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Ana (9)

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Durante unos pocos meses Ana tuvo la sensación de que tenía su vida bajo control. Ya no se dejaba usar por los hombres, sino que era ella misma quien los manipulaba para satisfacer sus deseos, y los desechaba cuando se aburría de ellos, cosa que normalmente pasaba luego de habérselos cogido dos o tres veces.

Sin embargo, tenía tres amantes fijos: Federico, el vigilante nocturno del edificio donde vivía, era uno de ellos. Se trataba de un joven amable, que de vez en cuando dejaba su puesto de la recepción del edificio, en plena madrugada, para subir al departamento de Ana y hacerle el amor. Estaba casado, cosa que le encantaba a Ana, ya que le producía mucho morbo ser penetrada mientras la esposa de su amante pensaba que este estaba trabajando. Más de una vez llevó esa fascinación por el morbo al extremo, y mientras le practicaba una felatio le exigía a Federico que llame a su mujer, bajo cualquier excusa. Así, mientras él conversaba con su esposa (quien acababa de ser madre) Ana lo volvía loco con su lengua de víbora succionándole la verga, haciéndole muy difícil poder decir dos palabras seguidas.

Otro de sus amantes era Facundo (ver Ana 4), uno de sus supuestos alumnos de música. Lo había conocido cuando el chico, un adolescente tímido y silencioso, había llegado a su casa en busca de clases de violín. Nunca sería un profesional con lo poco que aprendía con ella, porque sus clases eran interrumpidas en todo momento, debido a las potentes erecciones de Facundo, que ella se encargaba de apaciguar desnudándose para cabalgar sobre esa verga inmadura hasta hacerla eyacular. La pasaba muy bien con Facundo, aunque temía que el chico estaba perdidamente enamorado de ella, cosa que podría arruinar su relación a la larga, ya que ella nunca lo amaría.

Su tercer amante era su sobrino Daniel (ver Ana 8). Un veinteañero que la había conquistado a fuerza de insistencia, y había logrado entrar a su cama cuando se encargó de librarla de tres pendejos que la extorsionaban y la obligaban a ser su juguete sexual (ver Ana 5). El parentesco cercano provocaba en Ana un morbo que ni ella misma conocía. Daniel también se hacía pasar por alumno suyo. Solía ir una o dos veces por semana, y mientras Ana ponía música a volumen alto, para tapar sus gemidos, él la poseía en todos los rincones de la casa. A pesar de no ser muy corpulento, tenía una energía insólita, sus penetraciones eran vigorosas y cada vez que ella acababa quedaba completamente exhausta. Le gustaba mucho penetrarla por el culo, y a ella también. La última vez la había tumbado en el piso, le había arrancado la ropa a tirones, le había quitado la bombacha con los dientes, y sin molestarse en ponerse preservativo ni lubricante la penetró con rudeza, haciéndola dar un grito que no podría haber sido silenciado por la música. Al principio le dolió, pero a medida que su ano se dilataba lo disfrutaba más. Daniel tenía la capacidad de mantenerse erecto durante un tiempo muy prolongado, por lo que había logrado algo que nadie había hecho antes: producirle un orgasmo con puras penetraciones anales.

Pero Ana no le guardaba fidelidad a ninguno de los tres. Se sabía hermosa. Su único defecto, a su criterio, era su baja estatura. Pero a los hombres no parecía molestarles en absoluto. De hecho, a muchos les gustaba, porque gracias a eso era muy liviana y ágil, lo que le permitía realizar cualquier tipo de acrobacias en la cama. Tenía una piel blanca y lisa que cuidaba como un tesoro, su pelo, ni corto ni largo, era enrulado, y su cuerpo, una escultura que sólo los onanistas más creativos serían capaz de imaginar en sus fantasías. Su arma de seducción más letal era su trasero, dos nalgas voluptuosas y firmes que se llevaban las miradas de quien tuviese la suerte de cruzase con ella, pero su rostro no se quedaba atrás, parecía mucho más joven que los treinta años que tenía, y muchos le decían que parecía una nena. Por todo esto Ana estaba convencida de que podía tener al hombre que quisiera. Y la realidad nunca la contradijo, porque si bien se había encontrado con algunos huesos duros de roer, todos terminaban cediendo, y cayendo ante sus encantos.

Además de estos tres amantes, solía acostarse con otros hombres. Cuando estaba en busca de experiencias nuevas salía a la noche de cacería. Iba a bares, y no pasaba ni cinco minutos de estar sola en una mesa, que un macho caliente ya la abordaba. Pero rara vez les correspondía, porque a ella le gustaba elegir, y no que la elijan. También le gustaba encontrar polvos pasajeros en lugares atípicos. Se alejaba lo más que podía de su barrio. Viajaba una hora y media o dos, hasta llegar a un lugar donde creía improbable que la conozcan. Sus lugares preferidos eran las farmacias y los maxikioskos, ya que eran los negocios típicos que estaban abiertos toda la noche y que eran atendidos por hombres solitarios. Ella compraba cualquier cosa y si le gustaba el hombre que atendía, le daba charla y se dejaba conquistar (eso era lo que más le divertía, que los hombres pensaban que eran ellos quienes se la levantaban), y una vez que el afortunado de turno se animaba a invitarla a pasar, ella se lo devoraba con su pequeño cuerpo. Conseguía orgasmos increíbles con esos desconocidos que nunca volvían a verla de nuevo.

En su trabajo también le estaba yendo bien. De un día para otro aparecieron cinco alumnos nuevos, y en dos de las tres orquestas donde tocaba, finamente se habían dignado a pagarle.

En fin, Ana estaba contenta, los días en que se dejaba usar por los hombres ya habían pasado, ahora ella se ocupaba de satisfacer su apetito sexual y no el de otros. Y ya no pasaba privaciones, y por si fuera poco estaba conociendo gente nueva, y se había hecho de varias buenas amigas, cosa rara en la solitaria Ana. Se sentía en su mejor momento. Todo sucedía tal como ella quería. O al menos eso era lo que creía.

El primer disgusto se lo dio Federico, el vigilante nocturno. Había cometido el error de no cumplir una de las fantasías de Ana. En plena copulación Ana le ordenó que le diga que cogía mejor que su esposa, y el muy imbécil se quedó callado. Ella no podía creer que fuera tan idiota. ¿Qué le costaba darle el gusto?

— Ahora vas a llamar a la puta de tu esposa mientras me cogés. —le dijo Ana, como para darle una oportunidad de redimirse.

— De eso te quería hablar. —Le dijo el vigilante, mientras se ponía el uniforme.— No quiero hacer más esas cosas. Si no te alcanza con que te coja es problema tuyo, pero ya no voy a entrar más en esos juegos perversos. ¡La última vez me hiciste gemir mientras hablaba con mi mujer!

— si ella no sabe nada. ¡Que me venís a echar en cara estas pavadas! —replicó Ana, furiosa.

— ¿No sabe nada? ¿Sabés lo que me dijo el otro día? —Contestó Federico.— me dijo que tenía miedo de que ahora que estaba gorda por el bebé, la estuviera cagando.

— ¿y…?

— Y nada Anita. —se acercó a ella y beso sus labios.— yo te quiero, pero tenemos que cuidarnos más.

— Si cogemos solo cuando estás trabajando. No hay manera que piense que estas con otra. ¿O estás con alguien más además de mí? —inquirió ella, mas herida en su ego que celosa.

— Me tengo que ir Anita. —le dio la espalda y se fue.

Ana se lo hizo pagar caro. Durante casi un mes no lo invitó a su departamento, y para colmo, Federico se tuvo que bancar verla salir de noche con sus prendas más sugerentes, y volver por la madrugada. Varias veces la increpó preguntándole a dónde había ido, a lo que ella respondía que no tenía derecho de saberlo. Todas las noches en que iba a trabajar al edificio le mandaba mensajes, diciéndole lo mucho que deseaba poseerla, y pidiéndole que lo entienda, que no es que no la quiere, simplemente no quería arruinar su matrimonio. Ella le respondía que él solo la quería de puta, así que se podía ir a coger con la gorda de su esposa o con la negra con quien estaba saliendo. Él le juraba y perjuraba que ella era su única amante, pero de nada le servía.

Una vez Ana se excedió. No conforme con refregarle en la cara que salía por las noches con quien sabe quién, para que a Federico no le quepe duda de que estaba siendo atendida por otros hombres, llevó a su macho de turno al departamento, ante la mirada atónita del vigilante. Él intento convencerse de que sólo era un amigo, o un pariente. Pero su autoengaño no se podía sostener. Ana había aparecido a las doce de la noche con un hombre veinte años mayor que ella, un viejo, que seguramente estaba pasando una noche como hace mucho no la pasaba. Para quitarse las dudas dejó su puesto, y subió, sigiloso por las escaleras, hasta llegar al piso de Ana. No necesitó acercarse a la puerta para comprobar sus sospechas, porque los gritos de ella llegaban hasta el penumbroso pasillo. Ana estaba gozando con la pija del viejo metida hasta la mitad en su culo, y le dedicaba cada gemido a Federico. Él se acercó y vio a través de la cerradura. Ella se había colocado estratégicamente en el lugar ideal para que él pueda observarla. Para Federico fue muy impactante. Sabía que Ana debería tener alguna aventura, pero ver con sus propios ojos, cómo un cincuentón arrugado y peludo la cabalgaba, metiéndole su verga en el culo, era otra cosa. Sin embargo, no podía dejar de mirar, y no lo hizo hasta que el hombre eyaculó en las nalgas de Ana.

