caer un saco de tela en el suelo, murmurando maldiciones, y salió de la celda. Valeria se arrodilló, su corazón latiendo con fuerza, y abrió el saco. Dentro estaba el Ojo de las Sombras, el espejo que la había traído a este mundo. Su marco de bronce, grabado con runas serpentinas y figuras de demonios, mujeres danzantes y bestias con colmillos, parecía latir con un brillo verde enfermizo. El cristal no reflejaba la celda, sino un torbellino de sombras salpicado de destellos dorados, como un cielo roto.

Valeria lo levantó, sus manos temblando, pero el peso de la realidad la golpeó. Este era su único vínculo con su mundo, con Lucas, con la vida que había perdido. Antes de que pudiera reaccionar, el guardia regresó, arrancándole el espejo con un gruñido. —¡Eso no es para ti! —rugió, pero su torpeza fue fatal. El Ojo de las Sombras cayó al suelo, el cristal estallando en mil fragmentos que brillaron como lágrimas de estrellas. Un viento frío llenó la celda, un lamento sobrenatural que parecía venir de las entrañas de otro mundo. Las runas del marco se apagaron, y Valeria sintió un vacío aplastante en su pecho. El espejo estaba roto. Su esperanza de regresar a Brooklyn, de volver a sentir los brazos de Lucas, de perderse en su calor, se había desvanecido. Estaba atrapada en las Tierras Doradas, un mundo de sangre, oro y deseos oscuros, donde nunca volvería a ver a su amante.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no eran de derrota. La furia creció en su interior, un fuego que quemaba más que la marca en su nalga. Si este mundo la quería esclava, tendría que pelear por su libertad. Si no podía volver, entonces haría que Jalizar temblara ante su nombre.

Horas más tarde, el mismo guardia regresó, su respiración cargada de vino barato. Esta vez, no hubo advertencia. Empujó la puerta de la celda y se abalanzó sobre Valeria, que estaba sentada en el catre. La inmovilizó contra la pared fría, su peso aplastándola.

—La Viuda está ocupada —bufó, su aliento fétido en su rostro—. Dice que no compartimos, pero una probadita no le hará daño a nadie.

Una de sus manos ásperas se enredó en su cabello, tirando con fuerza, mientras la otra buscó liberar su propia entrepierna.

—Ábreme esa boca, puta rubia —ordenó, con los ojos vidriosos por la lujuria y el alcohol—. O te la abro yo.

Valeria forcejeó, escupió, pero era demasiado débil. La punta de su miembro, dura y repulsiva, rozó sus labios cerrados. Ella apretó la mandíbula, negándose, la humillación quemándole la garganta. Él gruñó, enfadado, y levantó la mano para abofetearla.

—Parece que mis instrucciones no son lo suficientemente claras para algunos —una voz cortó la atmósfera como un latigazo. Fría, afilada y llena de una autoridad letal.

El guardia se paralizó de inmediato, su rostro palideciendo visiblemente incluso en la penumbra. Se apartó de Valeria tan rápido que tropezó con sus propios pies.

En la entrada de la celda, envuelta en los pliegos de su vestido de seda negra, estaba La Viuda Negra. Su belleza era glacial, sus ojos oscuros brillaban con una furia silenciosa que era más aterradora que cualquier grito.

—Creí haber dicho que este juguete era solo mío —dijo, su voz apenas un susurro, pero cada palabra cargada de veneno.

—Mi… Mi Dama, yo solo… ella me provocó… —tartamudeó el guardia, retrocediendo.

—Cállate —lo interrumpió ella. Sin siquiera alzar la voz. Hizo un gesto leve con la mano. Dos guardias más, impecables y de rostros impasibles, aparecieron detrás de ella. —Llevad a este insecto a los pozos. Que reflexione sobre su insubordinación entre los gusanos.

El guardia suplicó, pero se lo llevaron a rastras, su suerte sellada. La Viuda Negra entonces posó su mirada en Valeria, que se había incorporado, jadeando, cubriéndose instintivamente con los jirones de gasa. La rabia en los ojos de la mujer se transformó en una curiosidad fría y posesiva.

