Trío fetichista al cuero

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El calor sofocante se acumulaba dentro del traje de cuero negro que envolvía mi cuerpo como una segunda piel. Cada centímetro de mi ser estaba atrapado en su abrazo ceñido, desde los hombros hasta los tobillos, con solo mi cabeza y mi entrepierna expuestas al aire. La máscara de cuero que cubría mi rostro, ajustada con hebillas plateadas, restringía mi visión periférica, intensificando cada sensación. Sus aberturas dejaban libres solo mis ojos, mi boca y un pequeño espacio para respirar por la nariz, haciendo que cada inhalación oliera a cuero curtido y a mi propio calor corporal.

El peso del material, su rigidez al moverse, me hacía sentir contenido, poderoso, como si el traje canalizara mi deseo en algo palpable, casi eléctrico. Cada paso resonaba con un leve crujido del cuero, un recordatorio constante de mi envoltura. Mis manos, enfundadas en guantes de cuero negro brillante, se deslizaban por el cuerpo voluptuoso de mi amante. Ella, recostada sobre una cama cubierta de sábanas de látex rojo, me llamaba con un susurro provocador. Llevaba un corsé de cuero marrón que ceñía su cintura hasta lo imposible, realzando sus curvas, y guantes largos de cuero que se extendían hasta sus hombros, reluciendo bajo la tenue luz de las velas.

Sus dedos, también enguantados, rozaron mis brazos, y el contacto del cuero contra cuero envió un escalofrío por mi espalda. Detuve mis manos en sus pechos, que se asomaban tentadores por encima del corsé, mientras mi falo, erecto y libre de la abertura del traje, palpitaba con anticipación. La penetré lentamente, sintiendo cómo el calor de su cuerpo contrastaba con la frialdad del cuero que nos envolvía a ambos. Sus gemidos llenaban el aire, y su rostro, enmarcado por una máscara veneciana de cuero con detalles dorados, revelaba un éxtasis que me enardecía aún más.

Ella deslizó sus manos hacia mi pecho, masajeando mis pezones a través del traje, y la sensación, amplificada por la presión del cuero, hizo que mi erección se intensificara, como si el traje mismo estuviera exprimiendo mi deseo. De pronto, una presencia a mi espalda me hizo estremecer. Un par de manos enguantadas, firmes pero delicadas, recorrieron mi cuerpo. Giré ligeramente la cabeza, lo suficiente para vislumbrar a una figura envuelta en un hábito religioso de cuero negro, tan ajustado que parecía fundido con su piel. Su rostro estaba oculto tras una capucha de cuero con aberturas mínimas, dejando ver solo unos ojos brillantes y una boca pintada de rojo intenso.

La capucha, con su diseño austero pero erótico, le daba un aire de misterio casi sobrenatural. Sin mediar palabra, sus dedos enfundados encontraron la abertura trasera de mi traje, diseñada con precisión a la altura de mi ano. El roce del cuero frío contra mi piel expuesta me hizo jadear, y cuando sus dedos comenzaron a estimular mi próstata con movimientos expertos, sentí una corriente que recorrió mi cuerpo entero.

La máscara que llevaba amplificaba cada sensación: el cuero apretaba mi rostro, calentándose con mi respiración agitada, mientras el aroma a cuero se mezclaba con el sudor y los fluidos que empezaban a impregnar el aire. Entonces, ella se acercó aún más, y su lengua, cálida y precisa, comenzó a explorar mi ano en un beso negro que me hizo temblar. Cada lamida era un torbellino de placer, intensificado por la presión del traje, que parecía comprimir cada nervio de mi cuerpo, haciéndome hipersensible. Seguía penetrando a mi amante frente a mí, cuyos besos apasionados y roces de cuero contra mi piel me mantenían al borde del abismo.

La combinación de ambos estímulos —la penetración, los besos negros, el roce constante del cuero— era abrumadora. Mi cuerpo, atrapado en el traje, se sentía como si estuviera a punto de estallar, cada movimiento amplificado por la fricción del material y el calor que se acumulaba dentro. El clímax llegó como una ola imparable, una corrida tan intensa que casi me hizo perder el equilibrio. Con las últimas fuerzas que me quedaban, me giré hacia la figura encapuchada. La penetré, sintiendo cómo su hábito de cuero crujía con cada embestida, sus gemidos amortiguados por la capucha resonando en mis oídos.

Finalmente, exhausto, me desplomé en la litera, rodeado de sábanas de látex que se adherían a mi piel sudorosa. El aire estaba cargado de un olor embriagador: cuero curtido, sudor, fluidos corporales y un toque de cera quemada de las velas. Mi máscara, aún en su lugar, seguía apretando mi rostro, como si quisiera retenerme en ese estado de éxtasis. Cada respiración era un recordatorio del traje que me envolvía, un capullo de cuero que había transformado cada sensación en algo casi sobrenatural.

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