Federico bajó, frustrado, se encerró en el baño y se largó a llorar.

En los próximos días fue él quien la ignoró, con un silencio sepulcral.

Ana, consciente de que se había extralimitado, y creyendo que uno de sus amantes preferidos merecía un trato mejor, trató de acercarse nuevamente a él. Lo saludaba, le regalaba sonrisas, le preguntaba cómo estaba, y no volvió a aparecer con otro hombre mientras él estaba de guardia. Incluso evitaba salir por las noches (por supuesto que en esos casos su apetito sexual era saciado durante el día). Pero él seguía ofendido, y sólo respondía con frases cortantes.

Ana ya estaba molesta con la actitud de él. Su ego estaba siendo dañado seriamente. No iba a permitir que nadie la abandone. Era ella quien elegía cuando empezaba y cuándo terminaba una relación. Se encargaría de conquistarlo nuevamente y luego lo cortaría. Ya iba a ver.

Una noche lo llamó por el intercomunicador.

— ¿Podés venir, por favor? Creo que hay alguien rondando el pasillo y tengo miedo. —Era una mentira evidente, pero Federico subió. Estuvo unos minutos en el pasillo, sin ver nada extraño, cuando la puerta del departamento de Ana se abrió, y ella salió a su encuentro, estaba vestida con un short diminuto, y una remera, tenía el pelo revuelto, ya que estaba acostada, pero aun así a Federico le pareció preciosa. Las semanas sin poseerla se habían hecho eternas, y con sólo mirarla su pene se endureció.

— ¿Y…? ¿No había nadie? —Preguntó Ana, en susurros.

— No, quedate tranquila que no pasa nada. —Contestó él.

— Perdoname. —Dijo ella, con su sonrisa más compradora.— Te juro que sentí que había alguien mirando a través de la puerta. Tenía miedo de que alguien quiera entrar a hacerme algo. —Agregó, haciendo puchero.— Gracias por cuidarme. ¿Querés pasar a tomar algo?

— Es mi trabajo cuidarte. Todavía es muy temprano para que entre. Esperame hasta las dos de la mañana, que a esa hora ya está todo el mundo durmiendo

A Ana le sorprendió que no entrara en ese mismo momento, ya que su erección era demasiado evidente, pero le contestó que lo esperaba a las dos.

Todavía faltaban dos horas. Así que se durmió, no sin antes poner la alarma.

Cuando la alarma sonó a las dos menos diez, fue hasta la puerta, le sacó la llave, y la dejó apenas semiabierta, para que él no tenga que tocarle el timbre, y simplemente la empuje para entrar. Le mandó un mensaje a su amante, y él respondió que ya subía. Ana se desnudó completamente. Miró su admirable cuerpo en el espejo. Las curvas eran pronunciadas, como una botella de coca cola, y su cara de nena fiestera reflejaba el sabor de la venganza. Ya vería ese imbécil. Lo llevaría de nuevo al cielo, sólo para sumergirlo en el infierno nuevamente. Se fue a su cuarto y se acostó de costado, con la pierna derecha flexionada, exponiendo sus famosas nalgas.

Escuchó la puerta abrir. Le pareció raro que los pasos sonaran tan cercanos unos de otros. “está tan caliente que viene rapidísimo a cogerme” se dijo Ana, mientras ella misma se excitaba.

Federico apareció en el umbral de la puerta. Estaba serio, pero debajo de su pantalón, su pene luchaba por liberarse. Ana flexionó un poco más su pierna, mostrándole su sexo húmedo. Fue entonces cuando, detrás de Federico, apareció otro hombre.

Ana se sobresaltó. Sin embargo, continuaba de costado en pose sensual.

—¿Y él quién es? —Apenas terminó de preguntar y apareció un tercer hombre.— ¿Qué pasa Fede? —preguntó, un tanto asustada.

Él permaneció en silencio. Mientras los otros dos hombres se acercaban a la cama. Ahora Ana entendía todo, los sonidos de los pasos tan pegados unos de otros, no era porque Federico venía apurado, sino porque en realidad eran tres pares de piernas, que se acercaban sigilosas para poseerla. Uno de los hombres se sentó muy cerca de ella, al lado de su nalga. Ana no hizo nada para alejarse de él, ni cambiar su postura, sólo se limitaba a mirar a Federico con enfado y asombro. Al fin y al cabo, era él quien llevaría a cabo una venganza, y no ella. Que estúpida fui, se recriminó.

Cansado de su amante ninfómana, quien lo humillaba haciéndole ver cómo otros la poseían, llamó a dos de sus amigos violen. El hombre que estaba a su lado era de unos cuarenta años, con el rostro de rasgos bien marcados, aparentaba ser descendiente directo de alguno de los pueblos originarios. Colocó su mano sobre la cadera de Ana. Era áspera, pero mientras se deslizaba sobre sus piernas la sintió suave. El tipo era muy hábil con las manos, deslizaba las yemas de los dedos con fluidez, como moldeando el cuerpo de Ana, hasta posarla en sus nalgas.

— Fede nos habló de vos. —dijo el hombre.

De repente sintió que estaba viviendo un deja vú. Ya habían entrado sin permiso a su casa otras veces. Ya la habían obligado a practicar sexo con quien no quería, y ya le habían dicho esa frase “tal persona nos habló de vos” ¿y qué era lo que hablaban de ella? ¿Acaso decían que era fácil? ¿Qué era una puta? Malditos machistas. Una no puede coger con quien quiere que los hombres ya dan por sentado que te da lo mismo acostarte con cualquiera. La indignación se apoderó de ella, pero seguía en la misma pose, recibiendo las caricias en el culo desnudo.

Como vio que no oponía resistencia el tercer hombre se dispuso a sacarse la ropa. Era un rubio musculoso, que le resultaba familiar. Bastante joven, quizá no pasaba ni los veinte.

— Yo no quiero hacer nada con ustedes. —susurró Ana, y por fin giró su cuerpo evitando que el cuarentón siga tocándole el culo.

— No te preocupes, te vamos a tratar bien. —le dijo este. Ana se había cruzado de brazos, tapándose las tetas, pero el hombre tomó su muñeca, y comenzó a separarlos. Ella pensó que iban a usar la fuerza, pero el hombre separaba sus brazos muy despacio, sin forzarla.— tranquila, te va a gustar.

Ana sopesó la situación. Tres hombres contra ella, una mujer diminuta que no pesaba ni cincuenta quilos. Su única opción era gritar, pero probablemente cuando emitiera el primer sonido le taparían la boca y la lastimarían.

No quería que la lastimen. Tenía pavor a que le desfiguren su precioso rostro. Así que descruzó sus brazos, lentamente, al ritmo que le indicaba el tipo.

Sus tetas quedaron a la vista de todos. El hombre de aspecto aborigen deslizó sus manos ágiles, a través de sus muslos, subiendo despacio, hasta llegar a uno de los pezones. Se lo pellizcó con dos de sus dedos, observando el efecto que causaba en la anatomía de Ana. Sus pechos se hincharon mientras el tipo seguía pellizcándola, y el pezón se endurecía. La cara de Ana reflejó el placer que estaba sintiendo, y sus ojos se desviaron a Federico, quien, todavía vestido, observaba todo con una expresión severa.

El tercer hombre se les sumó. Se había desnudado por completo. Tenía su falo erecto y dos bolas grandes y peludas colgaban de él.

— ¿No te acordás de mí, no? —dijo el hombre mientras se subía a la cama y le arrimaba su poderosa pija a la cara.— me cruzás todos los días, cuando pasás por el puesto de diario, y no te acordás de mí. —agregó el hombre apuntando su mástil a los labios de Ana— Yo me acuerdo todos los días de vos. No sabés las ganas que te tengo. —cuando sintió el glande en sus labios, Ana abrió la boca y el joven rubio le introdujo la verga.

Agarró el tronco con una mano y chupó la pija del hombre, mientras el otro le mordía un pezón, haciéndola estremecer de excitación. Ana pensó que ya que la obligaban a hacerlo, no estaba mal disfrutarlo. El de rasgos aborígenes terminó de comer sus tetas, y fue bajando, dando besos en cada centímetro de su cuerpo, hasta llegar a su sexo. Mientras seguía mamando del rubio, sintió los masajes en el clítoris, comprobando que el hombre era tan hábil con la lengua como con las manos.

