Uber

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T. Lectura: 9 min.

Era un viernes caluroso de octubre. Había salido del bar con ese zumbido en la cabeza que te dejan un par de birras y demasiadas conversaciones a la vez. Mis compañeros se quedaron adentro, pero yo necesitaba aire, ir a casa… o al menos algo distinto.

Esperé al Uber mirando las luces de la calle, un poco perdida en mis propios pensamientos, jugando con el borde del collar que descansaba entre mis pechos.

Cuando el Golf negro dobló la esquina y frenó frente a mí, algo en el estómago me dio un pequeño vuelco. No sé si fue la birra, la brisa o la manera en que él me miró apenas bajé la vista para confirmar la patente.

Cuando abrí la puerta y me senté adelante, sentí su mirada antes de que dijera una palabra. Era ese tipo de mirada que te recorre como si ya supiera algo de vos. Yo acomodé mi musculosa, que se me había corrido un poquito, y traté de hacerme la relajada… él me había registrado al segundo.

—¿Ali? —preguntó, con esa voz grave que parecía salir de algún lugar más profundo que el pecho.

—Sí, soy yo —respondí, sonriendo sin querer.

Arrancó el auto y, sin disimular demasiado, me dio una mirada rápida de arriba abajo. Yo me hice la que estaba mirando por la ventana, pero sentí ese pequeño orgullo tibio adentro, ese que me agarra cuando sé que alguien me desea.

—Estás muy linda —soltó, tranquilo, como si fuera un dato objetivo.

Me giré un poco hacia él, apoyando la espalda en el asiento.

—Gracias… —dije, con una vocecita que me salió más suave de lo común. La birra me ponía más vulnerable.

Él tenía las manos grandes, robustas, marcadas por la vida. Y una remera negra que dejaba ver un torso firme. Pelo con canas, barba de tres días, y un reloj que le marcaba un aire seguro, de hombre que no pide permiso.

El auto avanzaba y yo sentía el perfume que me rodeaba mezclarse con el interior del vehículo. Él bajó un poquito el volumen de la radio, como si quisiera escuchar mi respiración.

—¿Que tal la noche? —preguntó en ese tono grave que casi rozaba mi piel.

—Bien, creo —me reí bajito.

Él también sonrió, apenas.

—Se nota —dijo, mirándome de reojo—. Tenés una carita…

—¿Qué carita? —pregunté, jugando.

—Esa… la de alguien que no quiere irse a dormir todavía.

Me mordí el labio y reí. Él lo vio. Su mano izquierda seguía en el volante, pero la derecha, muy despacio, se apoyó en la palanca de cambios. No me tocó… todavía. Pero estaba ahí. Cerca.

Yo bajé la mirada. El silencio empezó a llenarse de algo más denso, más caliente. Todo conspiraba.

A mitad de camino, sentí que su mano rozó apenas mi rodilla. Fué mínimo. Lo suficiente para que el cuerpo me tiemble sin que se note.

—Perdón —dijo suave, aunque no sonaba a perdón en absoluto.

—Está bien… —susurré.

El viaje siguió. Él volvió a apoyarme la mano, esta vez un poquito más arriba del primer toque. No subía mucho, pero el gesto era inconfundible. Yo respiraba hondo, tratando de parecer tranquila. Pero por dentro ya estaba latiendo distinto.

Cuando frenó a unas dos cuadras de mi casa, supe que no era casual.

Puso las balizas. Me miró bien, directo, con esa calma que solo tienen los hombres que saben exactamente lo que están haciendo.

—Acá termina el viaje —dijo, aunque ninguno de los dos hizo el mínimo movimiento por abrir la puerta.

Yo me quedé quieta, con la vista perdida en la calle iluminada pero sin ver nada en realidad. Su mano se deslizó despacio por mi muslo. Esta vez no fue un roce. Fue una caricia firme, que me dejó sin aire.

Subió hasta tocar mi concha por encima del jean, y el pulgar empezó a dibujar círculos lentos, sabiendo exactamente dónde apretar para que me temblara todo por dentro.

Él no dijo nada, solo me miró con esos ojos oscuros que lo sabían todo.

—No, dejame —susurré, con una voz que tembló apenas.

—Pero querés que lo haga —respondió él, sin levantar la voz.

Su rostro se acercó. Lento. Tan lento que sentí primero su respiración en mi cuello, después en la clavícula. Su barba apenas rozó mi piel y yo tuve que cerrar los ojos un segundo porque me ardían las ganas.