—Parece que necesito dejar las cosas muy claras —murmuró, avanzando hacia Valeria. Su dedo, con una uña larga y afilada, le levantó la barbilla con una presión que no admitía rechazo—. Cada parte de ti me pertenece. Tu desobediencia, tu fuego… y tu sumisión. Ven.

Agarró del collar de bronce de Valeria y tiró, no con brutalidad, pero con una fuerza inexorable que no invitaba a la resistencia. La sacó de la celda y la condujo a través de pasillos cada vez más lujosos, alejándose de los calabozos hasta llegar a unas estancias privadas.

Los aposentos de La Viuda Negra eran una extensión de ella: opulentos, oscuros y sensuales. Tapices de terciopelo negro, muebles de ébano tallado, y el aroma pesado de un incienso exótico y embriagador. Arrojó a Valeria al centro de la habitación, sobre una gruesa alfombra de pieles oscuras.

—Has desperdiciado mi tiempo y has tentado a mi propiedad —dijo, despojándose lentamente de su pesado vestido negro hasta quedar en una vaporosa bata de seda que apenas velaba sus propias curvas. Se reclinó en un diván bajo, abriendo las piernas con una intimidad deliberada y dominante. Su vello púbico, tan oscuro y sedoso como el cabello de su cabeza, formaba un triángillo perfecto y cuidado.

—Vas a aprender el precio de la insubordinación, y el sabor de tu dueña —susurró, su voz un hilo de miel envenenada—. Acércate. Y empieza a lamer. No pararé hasta que mi placer haya borrado todo rastro de tu mundo anterior de tu lengua.

Valeria, temblorosa de rabia, humillación y una extraña y terrible fascinación, comprendió que esta no era una violación bruta, sino una lección mucho más profunda y perversa. Con el peso del collar apretando su garganta y los fragmentos rotos de su vieja vida clavados en el alma, se arrastró hacia adelante. El aroma íntimo y almizclado de la Viuda llenó sus sentidos. Cada lametada, cada gemido forzado que escapaba de sus labios, era un clavo más en el ataúd de Valeria Montes, la periodista de Brooklyn. Y con cada hora que pasaba, sintió cómo ese antiguo yo se desvanecía, reemplazado por algo más frío, más duro y imbuido de una oscuridad que empezaba a sentirse extrañamente como poder.

La Viuda Negra apareció en la puerta, su silueta envuelta en sedas negras, su cabello ébano cayendo como una cortina de sombras. Sus labios rojos se curvaron en una sonrisa sádica, sus ojos brillando con una lujuria que prometía tormentos exquisitos. —El espejo está roto —dijo, su voz un susurro que acariciaba y cortaba al mismo tiempo—. Pero tú, extranjera, aún tienes un propósito. —Se acercó, sus dedos rozando el collar de bronce en el cuello de Valeria, luego deslizándose por su clavícula, un toque que era tanto posesión como provocación—. Me gusta romper cosas bellas —murmuró, su aliento cálido contra la mejilla de Valeria—. Y tú, mi querida, serás una obra maestra.

Valeria retrocedió, su cuerpo temblando de rabia y algo más, un calor traicionero que la confundía. La Viuda Negra rió, un sonido que era tanto melodía como amenaza, y señaló una puerta al fondo de la celda. —Prepárala —ordenó a los guardias—. Esta noche, la extranjera servirá en la taberna del gremio. Veremos cuánto tiempo arde su fuego antes de que se consuma.

Mientras la llevaban por un pasillo oscuro, el collar de bronce pesando en su cuello, Valeria sintió el peso de su nueva realidad. El Ojo de las Sombras estaba roto, Lucas era un recuerdo perdido, pero su espíritu seguía intacto. La Viuda Negra podía disfrutar torturando a sus esclavas, pero Valeria no sería una presa fácil. En este mundo de dagas, deseos y sombras, aprendería a pelear, a seducir, a sobrevivir. Y algún día, la mujer de cabellos negros pagaría por cada marca, cada cadena, cada mirada que había intentado quebrarla.

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