El rubio sacó la verga de la boca de Ana y comenzó a golpearle con ella el rostro. Acto seguido eyaculó, desparramando su semen en las tetas y en la cara de Ana. Mientras tanto ella misma estaba llegando a su clímax. Su concha estaba que estallaba. Había empapado la cara del tipo con sus fluidos, su cuerpo se contrajo. Agarró la cabeza del hombre con furia, y acabó en su cara, frotando su sexo con el rostro de aquel desconocido. Lo hacía con furia, pareciera que quería devolverles un poco de la humillación que le estaban haciendo pasar cada vez que, con movimientos pélvicos, refregaba su vagina colmada de fluidos en el rostro de aquel hombre. Sin embargo él, lejos de sentirse agredido por la presión de esa concha, los disfrutaba muchísimo, y se deleitaba tragando los flujos vaginales.

Todavía estaba con los efectos del orgasmo cuando el rubio la hizo girar sobre sí misma dejándola boca abajo. Le dio un mordisco en el culo, y luego enterró un dedo en el ano. Se lo metió una y otra vez, hasta que se le produjo una nueva erección. Agarro con una mano una nalga de Ana, y la separó lo más que pudo de la otra, dejando el orificio a la vista. Arrimó su sexo, y cuando el glande se apoyó sobre su agujero trasero, empujó despacio, haciendo que la parte superior de su verga se perdiera en las profundidades del trasero.

Ana gimió. Federico seguía observando, y a pesar de que la erección aprisionada por los calzoncillos le producía dolor, no dio señales de querer unirse a la fiesta. Más bien estaba intrigado por saber hasta dónde sería capaz de entregarse Ana a dos desconocidos. Aunque ahora que veía nuevamente cómo otro hombre la penetraba por el culo, ya no le cabían dudas, y a pesar de estar disfrutando del espectáculo, no podía evitar sentirse decepcionado. ¿Cómo podía haber puesto en peligro su matrimonio por una mujer como ella?

El rubio le perforaba el culo con vehemencia, ya lo había enterrado casi por completo, y sus bolas peludas chocaban con el culo de Ana cada vez que embestía.

— Esta mina es un infierno. —exclamó, admirado por la resistencia que tenía Ana ante semejante culeada.

Por fin llegó su segundo orgasmo. Sacó bruscamente su sexo de adentro de Ana, lo que le causó dolor a ella, y eyaculó en su espalda.

— toda tuya Alberto. —dijo el rubio, dejando paso a su compañero.— es una experta, se nota que le hicieron el culo mil veces. —comentó, mirando a Federico, que ya se sentía como un marido cornudo.

Al menos sé el nombre de uno de ellos, se dijo Ana, que había escuchado cuando el rubio nombraba al de rasgos aborígenes. Alberto se arrodilló a su espada (todavía tenía el rostro empapado) y apuntó al culo ya dilatado. Una vez que lo metió, apoyó una mano en el hombro de Ana, y con la otra la tomó del cabello. Entonces comenzó a dar estocadas cortas con su espada. La metía una y otra vez, y la verga salía y entraba con una facilidad impresionante. A pesar de ser un poco mayor, tenía la energía de un muchacho, y la cogía con fuerza. Ana no podía evitar largar gemidos de placer cada vez que sentía esa pija dura y deliciosa meterse adentro suyo. Se dio vuelta para mirar a Federico, mientras Alberto se ponía en cuclillas y comenzaba a darle embestidas aún más rápidas. El descendiente de aborígenes se convulsionó y quiso sacar su pija afuera, pero no había podido aguantar el orgasmo, por lo que acabó adentro.

Ana quedó boca abajo. En silencio, esperando que Federico inicie su turno, pero eso nunca sucedió. El rubio se había ido al baño, y volvió con la pija limpia con olor a jabón líquido. Alberto lo imitó y ahora los dos se pararon, erectos, al lado del cuerpo exhausto de Ana.

Ella giró. Abrió las piernas, y con los ojos cerrados recibió otra vez a los dos machos.

Se la cogieron como quien se coge a una mujer dormida. Ana no emitía sonido, ni expresaba sentimiento, salvo cuando se la metían hasta el fondo con violencia. Se turnaron para penetrarla vaginalmente mientras el otro se la metía en la boca. Ella ya no chupaba, ya no participaba, solo se limitaba a abrir las piernas y la boca para que los tipos desahoguen toda su virilidad en ella, con la esperanza de que pronto se cansen y se vayan. Pero tardaron bastante en cansarse, pasaron un par de horas mientras ultrajaban a esa muñeca inanimada. Eyacularon tantas veces sobre ella, que tendría que bañarse durante una hora para quitarse todo el olor a semen. Cada tanto, alguna embestida la sacudía de tal manera que sus ojos se abrían involuntariamente. Entonces podía ver a Federico que la miraba con cara de asco, totalmente decepcionado. Eso enfureció a Ana ¿Qué no veía que la estaban obligando? Pero no tenía energías ni para hablar, así que se limitó a cerrar los ojos y dejar que pase el tiempo, mientras el rubio del puesto de diario, y el hombre de rasgos aborígenes llamado Alberto seguían metiéndose en ella a través de todos sus orificios.

Nunca recordaría el momento en que dejaron de poseerla. Simplemente se despertó en medio de la habitación vacía, recostada sobre su cama de sábanas arrugadas y desordenadas. El intenso olor a sexo todavía persistía en el cuarto, y su propio cuerpo pegajoso atestaba a semen y a sus propios fluidos, aquellos que no pudo evitar derramar. No solo se tuvo que bañar más de una hora hasta convencerse de que ya no olía a la leche de aquellos tipos, sino que tuvo que cambiar las sábanas y limpiar el piso del cuarto con abundante desodorante de ambiente. Y aun así, prefirió dormir en el living, porque, en su cabeza, el olor tardaría mucho más en dejar de sentirse.

Odió a Federico como hace mucho no odiaba a nadie. Ni siquiera a su vecino, aquel que solía abusar de ella, había odiado tanto. Porque su vecino siempre le mostró su faceta perversa, y más de una vez ella misma había entrado en el juego. Pero Federico, en cambio, se había comportado siempre correctamente, hasta parecía quererla. Y ahora le salía con esto. Pero se la iba a pagar caro. El imbécil no sabía de qué era capaz, pero ya se enteraría.

Le mandó un mensaje “Hijo de puta, me las vas a pagar”. Él le contestó en seguida. “¿De qué hablás?”-. Ana se preguntaba si su ex amante, al fin y al cabo no era un demente. “¿de qué hablo? ¡Yo no quería coger con esos tipos!”, le contestó. Y él a su vez le escribió “¿Ah no? No parecía. ¿Y sabés qué? No quiero saber nada más de vos, no puedo creer que seas tan fácil. Caigo a tu casa con dos tipos que ni conocés, y te los cogés hasta el cansancio. Sos una puta. Ya pedí el traslado, no quiero verte más”.

La indignación y la ira de Ana no cabían en su pequeño cuerpo. Gritó muy fuerte y emitió toda clase de insultos. No podía creer tanto descaro. Le iba escribir algo, pero se dio cuenta de que Federico acababa de bloquearla. ¿Cómo fue que todo se dio vuelta? Era ella quien debía haberlo hecho sufrir, y sin embargo, ahí estaba: usada, manoseada, ultrajada, y abandonada. No recordaba haber sufrido tanto.

Pero ya se vengaría. Federico no lo sabía, pero en una ocasión, sin que se diera cuenta, hurgó en su celular y copió el teléfono de su esposa en el suyo.

Buscó el contacto, con lágrimas en los ojos, y comenzó a escribir, cosa que le costó, porque sus manos temblaban por los nervios y la impotencia: “Hola gorda puta, te cuento que soy la amante de tu marido, y si no me crees, te doy algunas pruebas: tiene una bola más grande que la otra, y en su nalga izquierda tiene un lunar grande. Le gusta que le muerdan el pezón y le chupen el cuello. Y bueno, también te cuento que muchas de las veces en que lo llamabas a la madrugada para controlarlo, estaba en mi cama. ¿Qué loco no? Vos pensando que al menos, mientras hablaba con vos podías tener la certeza de que no estuviera con otra mina, pero en realidad, en ese mismo instante, estaba conmigo. Él te contestaba porque decía que no quería que te preocupes y que sospeches, pero yo creo que le daba cierto morbo, porque a ver ¿era necesario que yo le chupe la pija mientras hablaba con vos? ¿No sería más natural que al menos te dedicara unos instantes, y luego volviera a la cama conmigo? En fin, me imagino que todavía no terminás de creerme, pero hagamos un experimento ¿recordás que más de una vez, mientras te hablaba, lo hacía entrecortado, como tartamudeando, y un poco agitado? A que eso sólo pasaba en esas conversaciones nocturnas. Bueno, te cuento, eso era debido a que yo hacía gozar con mi legua mientras hablaba con vos, gorda puta. Federico ya está cansado de que sigas aumentando de peso y que no lo cojas con la excusa del bebé. Bueno, eso es todo querida. Ah por si todavía no te convenzo te mando algunas de nuestras conversaciones más calientes. Bye bye”

Ana mandó el mensaje y cuando comprobó que llegó con éxito, una sensación de victoria se apoderó de ella. Esperaba poder destruir el matrimonio de Federico con eso, pero no estaba tan segura. Había mujeres tan idiotas que eran capaz de perdonar infidelidades. Pero de todas formas ya se le ocurriría otra maldad. Definitivamente las cosas no se iban a quedar así.

