Una vecina alegra mi noche

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Hace un tiempo se mudó una chica nueva a mi edificio. Vive con sus padres, tiene alrededor de 25 años —luego supe que eran 26— y estudia Derecho.

Yo siempre he sido alguien discreto. Aunque fuera de aquí muchos saben que soy de los que nunca repiten con la misma mujer, en el edificio nadie me ha visto llegar acompañado. Para mis vecinos soy el tipo responsable, serio, casi invisible, alguien que nunca se mete en problemas ni participa en nada.

Desde que Camila llegó, había algo en nuestras miradas. Cada vez que coincidíamos en los pasillos o el ascensor, un coqueteo sutil flotaba en el aire, como un juego silencioso que ninguno terminaba de iniciar. Me llevaba bien con sus padres; les había echado una mano en pequeñas cosas, cargar bolsas, sostenerles el ascensor… lo típico. Pero con ella, todo era diferente. Su forma de mirarme, de moverse… sabía perfectamente el efecto que causaba.

Una noche de sábado, regresé de una fiesta bastante aburrida. Me quedé en la portería fumando un cigarrillo, disfrutando la calma de la madrugada antes de subir. Entonces la vi llegar. Se bajó de un coche, supuse que un Uber. Llevaba un vestido ajustado, corto, y tacones que hacían que sus piernas parecieran interminables. El escote dejaba ver la curva perfecta de sus pechos, y su cabello suelto caía desordenado sobre los hombros.

La saludé con naturalidad y seguí fumando, pero sentí su mirada sobre mí.

—¿Me regalas uno?

Saqué la cajetilla de mi bolsillo y la acerqué hacia ella. Camila se inclinó ligeramente, tomó el cigarro con los labios, y en ese movimiento su escote se abrió un poco más, dejando al descubierto una línea profunda y provocadora. Mi mirada bajó sin poder evitarlo, admirando esa piel tersa, la forma perfecta de sus senos. Ella lo notó. Me sonrió con picardía mientras yo sacaba el encendedor y acercaba la llama a su cigarro. Su rostro estaba muy cerca, podía oler su perfume dulce mezclado con el aroma del tabaco.

—¿Por qué tan solo un sábado? Por cierto… nunca te he visto con nadie. ¿Eres gay o algo así?

Levanté una ceja, la miré directo a los ojos, con una media sonrisa.

—¿Te parezco gay? Hoy estoy solo porque el evento era un aburrimiento. Apenas pude escapar, me vine directo a casa.

—Es que nunca te veo con nadie. Es más, casi no te veo los fines de semana.

—Porque no suelo quedarme aquí. Normalmente paso los fines fuera.

Su risa era suave, casi traviesa. Aproveché para empezar a preguntarle cosas, tantearla, conocer qué le gustaba. Y mientras hablábamos, las miradas, los gestos, las pequeñas provocaciones se iban colando entre las palabras. Le decía lo bien que le quedaba ese vestido, lo sexy que se veía siempre. Ella reía y jugaba con su cigarro, inclinándose ligeramente, acercándose más a mí.

Cuando terminamos de fumar, abrí el portón y la dejé pasar primero. No pude evitarlo: mi mirada se clavó en su trasero, redondo, firme, que se balanceaba al caminar. Y lo sabía. Lo movía con intención, exagerando cada paso.

Llamé el ascensor y entré tras ella. Apenas las puertas se cerraron, sentí cómo la tensión entre nosotros alcanzaba el límite. Sin pensarlo, me acerqué de golpe. La empujé suavemente contra el espejo, pegando mi cuerpo al suyo. Mi boca fue directa a su cuello, besándolo, lamiéndolo, mientras mis manos la rodeaban, subían por sus muslos descubiertos hasta llegar a sus caderas, sus senos. Su piel era caliente, suave, vibrante bajo mis dedos.

Camila soltó un gemido bajo, intentando no hacerlo evidente, pero su cuerpo ya me respondía, arqueándose hacia mí, presionándose contra mi erección que palpitaba dentro del jean. Sentía su respiración agitada en mi oído, su pecho subía y bajaba rápido mientras mi lengua dibujaba líneas lentas en su cuello, mordisqueándolo suavemente.