Él apoyó su mano en mi cintura, firme, posesiva, y yo ya estaba perdida. Cada parte de mí estaba respondiendo aunque me hacía la difícil.

Cuando levanté la vista, su boca ya estaba a un suspiro de la mía, me dejé llevar y nos besamos. Fue un beso lento, profundo, inevitable.

—Vamos atrás —dijo él, no era una sugerencia. Fue una orden suave, firme.

Abrió su puerta y salió. Lo vi caminar hacia la parte trasera, abrir la otra puerta y sentarse en el asiento. No me lo pensé. Me deslicé entre los asientos delanteros, y me senté encima de él.

Sentí su pija contra mi culo, ya dura. Mis brazos se enredaron detrás de su cuello y los de él me cerraron por la espalda, aprisionándome contra su pecho.

Nos besamos de nuevo. Esta vez no había calma. Era hambre. Su boca me devoraba mientras una de sus manos subía por mi costado y me agarraba una teta por encima de la musculosa, apretando con fuerza.

El otro brazo seguía sujetándome, un ancla caliente que me impedía moverme más de lo que él quería.

Empecé a moverme, un vaivén lento, deliberado. Froté mi culo contra su bulto, una y otra vez, sintiéndolo crecer más y más debajo de mí.

Cada movimiento me enviaba una descarga eléctrica directa a la concha. Sentí cómo la tanga se me empezaba a humedecer, cómo el calor se me acumulaba entre las piernas.

Un gemido se me escapó en medio del beso, un sonido ronco y necesitado que le dijo todo lo que mis palabras no podían.

—Sacátela —gruñó él contra mi boca, y no era una pregunta.

Con manos torpes y urgentes, me aferré al borde de mi musculosa y la tiré por encima de mi cabeza. El aire frío del auto me erizó la piel, pero el calor de su mirada era mucho más intenso.

Desabrochó mi corpiño con una sola mano, con una destreza que me cortó la respiración, y mis tetas quedaron libres, temblando ante él.

Se inclinó y su boca caliente encontró mi pezón. No lo besó, lo succionó. Un chupón fuerte y húmedo que me hizo arquear la espalda y un gemido se me escapó.

Su lengua jugó con la punta, endureciéndola hasta doler, mientras su mano se apoderaba de la otra teta, masajeándola, apretándola.

—Sí… así —susurré, con los ojos cerrados, perdiéndome en la sensación.

Me deslicé a su lado, sobre el asiento de cuero, y nos besamos de nuevo, un beso desesperado y salivado.

Su mano volvió a mis tetas, retorciendo mis pezones, mientras la mía bajaba por su abdomen hasta encontrar su bulto, duro y enorme, esperándome. Lo apreté a través de la tela y él gimió en mi boca.

No pude más. Me puse de rodillas sobre el asiento, mirándolo desde abajo. Él entendió al instante. Bajó la cremallera y se desabrochó los jeans, dejando a la vista su verga. Era gruesa, con una vena marcada y la cabeza roja.

Me incliné y la tomé con la mano. La sentí palpitar contra mi piel. La primera lametada fue lenta, desde la base hasta la punta, recogiendo la gota salada que ya había escapado.

Luego la metí toda en mi boca, hasta donde pude, sintiéndola golpearme el fondo del garganta. Empecé a mamarla con ganas, mojándola toda, usando mi lengua para darle vueltas a la cabeza mientras mi mano apretaba la base.

De vez en cuando, la dejaba escapar un poco y le pasaba los dientes con suavidad por el costado, una pequeña mordida que lo hacía jadear.

Mi mano no se quedaba quieta: le masajeaba las bolas mientras la otra se aferraba a su muslo, sintiéndolo tensarse cada vez más.

Él metió una mano en mi pelo, empujándome suavemente hacia abajo, tomándome el control, y yo lo dejé hacer, dispuesta a tragármelo entero.

Dejé que su verga se me escapara de la boca con un chasquido húmedo y subí para besarlo. Lo hice con ganas, sin importarme que mis labios estuvieran empapados en mi saliva.

Él me devolvió el beso con la misma furia, chupándome la lengua como si quisiera limpiarme el gusto de su propia verga, probarse a sí mismo en mi boca.

—Quiero que me garches —le soplé al oído, y fue todo lo que necesitaba oír.