A pesar de esa parcial victoria con el mensaje a la esposa de Federico, Ana estaba triste y desganada. En parte porque la mujer nunca le contestó el mensaje, aunque sí le constaba que lo había leído. Y en parte también, porque no se quitaba de la cabeza la manera en que fue ultrajada por esos dos tipos. Para colmo, el rubio del puesto de diario trabajaba en una esquina muy cercana a su departamento. Ella trataba de evitarlo, y cuando tenía que ir a un lugar que quedaba en dirección a ese puesto, daba vueltas para no ver al tipo. Pero así y todo más de una vez se lo cruzó por la calle, cosa que la asustó. Pero él sólo se limitaba a mirarla con una sonrisa cómplice, y no decía nada.

A toda esta situación se le sumó un nuevo disgusto. Sucedió en una de sus clases de violín con su alumno/amante, Facundo. Él la notaba rara. No sospechaba que su actitud un tanto arisca se debía a que su otro amante la había entregado a dos desconocidos, pero definitivamente percibía algo turbio en el aire. Facundo era el único de sus amantes que se creía único. Ella nunca se lo prometió, sino que él simplemente lo asumió. Era muy joven y estaba enamorado, y no podría asimilar el hecho de que una mujer que parecía corresponderle, al menos en la cama, necesitara de otros hombres. Pero no podía estar más errado, y fue recién a los pocos días de aquella violación, cuando comenzó a sospechar.

Llegó a la conclusión de que Ana le ocultaba algo. Estaba muy distante, y si bien no le negaba el sexo, estaba diferente, mucho menos activa. Simplemente dejaba que el chico le hiciera lo que quisiese, pero no se mostraba entusiasmada.

En un momento Ana fue al living a atender el teléfono fijo, ya que llamaba otro alumno para cancelar la clase. Y entonces, Facundo, en un impulso, agarró el celular de su amante y lo inspeccionó.

Quiso la triste casualidad que no se topara con el mensaje que le mandó a Federico, acusándolo de haberla violado, porque si fuese así, probablemente, el chico sentiría un instinto de protección hacia Ana, y en lugar de alejarse, se uniría más a ella. Pero no fue eso lo que sucedió, sino que vio mensajes con otros hombres. Entre ellos estaba uno que le escribió su sobrino “Mañana clase de violín, te confirmo mi presencia, y espero que me esperes hecha una puta, como me gusta”.

Fue como un balde de agua fría. O mejor, como un balde de cubos de hielo, que no solo lo congelaban sino que lo golpeaban. Si el hecho de saberse engañado era doloroso, el saber que con el otro amante usara el mismo mudus operandi que con él era abrumadoramente humillante. Además ¿quién era ese tipo? ¿Dónde lo había conocido? ¿Cómo se atrevía a ensuciar su nido de amor con su esperma, y cómo era que Ana le hacía esto? Eso era lo que se preguntaba una y otra vez ¿cómo y porqué Ana le hacía esto? En su ofuscación no reparó en el detalle de que el tipo del mensaje estaba agendado como sobri, y de todas maneras su personalidad ingenua no le permitiría desentrañar la obvia verdad. Lo que sí logró descubrir fue la existencia de otros dos amantes, que en los mensajes le agradecían lo agradable que la pasaron, y la felicitaban por lo bien que chupaba la pija. Otra cosa que le impactó mucho, fueron los propios mensajes de Ana, los cuales eran tan vulgares como los que recibía. “A mí también me gustó estar con vos, tenés una linda pija, jaja” le contestaba a uno de sus amantes. “Vení a clases que te voy a enseñar una posición que nunca hiciste” le contestaba a su sobrino.

Ana volvió a la habitación y encontró a Facundo con el celular en la mano y con la mejilla bañada en lágrimas.

— ¡Puta traidora! —le gritó. Parecía tan furioso que Ana pensó que le iba a pegar, pero sólo se limitó a pasar al lado de ella, con la velocidad de un rayo, esquivándola, como si fuera una leprosa, y salió de su casa, y de su vida, dando un portazo.

El chico no la llamó en los siguientes días, cosa que la sorprendió. No sabía que podía ser tan orgulloso. Esto le dolió a Ana, pero se rehusaba a pedirle disculpas. Al fin y al cabo ella no había hecho nada. Quería a Facundo, pero era muy inocente, y aunque era bueno con ella, esa bondad se sustentaba en su ingenuidad.

Pensó en llamarlo, pero decidió no hacerlo. A diferencia de Federico, él no merecía que lo lastime, así que por una vez se tragó su orgullo y aceptó el abandono.

Ahora su único soldado leal era su sobrino Daniel. Pero no estaba tan segura de eso. Cuando algo salía mal en su vida, solía tener un efecto contagio en todos los demás aspectos de la misma. No le extrañaría que su sobrino le salga con alguna cosa rara, ni tampoco se sorprendería si de repente su vida laboral se veía afectada.

Hace algunos meses se había hecho amiga de una de las nuevas músicas de una de las orquestas donde trabaja. La invitó a su casa. Comieron pasta, tomaron cerveza, y de postre helado de cereza y chocolate. Finalmente se quedaron horas charlado, hasta que Ana se animó a revelarle parte de la verdad. Le confesó su insaciable apetito sexual, y su inevitable tendencia a dejarse usar por los hombres. No le dijo lo que le sucedió con Federico porque estaba segura de que iba a insistirle en que haga la denuncia, y ella no quería saber nada de eso. Además, sabía que no tenía pruebas contra ellos.

La chica se llamaba Micaela.

Existe algún tipo de acuerdo tácito entre las personas, un imperativo social, una norma ética, o como quieran llamarla, que dice que las personas lindas se deben juntar con las lindas y los feos con los feos. Esto se puede explicar de mil maneras, pero no viene al caso. La cuestión es que Ana no parece escaparse de este cliché, y siendo una mujer tan hermosa como es, no podía tener como amiga a un bagayo cualquiera. Y Micaela estaba lejísimos de ser un bagayo. Si no se dedicaba a tocar el violín, bien podría dedicarse a modelar. Su cuerpo carecía de las curvas de vértigo del de Ana. Era más armónico, de una belleza más sutil. Su piel marrón era tan exquisita como la tez blanca de Ana. Su rostro parecía estar siempre sonriendo y sus ojos oscuros observaban todo con perspicacia. Su trasero, lindo para cualquier macho que la viera, quedaba un poco ensombrecido por el escultural culo de su amiga, pero sus piernas eran ya otra cosa: torneadas, sin imperfección visible, e interminables. El diminuto short y la remera musculosa que llevaba puesto dejaban mucha piel al descubierto y le daban una sensación de desnudez. Ana había encontrado una mujer que rivalizaba con su belleza, pero no podía evitar que le caiga bien, era muy dulce, sabía escuchar y decir las palabras justas, y también sabía sacarle sonrisas en los momentos más necesarios. Además, tenía una manera de expresarse físicamente que a Ana le encantaba. Cuando la saludaba le envolvía el rostro con las manos, y le daba un dulce beso en la mejilla. Y cuando conversaban animadamente su mano iba a posarse en las piernas de Ana de una forma muy natural, sin hacerla sentirse invadida. Y cuando la veía estresada le hacía masajes en el hombro, los cuales la relajaban.

Estaban sentadas viendo una serie en Netflix (la cual estaba pausada mientras hablaban), cuando Ana le contaba sus desventuras amorosas y sexuales. Micaela no dijo nada al principio, sólo se limitó a abrazarla. Ana sintió el calor del cuerpo de la morocha envolviendo el suyo. Sus pechos se juntaron. Micaela acariciaba su cabello y espalda, luego se separó un poco de ella y envolvió el rostro de su amiga, igual a como lo hacía cuando la saludaba, sólo que esta vez no la soltó, sino que le habló con la voz baja, en un tono dulce, sin despegarse de ella.

— Pero vos tenés que alejarte de esos tipos Anita… —le dijo.— no está mal que te guste tanto el sexo. A mí también me encanta. —dijo, y sus ojos oscuros brillaron.— pero no tenés que estar con esos tipos que creen que a las minas que les gusta el sexo, como nosotras, somos unas putas. —la miraba a los ojos. Ana le sostenía la mirada y sentía que en el mundo sólo estaban ellas dos. De repente sintió unos masajes circulares justo detrás de las orejas, lo que ayudó a que se relajara.— Yo te voy a presentar a unos amigos que saben muy bien cómo tratar a las chicas, quedate tranquila. —deslizó una mano por su mejilla sin dejar de masajearle detrás de la oreja con la otra, le corrió un mechón de pelo y le secó la cara ya que sin que Ana se diese cuenta, había empezado a llorar.— tranquila amiga, ya vas a salir adelante —le dijo, y sin previo aviso le estampó un beso en los labios. Ana se sorprendió pero no se molestó en absoluto. Micaela notó su estupefacción y largó una carcajada.— tranquila, no soy torti. Sólo me dieron ganas de besarte, nada más.