Me atreví a bajar una mano hasta el borde de su vestido, deslizándola por debajo, subiendo por la parte interna de su muslo, sintiendo su piel suave y caliente. Mis dedos tocaron la tela de su tanga, ya húmeda, y presioné suavemente. Ella se estremeció, apretando las piernas contra mi mano, como queriendo más.

Cuando el ascensor llegó a nuestro piso, no la dejé ir a su puerta. La jalé de la muñeca hacia la salida de emergencia. Apenas cruzamos la puerta, la pegué contra la pared. La besé con hambre, sintiendo cómo sus labios se abrían, cómo su lengua buscaba la mía. Mi mano subió otra vez por su pierna, apartándole la tanga hacia un lado, acariciando directamente su sexo húmedo. Camila jadeó fuerte en mi boca, hundiendo las uñas en mi espalda.

—Vaya… pero qué atrevido eres —susurró, con la voz ronca.

—¿Eso crees? Si no te gusta, puedo parar.

—Ni se te ocurra.

De repente me empujó contra la pared y su mano descendió directo a mi entrepierna. Me masajeaba por encima del pantalón, sintiendo mi dureza, mirándome con deseo encendido. Lentamente bajó el cierre de mi jean, metiendo la mano dentro y sacando mi pene, acariciándolo mientras lo observaba con fascinación.

—Creo que va siendo hora de liberarlo —susurró, bajando aún más y quedando de rodillas frente a mí.

Su mano lo sostuvo con firmeza mientras su lengua empezó a lamerlo, lenta, provocadoramente. Subía y bajaba, dibujando círculos alrededor de la cabeza, dejándolo brillante de saliva antes de llevárselo a la boca. La calidez, la humedad, el movimiento de su lengua eran un placer hipnótico. Me miraba desde abajo, esos ojos llenos de lujuria mientras su boca se deslizaba cada vez más profunda. Me sujetaba las caderas, atrayéndome hacia ella, controlando el ritmo mientras se lo metía hasta la garganta, gimiendo suavemente mientras lo tragaba.

Cada vez que lo sacaba de su boca, lo lamía completo, dejando un hilo de saliva antes de volver a chuparlo con más fuerza. Mis manos acariciaban su cabeza, su cabello suelto. Su lengua presionaba justo debajo de la cabeza mientras succionaba, arrancándome gemidos bajos. Me sentía al borde, el calor subiendo por mi cuerpo, la presión creciendo con cada movimiento.

—Si sigues así… no voy a durar —jadeé.

Su sonrisa fue traviesa. Aceleró, metiéndoselo completo mientras con las manos me apretaba las nalgas, obligándome a empujar más profundo en su garganta. No pude resistir más. Mi cuerpo se tensó, la respiración se me cortó mientras me venía dentro de su boca, sintiendo cómo tragaba cada gota, sin soltarme, sin apartar su lengua, siguiendo con pequeñas succiones hasta limpiar todo rastro.

Cuando me soltó, lamió suavemente alrededor de la cabeza, mirándome con una mezcla de satisfacción y picardía. Se levantó despacio, dándome un último beso en los labios, su sabor mezclado con el mío.

—Mmm… qué rico. Así da gusto regresar a casa.

Yo apenas podía respirar, mirándola maravillado.

—Vaya vecina… así sí dan ganas de convivir.

Mientras me subía los pantalones, ella seguía acariciándome con suavidad, jugando con mi miembro mientras la erección bajaba. Volví a besar su cuello, mis manos recorriendo otra vez su trasero, su cintura. Pero ella se arregló el vestido con una sonrisa pícara y dijo:

—Tenemos que repetirlo.

Abrió la puerta de emergencia y se fue, moviendo las caderas con intención. Desde la entrada de su apartamento me lanzó un guiño y un beso al aire antes de entrar.

Yo me quedé ahí, jadeando, sin acabar de procesar lo que había pasado. Me acomodé la ropa, salí tras ella, y la vi cerrar la puerta con una última sonrisa.

Eso fue solo el principio… porque después vinieron más encuentros, que poco a poco iré contando.

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