Me aparté un segundo, lo suficiente para desabrochar mi jean negro y tirármelo junto con el bombacha, dejándolo todo en un montón en el suelo del auto.

Me puse en cuatro patas sobre el asiento, apoyando las manos en el espaldar y ofreciéndole mi culo, mi concha, todo.

Vi cómo se llevaba un dedo a la boca y lo mojaba con saliva. Después sentí su contacto, húmedo y caliente en mi conchita. Notó cómo ya estaba empapada, lista para él.

—Estabas esperando esto, ¿no, pendeja? —dijo, y su voz era un guturral de pura satisfacción.

Metió el dedo. Fue lento, un solo dedo que se deslizó hacia adentro sin resistencia alguna, explorándome, haciéndome temblar. Entraba y salía con una calma que me volvía loca.

Luego sentí otra cosa. La cabeza de su verga. La apoyó y empujó, despacio, entrando centímetro a centímetro. Me llenó por completo, una presión densa y perfecta que me sacó un gemido ahogado.

Se movió con cuidado al principio, un ritmo suave de vaivén, dejando que mi cuerpo se acostumbrara a su tamaño.

Pero la calma no duró. El ritmo se hizo constante, más firme. Cada embestida era un poco más profunda, un poco más rápida. El auto empezaba a moverse con nosotros, un balanceo rítmico que acompañaba nuestros jadeos.

Y entonces todo cambió. Agarró mi cadera con ambas manos y se lanzó a por todas. Ya no hubo cuidado, ni ritmo. Fue pura brutalidad. Cada penetración era un golpe seco, un estruendo de piel contra piel que retumbaba en el interior del auto.

El sonido de sus pelotas golpeándome el culo, mis gemidos convertidos en gritos, y el olor a sudor llenaba el aire.

Me deslicé de él, mis piernas temblando, y me recosté de espaldas en el ancho asiento trasero. El cuero se pegó a mi piel caliente. Abrí las piernas, despacio, dejándolo ver todo, ofreciéndole mi concha abierta y húmeda bajo la tenue luz de la calle.

Él me miró un segundo, con una calma bestial, y se movió sobre mí, torciendo su cuerpo para quedar frente a mí, en esa posición incómoda que solo la urgencia hace posible.

Apoyó una mano junto a mi cabeza y con la otra guio su verga hacia mi entrada.

La sentí entrar, un golpe firme y profundo que me sacó el aire de los pulmones. Me llenó de golpe, y el auto pareció encogerse a nuestro alrededor. Se quedó quieto un instante, adentro, y luego bajó la cabeza un poco.

—¿Te gusta, putita? —sopló, y su voz era un ronquido grave que me recorrió entera.

—Sí…—susurré, ahogada —. Sí, me encanta.

—¿Sí qué? —apretó, tirándome del pelo con fuerza, obligándome a mirarlo.

—Sí, me gusta que me cojas así —logré decir, y fue una confesión total.

Su mano se cerró más en mi cabello, usando mi cabeza como punto de anclaje. Y entonces empezó a moverse. No hubo ritmo, ni calma. Fueron embestidas secas, profundas, cada una más rápida que la anterior.

Después se recostó contra el asiento, jadeando, su verga dura y brillando con mis fluidos. Yo me di vuelta, dándole la espalda, y sin dudarlo me senté sobre él, sintiéndolo entrar de nuevo en un solo movimiento profundo.

Apoyé mis manos en sus rodillas y empecé a moverme. Mi culo subía y bajaba, lento al principio, para sentir cada centímetro de su verga deslizándose adentro, llenándome por completo. Cada vez que me sentaba, un gemido se me escapaba.

—Ay, que rico… —decía, casi sin aliento.

Él no respondió, solo apoyó sus manos en mi cintura, sus dedos hundiéndose en mi piel, y me ayudó a encontrar el ritmo. El movimiento se hizo más rápido, más frenético.

El auto no paraba de mecerse, y yo me perdí en esa sensación, en el calor de su cuerpo contra mi espalda, en la manera en que me llenaba una y otra vez.

Pero entonces sentí cómo sus dedos se apretaban más, cómo su respiración se cortaba. Empezó a gemir, un sonido bajo y ronco que se fue volviendo más agitado, más desesperado.

—No… no aguanto —logró decir.

Agarró mi cintura con una fuerza que me cortó el aliento, tirándome hacia atrás hasta que mi espalda pegó contra su pecho sudoroso.