— Todo bien. —dijo Ana. Que por primera vez en mucho tiempo no sabía qué hacer. Se sentía muy cómoda con su amiga, pero su instinto sexual estaba despertando. Nunca había estado con una mujer, pero le daban muchas ganas de que su amiga repita ese beso y que esta vez lo extienda por más tiempo. Incluso estaba muy tentada a tomar la iniciativa y ser ella quien esta vez le estampe un beso. Sin embargo Micaela era impredecible, Ana no sabía cómo reaccionaría por lo que optó por reprimirse.

Aun así, seguían con los cuerpos enlazados en un tierno abrazo.

— Mirá que alguno de los chicos que te voy a presentar fueron mis chongos. ¿No te molesta no? —comentó Micaela.

—No. No me molesta. Tampoco me voy a casar con ellos. —dijo Ana riendo.— pero no estoy segura de querer conocer más tipos.

— Quedate tranquila que te van a caer bien y si no te gusta, no hacés nada, y listo.

Ana rio para sí misma. Si Micaela todavía era un misterio para ella, Ana también lo era para su amiga. Si salía con un tipo era casi imposible terminar la noche sin un polvo. De hecho, el solo pensarlo la estaba excitando. Siguieron hablando toda la noche, y Micaela le mostró los perfiles de varios de sus amigos para que Ana fuera eligiendo. Cuando por fin la convenció de salir el fin de semana próximo, durmieron juntas.

Ana tuvo que levantarse más de una vez a la madrugada, para masturbarse en el baño. No le quedó otra que admitir que acababa de descubrir su bisexualidad.

Salieron como lo habían acordado, el sábado a la noche. Micaela fue a casa de Ana y ahí se cambiaron y maquillaron. Ana llevaba un pantalón de jean que se adhería perfectamente a su cuerpo y resaltaba las infartantes curvas de su cadera y su trasero. Arriba vestía una blusa blanca de hombros descubiertos. Micaela optó por ponerse uno de sus diminutos shorts que resaltaban sus impresionantes piernas. Esta vez era uno blanco con flores azules y rojas, y arriba una musculosa negra

— Que linda estás. —le dijo Ana a su amiga, sinceramente admirada por su belleza.

— Vos, también. Mirá lo que es ese culito. —contestó Micaela, pellizcando el trasero de Ana.— Andrés se va a volver loco cuando te vea. —agregó.— y acordate amiga, si no te gusta, por favor no te acuestes con él. Yo voy a estar ahí para cuidarte. —le dijo, y desde atrás envolvió su cintura con sus brazos y le dio un beso.

Los hombres pasaron a buscarlas en auto y las llevaron a un bar. La cita que le había preparado su amiga, el tal Andrés, era un hombre de unos cuarenta años, con abundantes rulos, que estaban peinados de una forma desprolija. Los botones desabrochados de su camisa dejaban ver el frondoso vello de su tórax. No era particularmente bello. Pero resultaba interesante. Sabía mucho de literatura, y conocía muchos lugares, ya que le encantaba viajar. Y por lo que Ana dedujo, no le gustaba mucho trabajar. Era un bohemio que era feliz con cosas simples: un departamento en un barrio tranquilo, un asado con los amigos, una birra cada tanto, y una mujer calentándole la cama de vez en cuando. Le cayó bien, a pesar de que se puso un poco aburrido cuando empezó a hablar de las series que veía. Además, su estatura presagiaba un miembro viril de tamaño importante.

Se notaba que el tal Andrés no era tan amigo de Micaela como había pretendido que Ana crea. En realidad, Micaela era una vieja conocida de Joaquín, el tipo que casi seguro terminaría adentro de ella en unas horas. Andrés era amigo de Joaquín y de ahí conocía a Micaela, quien, por algún motivo estaba convencida de que era el hombre ideal para su solitaria amiga.

Ana no creía que Andrés fuese su hombre ideal. Lo veía demasiado tierno, demasiado bueno. Y ella era un infierno, que estaba acostumbrada a las relaciones viscerales, y tormentosas, porque creía que la pasión y el dolor no podían separarse. Sin embargo, para pasar la noche no estaba mal.

Tomaron bastante cerveza en un bar elegante de Ramos Mejía, cosa que influyó en el ánimo de Andrés, quien de otra manera no se hubiese animado a intentar besar a Ana cuando estaban jugando al billar. Ella lo rechazó, pero ambos sabían que en próximos intentos no le iría tan mal al hombre.

La noche terminó, al menos en apariencia. Joaquín ofreció llevarlas, y Micaela, aunque no fuese la dueña de casa, una vez que llegaron, los invitó a tomar un último trago en la casa de Ana.

Su amiga y su amigovio se pusieron cariñosos y comenzaron a darse besos en medio de la cocina. Cuando la cosa se puso muy caliente fueron al sofá a hacer el amor.

Andrés y Ana quedaron solos en la cocina. Él parecía nervioso, pero tuvo el coraje suficiente como para agarrarla de la cintura y traerla hacia él. Ana esquivó el primer beso, pero en el siguiente intento sus labios se fundieron en un sensual beso francés.

Le molestaba un poco la barba frotándose con su rostro, pero besaba bien. Ella comenzó a sentir la excitación de Andrés, ya que su miembro se iba endureciendo mientras estaba apoyado en el cuerpo de Ana. El tipo acariciaba su espalda con pasión, y cada tato sus manos bajaban hasta encontrar las nalgas. Era obvio que a Andrés le hubiese encantado posar sus manos en el culo por tiempo indefinido, pero por respeto, y para no parecer un adolescente onanista, solo lo acariciaba de pasada.

— Me gustás muchísimo Ana. Te juro que hace mucho no siento una conexión tan fuerte con alguien.

Ana no sabía si creerle, además, ¿de qué conexión hablaba? No tenían nada en común más que las ganas de cogerse el uno al otro en ese mismo instante. De todas formas, le gustaba que le endulcen el oído.

— ¿Ah, sí? —dijo Ana.

— Te lo juro. Sos una mujer increíble: inteligente, misteriosa, y muy hermosa. —Dijo Andrés, para luego darle otro beso.

Como vio que el tipo era un poco lento, Ana tomó la iniciativa.

— Vamos a mi cuarto. —propuso. Lo agarró de la mano, y lo llevó hasta su habitación.

Mientras cruzaban el pasillo escuchó los gemidos de Micaela que estaba sentada en el sofá, con las piernas abiertas, mientras Joaquín estaba arrodillado succionándole el sexo.

Andrés comenzó a desvestirla. Le quitó la blusa, y luego se sacó la remera. Le bajó despacio el pantalón, dejándola sólo en ropa interior, para luego quitarse el suyo. Le bajó la bombacha, muy suavemente, con una delicadeza que Ana no conocía. Sentía su respiración, y el aire chocaba con su piel, haciéndola estremecer. Luego le quitó el corpiño. Acarició sus tetas, y apoyó su miembro viril sobre su trasero. Efectivamente, tenía un tamaño importante. Ahora le estrujó las tetas y apretó más su cuerpo con el de ella. Corrió el pelo a un costado y le dio un chupón al cello. Ana ronroneaba como gata en celo, y frotaba sus nalgas con la verga de Andrés. Él la hizo acostarse boca arriba y comenzó a besar todo su cuerpo. Primero le dio muchos besos en la boca, mientras le acariciaba las tetas de una forma tan intensa como delicada. Besó su cuello y sus pezones, y frotó su rostro barbudo por toda su piel olfateando el delicioso aroma de mujer. Besó su ombligo, y devoró sus piernas, para finalmente llegar hasta su vagina.

La descubrió mojada. Muy mojada. Usó sus dedos y abrió sus labios con facilidad. Lamió sus muslos y en seguida fue a por el sexo, saboreando los flujos que ya había largado. Enterró un dedo. Ana gimió. Andrés comenzó a masajear el clítoris sin dejar de meterle el dedo. Ella se hacía masajes en las tetas mientras Andrés le practicaba sexo oral. Del living le llegaban levemente los gemidos de Micaela, cosa que la excitó aún más.

No tardó en acabar, derramando sus flujos en la cara de Andrés. Su barba abundante brillaba. Quiso ir a limpiarse, pero Ana sintió la necesidad apremiante de chuparle la pija. Cambió de posición, esta vez ella arriba, y comenzó a chupar. El tamaño y la forma de la verga, de alguna manera la fascinaban tanto, que disfrutó de mamársela como hace mucho no la hacía. Pero él no la dejó terminar. Se puso el preservativo, y comenzó a penetrarla. Toda la delicadeza y el tacto que había demostrado hasta hace unos instantes, desaparecieron por arte de magia. Una vez que introdujo su verga en el sexo de Ana, se convirtió en un animal salvaje. La agarró de las tetas con vehemencia, y comenzó a penetrarla violentamente. La cama se movía, avanzando centímetro a centímetro debido a la potencia de los movimientos. Ana le seguía el ritmo. Si le había gustado la caballerosidad con que la había tratado hasta ahora, las maneras bestiales con que ahora la poseía le gustaban aún más.

Copularon como locos durante mucho tiempo. En un momento pareció que él había acabado, pues había largado un grito fuerte y largo, pero la pija seguía dura, y no paró de embestir hasta que la propia Ana explotó en un orgasmo violento.

Agradecía el momento en que había conocido a Micaela. Hace mucho que o había estado con un tipo que se preocupe por el placer de la mujer con quien está, tanto como por su propio placer.

Quedaron un rato abrazados, en cucharita. Él le susurraba preguntas al oído, y y de esa manera la fue conociendo un poco más. Mientras ella le contestaba, él acariciaba su piel en cámara lenta, recorriéndola en toda su extensión.

Al rato estaban otra vez cogiendo, y ya parecían viejos amantes. Ana se preguntaba si no había encontrado el reemplazo ideal para Federico. Andrés parecía ser todo lo que el vigilante nocturno pretendía ser: Maduro, amable, y buen amante. Pero era demasiado pronto para llegar a conclusiones tan optimistas. Los hombres siempre eran buenos cuando buscaban metérsele en sus pantalones, pero luego mostraban su verdadera cara.

Cuando acabaron, terminaron abrazados nuevamente, acariciándose en silencio. Entonces Ana preguntó algo que perturbó a Andrés.

— ¿Tenés novia?

— Si. —le respondió, luego de dudar unos segundos.

— Pero seguro que no estás bien con ella, y por eso te cogés a otras ¿no? —preguntó Ana irónicamente, conociendo las excusas que suelen inventarse los hombres para justificar sus infidelidades.

— Si. Tal cual. Hasta hace poco nos llevábamos bien, pero…

— No me importa. —interrumpió Ana, ya que no estaba interesada en escuchar la historia de Andrés con su novia cornuda.— y no necesitás inventarte excusas. —agregó.— cada uno hace lo que quiere. A ver cómo está tu amigo. —dijo, y comenzó a acariciar la pija de Andrés hasta que empezó a empinarse por tercera vez. Acto seguido se la llevó a la boca, y no paró de mamarla hasta succionarle la última gota.

Andrés y Joaquín se fueron cuando el sol ya se estaba poniendo. Por suerte para Ana, los domingos no trabajaba, y ese día en particular no tenía nada que hacer. Así que podía dormir hasta la hora que quisiera.

Ofreció a Micaela a quedarse a dormir, a lo que la chica aceptó de inmediato. Pero luego Ana se dio cuenta que esta situación le planteaba una disyuntiva. ¿Dónde dormiría Micaela? No le podría decir que duerma en el sofá, teniendo una cama tan grande. Sin embargo, la atracción que sentía hacia ella iba in crescendo cada vez que compartían más tiempo. Y de hecho, escucharla gemir y acabar mientras ella misma era penetrada por Andrés, la habían excitado muchísimo. La seguridad que tenía ante los hombres se evaporaba tratándose de mujeres. ¿Y si Micaela no era bisexual como Ana había asumido? ¿y si ella misma no lo era?

— Uso el sofá —dijo Micaela, como si le hubiese leído la mente. No lo había preguntado. Pareció que quería sacarle el peso de tener que decidir, sin embargo, Ana no iba a dejar que su amiga duerma incómoda debido a su propia inseguridad.

— Cómo vas a dormir en el sofá Mica, vení, vamos a la cama.

Ambas tenían el pelo húmedo y olían a shampoo y jabón, ya que se acababan de bañar.

Micaela se durmió inmediatamente. Cosa que decepcionó a Ana. Ambas dormían con una remera vieja (Ana le prestó una a Micaela) pero de la cintura para abajo sólo vestían su ropa interior. Hacía calor, pero como el aire acondicionado enfriaba la habitación, se taparon con la manta. Micaela dormía como un ángel. Su respiración y el gorjeo de los grillos, era lo único que se escuchaban en la noche.

Ana no podía dormir. Una línea invisible la separaba de la mujer que deseaba. ¿Y si la tomo, y ya? Se preguntó. Pero siempre odió a los hombres que hacían eso con ella. Le gustaría haber intentado seducirla. Pero ya tendría tiempo para eso. Sería sutil. Le robaría algún beso como Micaela misma había hecho. Le diría cosas lindas, la acariciaría con cariño, y traspasaría el límite de la amistad, casi imperceptiblemente, a ver hasta dónde se lo permitía Micaela.

Perdió la noción del tiempo. No podía pegar ojo, y ahora que la luz natural entraba al departamento, el cuerpo esbelto de Micaela, con ese color marrón de bronceado perfecto, aparecía ante sus ojos, y no quería apartar la vista de ahí. ¿Hace cuánto que no sentía que una conquista era imposible, o al menos improbable? Ciertamente, hace mucho. Sin pensarlo, corrió la manta para verla mejor. Tenía unas tetas pequeñas pero perfectas. Arriba de su labio superior tenía un pequeño lunar en el que no había reparado. Su cabello lacio, color azabache, era la envidia de cualquier mujer. Y sus piernas… Sus piernas eran simplemente increíbles.

— ¿Qué hacés? —la voz de Micaela la tomó desprevenida. Los ojos oscuros brillaban y se clavaban en los suyos.— ¿Me estás espiando? —dijo, risueña, más adorable que nunca.

Ana la abrazó, y besó sus labios. Micaela no opuso la menor resistencia, así que Ana le dio otro beso, y esta vez le metió la lengua en la boca. Micaela acompañó el beso con masajes linguales. Sus cuerpos se aferraron el uno del otro. Sus manos parecieron multiplicarse, porque se tocaban en todas las partes de sus cuerpos casi al mismo tiempo.

— Me gustás mucho. —susurró Ana.— Me gustás mucho, mucho. —repitió.

— Vos también. —le dijo Micaela. Peinó con sus manos el cabello de Ana hacia atrás y le dio muchos besos: en la mejilla, en los pómulos, en la nariz, en el ojo, en la boca. Una y otra vez.— Vos también me gustás mucho.

— Te quiero comer la concha. Quiero saber cómo sabe. —dijo Ana.

— Entonces comémela. —la invitó Micaela, y acto seguido se deshizo de su ropa interior.

Ana le comió la concha, y le gustó. Saboreó el fluido femenino que tantas veces había derramado en la cara de sus machos. Como le habían hecho sexo oral mil veces, sabía perfectamente cómo le gustaba a las mujeres que se lo hagan. Luego Micaela le devolvió el favor, produciéndole el cuarto orgasmo de esa madrugada. A continuación, usaron sus manos. Micaela era muy hábil con los dedos. Su índice se enterró en el culo de Ana, y el dedo medio de la otra mano hurgó con vehemencia en el sexo. Estaban en una posición complicada de describir, sus cuerpos estaban enredados, como atados en un nudo extraño. Ana se las arregló para explorar las profundidades de su amiga mientras ella misma era penetrada. Estaban exhaustas pero el deseo mutuo les producía una energía inagotable. Se saciaron de sexo, se empacharon de concha, se conocieron hasta el último rincón del cuerpo, y entraron la una en la otra hasta donde sus dedos se lo permitieron.

Cuando ya no daban más, durmieron abrazadas, hasta que se hizo la noche.

Si Andrés sería el reemplazo de Federico, Micaela sería el de Facundo, ya que su relación se basaba tanto en la atracción física como en la ternura que una despertaba en la otra. En pocas semanas se convirtieron en excelentes amantes, y en mejores amigas. No existían celos entre ellas, y tampoco competían. Se contaban todo, no por obligación o fidelidad, sino porque disfrutaban mucho compartir con la otra. Ana le contó sobre su relación incestuosa con su sobrino Daniel, cosa que asombró y fascinó a su amiga por igual. También se animó a confesarle lo que había sucedido con Federico aquella noche en que se había presentado con dos desconocidos. Pero Micaela no pareció interpretarlo como un abuso de parte de los hombres, ya que, según entendía, Ana no había sido lo suficientemente contundente al negarte.

— A ver, ¿Por qué no gritaste?

— No sé. Creo que tenía miedo a que me lastimen.

— ¿De verdad fue por miedo? ¿O en el fondo te calentaba pasar por una situación así? —Ana quedó en silencio.— además no es la primera vez que te pasa ¿no? Con tu vecino te pasaban cosas. Decime una cosa, mientras esos tipos supuestamente abusaban de vos. ¿En algún momento te excitaste?

Ana guardó silencio, y Micaela lo tomó por una respuesta.

— ¿Ves? Vos en el fondo disfrutás de eso. Lo sufrís, pero lo disfrutás. Pero tenés que tener cuidado Anita. —acarició su mejilla y le dio uno de esos besos tiernos que tanto le gustaban a Ana.— tenés que tener cuidado, que el que juega con fuego, se termina quemando.

— Está bien, tenés razón.

Esa conversación le sirvió para aceptar que había algo malo en ella, pero su encono con Federico y con los otros dos tipos seguía inamovible en su interior.

Con Micaela a su lado comenzó a disfrutar la vida de nuevo, y otra vez creyó tener el control sobre su destino. Pero cada tanto una alerta se activaba en su cabeza. En cualquier momento todo se desmoronaría, y debía estar preparada para eso.