Inmovilizó mis brazos cruzándolos sobre mi panza, aprisionándome contra él con una garra que no dejaba lugar a dudas. No era un abrazo, era una trampa caliente y necesaria.

Sentí cómo su cuerpo se tensaba entero, un arco de pura tensión a punto de romperse.

—Hija de mil puta… —logró decir, con la voz rota.

Y entonces empezó. Un espasmo profundo que recorrió su cuerpo y el mío. Sentí el primer chorro de leche caliente, denso, golpearme adentro, y un gemido largo y ronco se le escapó de la garganta, un sonido animal de agotamiento y puro placer.

Se vació en mí, una y otra vez, cada contracción de su verga un nuevo latido de semen que me llenaba hasta los bordes.

Gritó contra mi nuca, un grito ahogado y desesperado, mientras sus dientes me encontraban el lóbulo de la oreja, jugueteando con él, mordiéndolo suave, como si quisiera marcar el final con una última posesión.

Yo me quedé quieta, sintiéndolo terminar, sintiéndome usar. Pero mi cuerpo tenía sus propias ideas. Mientras él jadeaba, rendido, empecé a mover el culo, un vaivén mínimo, casi imperceptible, pero suficiente.

Un círculo lento que apretaba su verga todavía dura, exprimiendo el último resto de su leche, mezclando todo adentro.

Y pensé. Pensé en mis compañeros en el bar, en mi casa a dos cuadras, en el olor a cuero y a semen que me llenaba el interior. Y me sentí sucia. Puta. Increíblemente viva y sucia por haber terminado la noche así, de rodillas en el asiento de un Uber, dejando que un desconocido se acabara adentro de mi concha como si fuera suya.

Todavía respiraba rápido, como si mi cuerpo no terminara de entender que ya había pasado todo. Sentía la adrenalina caliente en la piel, en las piernas, en el pecho… como un latido que no encontraba dónde apoyarse.

Me incorporé en el asiento trasero y empecé a vestirme casi a las apuradas, sin mirarlo demasiado. Me temblaban un poco los dedos mientras acomodaba la musculosa y me subía el jean, como si quisiera salir del auto antes de que algo más se derrame entre los dos.

Él ya se estaba subiendo el pantalón con esa naturalidad práctica que parecen tener algunos hombres después de momentos demasiado intensos.

Para cuando yo terminé de acomodarme el collar y atarme el pelo, él ya estaba adelante otra vez, al volante, como si nada lo hubiera desarmado.

—¿Te llevo a tu casa? —preguntó, sin girarse del todo, con ese tono seguro, casi dueño de la situación.

—No… camino desde acá —dije suave, todavía un poco agitada—. ¿Cuánto es?

—Ya está pago —respondió firme, sin dejar que el aire se llene de dudas.

Asentí. No sabía si agradecerle o simplemente irme. Abrí la puerta del auto sin mirarlo demasiado. Sentía el silencio del auto pegado a la espalda, como si todavía quedara flotando lo que había pasado ahí adentro.

—Chau, Ali —dijo.

Me incliné apenas y le di un beso frío en el cachete. Un gesto mínimo, casi automático. Él lo recibió con una pequeña sonrisa confiada, como si se quedara tranquilo con eso, como si le alcanzara.

Bajé. El calor de la noche me envolvió enseguida. Eran casi las dos de la mañana y la calle estaba vacía, muda, iluminada por esas luces amarillas que siempre parecen más íntimas de lo que deberían.

Caminé despacio, con la cabeza llena, tocándome el collar como si lo necesitara para anclarme al cuerpo otra vez.

Mi perfume dulce seguía en mi piel, mezclado con algo más que no quería recordar. El corazón me golpeaba raro, entre revuelto y vivo. Sentía una mezcla que no podía ordenar: vacío, un poco de vértigo, un poco de orgullo.

Llegué a casa, cerré la puerta atrás y me metí directo al baño. Dejé que el agua me corra por el cuerpo como si pudiera limpiar algo más que la noche. Pero no. No se iba.

Me acosté en la cama todavía húmeda, mirando el techo, respirando lento. No pensaba en él. Pensaba en mí. En lo que significaban estos encuentros para mí: en teoría, nada. Un instante, un impulso, un fuego que se prende y se apaga.

Pero aun así, por algún motivo, no podía sacarme las ganas del cuerpo. Ni la sensación. Ni ese calorcito. Y tardé mucho en dormirme.

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