Pero mientras tanto se dejaba llevar por su nueva etapa lésbica. Se enamoró del olor a cajeta sin olvidarse del denso aroma a pija. Disfrutó de Micaela sin privarse de las vergas que se le antojaba comer. Y lo mejor de todo era que las compartían. El encuentro con Andrés y Joaquín se repitió, pero esta vez, luego de haber acabado, Ana se fue al living, donde Joaquín acababa de copular con su amiga, y Micaela fue al encuentro de Andrés, que observó atónito, como la morocha infernal aparecía ante él, desnuda, y se le abalanzaba como pantera a su presa. Los machos gozaron al cogerse a la amante del otro, y coronaron la noche observando como las dos mujeres hacían el amor ante sus incrédulos ojos.

Vivieron la vida loca durante un tiempo que pareció interminable. Incluso, Ana, exceptuando a su sobrino, con quien se veía de vez en cuando, pareció cambiar de tal manera que los fantasmas del pasado, quedaron ahí, en el pasado.

Pero aquel presentimiento que se apoderaba de Ana, especialmente en su momento de soledad, no eran en vano.

Ana compraba el pan en la panadería del barrio, cuando oyó que alguien la saludó.

— Hola linda. —le susurraron desde atrás, mientras ella esperaba al lado del mostrador a que le entreguen el cambio. No le gustó para nada la manera en que la saludaron, sin embargo, giró para ver de quien se trataba.

Su corazón dio un vuelco. Se trataba de Alberto. Aquel tipo que había aparecido con su ex amante Federico, en su departamento. Sus rasgos aborígenes eran más evidentes a la luz del día. Ana no lo saludó, lo que hizo que la mujer que la estaba atendiendo advierta la tensión.

Ana agarró el cambio, y lo metió, apresurada en su billetera. Salió casi corriendo del local, pero la voz de la mujer que la había atendido la hizo parar.

— Señorita, se olvida la bolsa de pan. —le dijo. Ana se sintió una estúpida. Tuvo que dar la vuelta y volver sobre sus pasos. Trató de no ver siquiera al tal Alberto, pero le fue imposible, porque era el mismo Alberto quien tenía la bolsa de pan en la mano, y extendía su brazo para entregárselo, con la sonrisa más falsa que Ana haya visto.

Agarró la bolsa, con repulsión, y se fue del local, sin darle las gracias.

Se preguntaba qué pretendía ese tipo con saludarla como si fueran grandes amigos. ¿Acaso pensaba que se iban a acostar de nuevo? Imposible. Eso nunca pasaría. Pero entonces Ana recordó aquella noche, y tuvo que admitir que, a pesar de que en su cabeza no quería, su cuerpo, como siempre, la había traicionado, y mientras el tipo la penetraba por todas partes, ella gemía incontrolablemente.

Estaba distraída pensando en esto cuando una sombra se puso en su camino.

Era Alberto. Ana se sobresaltó, y nuevamente se dijo que era una estúpida. El tipo tendría que haberla seguido casi a las corridas, ¿cómo no se dio cuenta?

— ¿Qué querés? —Le dijo Ana, seca.

— Quería saludarte, muñeca. —le dijo el hombre, con su sonrisa perversa.— Y quería saber cuándo nos vemos de nuevo. —agregó, lanzando una mirada panorámica a todo el cuerpo de Ana. Una mirada con la que la desnudaba.

— Mirá, lo que pasó esa noche, yo no quería que pase. —le contestó Ana. Estaba nerviosa, y no podía mirarlo a los ojos.— Y ahora tampoco quiero hacer nada con vos.

— ¿no querías hacer nada? —dijo Alberto, para luego estirar la mano y estrujarle la teta.

Ana no podía creer tanto atrevimiento. ¡La estaba manoseando en medio de la calle! Se sacudió para sacarse la mano de encima, pero no se animó a hacer otra cosa.

— No quiero nada te dije. —y en un ataque de ira agregó.— Agradecé que estuviste conmigo una vez, que nunca más te va a dar bola una mina así.

Se dispuso a alejarse de una vez por todas. Y se prometió que, si le ponía las manos encima de nuevo, gritaría lo más fuerte posible y así lo expondría. Pero lo que hizo Alberto fue otra cosa.

— Así que no querías hacer nada. —dijo, sacando el celular del bolcillo del pantalón.— Mirá vos. Estas fotos no dicen lo mismo.

Le mostró el celular, y deslizando la pantalla con sus dedos pasó una foto tras otra. Las imágenes aterrorizaron a Ana. En ellas estaba Ana siendo penetrada analmente por Alberto, Ana siendo penetrada analmente por el hombre rubio del puesto de diario del que nuca supo el nombre, Ana chupándole la pija a uno, Ana chupándole al otro. Ana desnuda cubierta de semen.

Y en ninguna parecía estar siendo forzada.

— Esas fotos las sacó Federico ¿te acordás de él no?

Como no se iba a acordar de ese mosquita muerta hijo de puta. ¡Le había sacado fotos y ella no se había dado cuenta!

— La cosa es muy simple zorrita. Vos hacé lo que te digo, y te salvás de que suba a internet estas fotos.

Ana se estremeció. Ya se imaginaba lo que Alberto quería, pero igual preguntó:

— ¿Qué querés de mí?

— La cosa es simple, ahora vamos a ir a tu casa, y me vas a dar toda la plata que tenés.

La respuesta descolocó a Ana. ¿Le quería robar? ¿Había escuchado bien?

— Más vale que te decidas rápido, me vas a pagar o te cago la vida ¿vos sos docente no? ¿Te imaginás que todos tus alumnos vean tus fotos? Es mejor que me pagues.

— ¿Y yo cómo sé que después no me vas a extorsionar de nuevo?

— Eso no lo sabés zorrita, será cuestión tuya arreglártelas para no caer tan fácil la próxima vez, pero ahora estás jodida.

— Pero ahora no puedo. Además, estoy con alguien en casa, y si se da cuenta que hay algo raro va a llamar a la policía. Mejor te doy la plata en otro lugar.

Ana no mentía. Micaela la esperaba para desayunar, pero de todas formas no era mala idea ganar tiempo y pensar qué hacer. Si se comunicaba con su sobrino, quizá él la ayudaría a sacarse a ese tipo de encima, igual a como había hecho con otros extorsionadores.

— Me importa un carajo, no voy arriesgarme que me hagas una mala jugada. Vamos ahora, sino ya sabés lo que va a pasar.

Ana accedió. Alberto la tomó de la mano y fueron en dirección al edificio. Ana no ocultaba su gesto sombrío y perturbado, con la esperanza de cruzarse con alguien que note que algo raro sucedía y la ayude a librarse de ese tipo. Pero en las pocas cuadras que separaban la panadería del edificio sólo se cruzó a un par de personas que no prestaron mucha atención en ellos. Para colmo, en la portería del edificio no había nadie.

Subieron al ascensor.

— Que linda estás. —le dijo Alberto. Y esta vez le manoseó el culo.

— Soltame. —dijo Ana.— No quiero hacer nada con vos te dije. —agregó colocándose, apretujada, en una esquina del ascensor.— Y es mejor que mi amiga no sospeche que nada raro esté pasando, porque vas a tener problemas. Le voy a decir que sos un amigo mío, y que viniste a buscar algo que te olvidaste la última vez que me visitaste. Entonces te voy a dar la plata y listo. No quiero que Micaela pase por un momento desagradable.

Alberto la tomó de pelo con violencia.

— Acá las reglas las pongo yo, putita.

Ana abrió la puerta del departamento demorando todo el tiempo que podía. Con suerte se encontraría en el pasillo con su vecino. Si ella se lo pedía le sacaría de encima a Alberto. Pero sería una situación en extremo irónica, ya que ese vecino abusó de ella muchas veces, y si de repente se convertía en su salvador, seguramente se sentiría con derecho a tener algo a cambio, y era obvio qué era aquello que consideraría una justa recompensa. Así y todo, Ana deseó con todas sus fuerzas que en ese momento salga su vecino para poder pedirle ayuda a gritos.

Pero eso no sucedió.

Entraron al departamento y la puerta se cerró a su espalda. Ya no había salvación. Ana esperaba que Alberto se vaya apenas le entregue el dinero, pero lo dudaba.

— Mica, te presento a un amigo. —dijo Ana, de la manera más disimulada posible, aunque no pudo evitar un leve temblor en su voz.

— ¡Hola! —saludó Micaela, y le dio un beso en la mejilla a Alberto.— ¿Todo bien Ana? Estás un poco pálida. —dijo después, dirigiéndose a su amiga.

— Si, todo bien, no pasa nada. —contestó Ana, inventando una sonrisa.

— Veo que Ana se consiguió una amiga tan linda como ella. —dijo Alberto, mirando arriba abajo a Micaela, que a pesar de estar en ojotas y ropa vieja, sus sensuales piernas estaban al descubierto, lo que era más que suficiente para excitar a cualquier hombre.

— Gracias. —dijo Micaela, con cierta incomodidad.

— Alberto vino a buscar algo y ya se va. —intervino Ana.— Esperame un cacho que voy hasta el cuarto y vengo. ¿Vamos Alberto?

— ¿Pero cuál es el apuro? Andá tranquila que yo me quedo acá conociendo un poco mejor a tu amiga. Te la tenías escondida eh. —Dijo, con la sonrisa libidinosa más asquerosa del mundo.— Además creo que me voy a quedar a desayunar. Me agarró mucha hambre de repente.

Se produjo un momento de tensión extremadamente densa. Micaela se cruzó de brazos cubriéndose el pecho, en un gesto espontáneo, pero sus piernas seguían desnudas y Alberto no paraba de deleitarse con ellas. Ana no atinó a decir nada por un rato. No sabía de qué era capaz Alberto, y esa incertidumbre la aterrorizaba.

— Ya vengo. —dijo por fin, y fue hasta su cuarto a juntar todo el dinero que tenía. Justo el día anterior había cobrado de varios alumnos, y había otro tanto para pagar cuentas, pero no le quedaba otra. Lo más importante era sacárselo de encima en ese momento. Ya vería más adelante cómo impediría que la siga extorsionando.

— ¿De dónde conocés a Ana? —Preguntó Alberto a Micaela. Ella estaba sentada en el living, y ante la mirada intensa del tipo contrajo su cuerpo en una esquina, igual a como lo había hecho Ana hace unos momentos.

— Tenemos un amigo en común. —le contestó.

— Un amigo en común. —repitió Alberto, y fue a sentarse a su lado. Esta vez le miraba las piernas con descaro, y humedecía sus labios con la lengua.

— Sí. Eso dije. —Dijo Micaela con sequedad.

— ¿Y por casualidad se cogen a ese amigo en común? —inquirió él.

— ¿qué? —se sobresaltó Micaela.

— Tranquila, yo conozco a Anita y estoy seguro de que vos sabés muy bien lo puta que es. Y estoy igual de seguro de que vos también sos una puta que se acuesta con cualquiera. —le dijo, sin inmutarse en lo más mínimo. Acto seguido, acarició sus piernas desde las rodillas hasta el muslo.

Micaela, estupefacta, sólo atinó a reaccionar cuando los dedos estiraban la tela del short, buscando desnudarla.

— ¿Qué hacés? ¡Estás loco! —le gritó, y se apartó de él bruscamente, poniéndose de pie.

Ana la escuchó desde su cuarto, pero no acudió inmediatamente. Se le había ocurrido una idea. Alberto cometió el error de dejarla sola, así que pediría auxilio. Debía decidirse entre llamar a su sobrino, o a su vecino desquiciado, porque si llamaba a ambos la situación se tornaría más compleja de lo que ya era. Debería dar demasiadas explicaciones. Finalmente se decidió por llamar a su vecino, ya que sería el que más rápido llegaría. Pero le daba ocupado, así que dejó un mensaje de voz. De todas formas intentó llamar de nuevo, pero ahora oyó otro grito, y esta vez era un grito de terror.

— ¿Qué pasa? —dijo Ana, apareciendo en escena con el sobre lleno de dinero en su mano. Entonces vio atónita lo que sucedía. Alberto había sacado un facón y apoyaba el filo en el cuello de Micaela.

— ¿Que hacés? ¡dejala en paz! Acá tengo lo que querías. —le tiró el sobre, el cual cayó a los pies del hombre.— agarralo y tomatelás de una vez.

— De acá no me voy sin antes divertirme con ustedes zorritas.

Finalmente lo que Ana temía estaba sucediendo. El hijo de puta no se iba a ir sin violar a ambas.

Micaela lloraba y temblaba de miedo. A Ana se le estrujó el corazón. Su amiga no estaba acostumbrada a lidiar con situaciones tan violentas, pero ella sí, así que en un acto de amor y heroísmo dijo:

— Dejala en paz. A mi podés haceme lo que quieras, pero a ella no la lastimes. Por favor, no la lastimes. —y para su sorpresa ella sintió sus propias lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Pero lo único que consiguió como respuesta fue una desagradable carcajada de Alberto.

— No te hagas la dramática. A vos ya te conozco bien, sé lo fácil que sos. Pero ni sueñes que la putita de tu amiga se va a salvar.

— Por favor, no me lastimes. —Rogó Micaela.— Por favor.

— ¿vas a hacer lo que te diga?

— No, por favor, no quiero que me violes. —dijo, con un llanto desesperado.

Alberto presionó con más fuerza el filo del facón, y un hilo de sangre surgió de una fina abertura del cuello.

— ¡Dejala infeliz! —ordenó Ana.

— Vos quedate quieta, mirando cómo me cojo a tu amiga, o le rebano el pescuezo ¿entendiste?

Ana titubeó, y finalmente optó por no interceder. No le quedaba otra. El desgraciado de Alberto tenía unos ojos de loco de atar, no le cabía duda de que cumpliría con su promesa.

— Vos arrodíllate. —Ordenó a Micaela.— ¡Arrodillate carajo! —ella lo hizo a regañadientes. Alberto bajó el cierre de su bragueta. — ahora me vas a hacer el mejor pete de tu vida, si es que querés seguir viviendo.

— Por favor, no me obligues, por favor. —rogaba la pobre chica. Con lágrimas y mocos en toda la cara. Ana no podía más de la angustia. Tenía ganas de gritarle a su amiga: ¡chupale la pija igual a como chupaste otras, no seas tonta! Pero sabía que no ayudaría en nada, porque Micaela no era como ella.

De repente Micaela, a desgana, con miedo y asco, pero resignada, abrió la boca para recibir el miembro venoso de Alberto. Pareciera que escuchó los pensamientos de Ana, y se dispuso a chuparle la verga igual a como lo haría con cualquier otro. Lo agarró de la base del tronco, y chupeteó con maestría la parte superior. Las lágrimas seguían cayendo de sus ojos, pero no dejaba de chupar por nada del mundo. Quería hacerlo acabar lo antes posible. Se limpió los mocos con la mano, y siguió chupando.

Ana se odió a sí misma cuando notó su excitación al ver esa chota viscosa entrar y salir de la boca de su amiga y amante.

— Vos también vení acá. Zorra. —le ordenó Alberto. Ahora tenía la punta del facón apuntando la espalda de Micaela, mientras ella, arrodillada, se la mamaba. Cualquier movimiento en falso y podría atravesarle el corazón. Así que Ana obedeció, y se arrodilló al lado de Micaela.

— Tranquila hermosa. Ya va a terminar. —le susurró al oído. Acto seguido comenzó a lamer las bolas del violador, mientras Micaela seguía mamando verga.

— Así me gusta. Dos putas obedientes mamándomela. Si me viera Federico se pondría a llorar de los celos el pelotudo.

Ana le arrebató la verga a Micaela, y ahora era ella quien se la llevó a la boca. Comenzó a chupar el glande y cuando Micaela intentó hacerlo al mismo tiempo que ella, sus labios se tocaron, e inevitablemente se fundieron en un beso. Alberto no pudo más, y ante semejante imagen eyaculó en el rostro de ambas mujeres.

— Lamele toda la leche de la cara. —Ordenó el hombre.

Ana no tardó en obedecer, y procedió a pasar la lengua por todas las partes del rostro de su amiga, donde había sido salpicada, para luego tragárselo todo.

— Vos también negrita. —le dijo Alberto a Micaela.

Ella titubeó, pero no tardó en hacer lo propio. Al final ambas terminaron limpias, aunque con la cara un tanto brillosa por la saliva.

Alberto quería seguir divirtiéndose, pero entonces alguien golpeó repetidamente la puerta con furia. Alberto se paralizó durante un momento, cosa que Ana aprovechó para salir corriendo y abrir la puerta. Entonces entró su desquiciado vecino, hecho un demonio, y con una pistola en la mano, y Ana lo amó como nunca creía que podría amarlo.

— ¡Soltá el cuchillo, hijo de puta!

Luego todo sucedió muy rápido. Alberto todavía estaba cerca de Micaela, y podría lastimarla, pero ante el arma de fuego se asustó y se desarmó. El vecino se le fue al humo y le dio tal paliza, que la propia Ana tuvo que separarlos y pedirle que deje de pegarle. No era compasión, sino que no quería que un tipo medio muerto salga de su departamento.

Alberto salió corriendo como mariquita. Toda la hombría que tenía ante dos mujeres, y con un arma en la mano, se habían evaporado. Ya no sabrían más de él.

Entonces reparó en Micaela, y se dio cuenta de que las cosas no habían salido tan bien después de todo. Estaba shockeada. La herida de su cuello cicatrizaría pronto, pero sus lesiones psicológicas tardarían mucho más en desaparecer, si es que alguna vez lo hacían.

Luego del suceso, se siguieron viendo durante un tiempo, pero Micaela inventaba cada vez más excusas para cancelar sus citas, y paulatinamente dejaron de verse sin siquiera haber cortado formalmente. Ana se encontraba sola otra vez. Al principio sintió un vacío enorme que parecía comérsela por dentro, pero luego se acostumbró, al fin y al cabo, siempre estuvo sola.

Por su parte, como era de esperar, a partir del acto heroico, su vecino se sintió con derecho a reclamar una recompensa, y esa recompensa no podía ser otra cosa que el cuerpo de Ana. La sometería a muchas vejaciones para saciar su retorcido amor hacía ella, y a diferencia de lo que sucedió con Alberto, en esta ocasión sería totalmente consentido. Pero eso ya es para otro cuento.

Fin del capítulo nueve.

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