Para ser un domingo por la tarde, el aeropuerto estaba demasiado concurrido a mi parecer. No soy del tipo de personas que acostumbra a andar en lugares concurridos; la verdad, los odio. Prefiero una tarde tranquila en casa, leyendo, jugando, haciendo el amor o al menos viendo una película reciclada en el televisor. Cualquier cosa menos tener que lidiar con merolicos gritoneando, niños haciendo berrinche y el clásico inadaptado social que te da un codazo sin motivo alguno y sin que medie al menos una disculpa; en fin, ahí estábamos nosotros, mi esposa Susana, mi hija Sandra con sus gloriosos 18 años y yo, Javier el patriarca de la familia Larios, esperando la llegada del vuelo 725 procedente de Madrid. Las pantallas decían que el vuelo venía a tiempo, sin embargo, ya habían pasado 15 minutos desde que las puertas deberían haberse abierto para que salieran los pasajeros, entre ellos la hija de mi mejor amigo, Pablo.
Somos una típica familia mexicana de medio ingreso, ni más, ni menos. Mi esposa Susana, una mujer guapa y madura que, a pesar de los años se había logrado mantener esbelta, y aunque no era ya una exuberante belleza, si tenía el suficiente appeal para lograr que los hombres voltearan a verla un par de segundos más de lo necesario. Si pudiéramos catalogarla podría decir que calificaba como una MILF (Mother I’d Like to Fuck) que es tan común en el ambiente sajón, solo que sin el ingrediente de la sensualidad desbordada con la que encasillan a estas guapas y maduras mujeres. Ella trabaja para una compañía de auditorías contables como jefa de departamento donde le va bastante bien, aunque el trabajo puede llegar a ser esclavizante y es uno de los motivos por los cuales nuestra relación se está yendo a pique.
Mi hija Sandra, a sus dieciocho años era también una belleza en ciernes. Tal vez por mi apego a ella desde pequeña, yo la seguía viendo como mi niña, aunque ya habían empezado a surgir las señales de adolescentes revoloteando tras ella y hombres viejos libidinosos viéndola como un objeto de deseo. Ella era delgada también, de senos más bien prominentes, una breve cintura que moldeaba sus delgadas, pero bien torneadas piernas y rematando con unas caderas amplias que en su conjunto la hacían ver, en el lenguaje de los hombres maduros, como un material sumamente encamable.
Y al final de la historia me hallaba yo, Javier. Un tipo más bien delgado sin llegar a ser flaco, ya con las huellas de mis 46 años encima, no soy un adonis, aunque tampoco soy un primate al que las féminas le saquen la vuelta. Si he de catalogarme, sería simplemente un tipo cualquiera pero bien conservado para sus cuarenta y tantos. Blanco, uso gafas y eso me da un aire de intelectualidad que va muy acorde con mi línea de trabajo ya que soy docente en una universidad privada.
Cuando estuve de intercambio estudiantil en España, mi amigo Pablo y yo hicimos una muy buena amistad que se consolidó con el paso del tiempo, gracias a la proliferación de las redes sociales. Después de un año, yo me regresé a México donde continué con mis estudios, y seguí con mi vida, pero la amistad perduró con el paso del tiempo. Él es 5 años mayor que yo, y cuando nos conocimos yo era un imberbe joven universitario y él iba ya por su primera maestría. En ese entonces andaba de novio con la que a la postre se convertiría su esposa y con quien había procreado una hija, Bea, quien era a la persona que esperábamos en el aeropuerto. Yo por mi parte, me casé hace veinte años y mi esposa y yo tuvimos a Sandra dos años después. Susana y yo seguíamos juntos aunque estábamos pasando por una crisis matrimonial producto de su desapego emocional hacia mí, pero esa es otra historia. Sandra en el medio, se había desapegado de mí producto de los constantes pleitos entre ambos y la cercanía que últimamente tenía con su madre.
Hacía apenas un par de semanas que Pablo me había llamado emocionado porque su hija había sido seleccionada para participar en un semestre de un curso especial en el área de sicología que se iba a llevar a cabo en la Ciudad de México. Él no quería que su hija estuviera en alguna casa de intercambio, con algunos desconocidos si podía quedarse en casa de su gran amigo Javier. Me había comentado que su presencia no supondría gran problema para nosotros porque realmente se pasaría la mayor parte del tiempo en la universidad y ella sabía perfectamente moverse sola, a través del metro y el colectivo. Yo no quería realmente aceptar esa situación por los problemas por los que estaba pasando con mi esposa pero no podía decirle que no a un amigo que se había portado tan bien conmigo cuando estuve con él en España; así que lo acepté sin mostrar a mi amigo la incomodidad que me presentaba esa situación.
Solo había visto a Bea en persona cuando fuimos a pasar las primeras vacaciones de casados a España, hacía 11 años ya. En ese entonces ella tenía unos 10 años, 12 cuando mucho. La recordaba como una muchacha tímida y flacucha, pelo lacio y mirada esquiva. Apenas le prestamos atención en esa ocasión ya que mi amigo Pablo estaba pasando por una dura separación con su esposa y su hija estaba en medio de ese conflicto. La vimos un par de ocasiones durante nuestro viaje y ahora sólo la recordaba como un nombre más. Pablo me había hecho llegar una fotografía más o menos reciente donde se apreciaba una chica sonriente, de ojos claros y unas simpáticas pecas en su rostro. Esa fotografía era nuestro único referente para identificarla. Eso y el letrero con su nombre que Susana había insistido en que trajéramos para facilitar el encuentro.
Cuando finalmente anunciaron el arribo del vuelo procedente de Barajas, hacía ya un buen rato que había aterrizado por lo que los pasajeros ya habían recogido sus maletas y la mayor parte había pasado ya por la oficina de migración. Del fondo de la sala, salió una joven mujer, esbelta, con una figura hermosa y un andar sensual e hipnotizante, sonreía con aire emocionado de por haber arribado finalmente. Traía lentes oscuros y tenía su largo pelo lacio y castaño medio ordenado en una especie de chongo. Me había dejado boquiabierto. Debo admitir que por estar observándola, deje de prestar atención al resto de los pasajeros para ver si localizábamos a nuestra invitada. Afortunadamente para mí, mi esposa se hallaba ocupada buscando por su cuenta y mi hija estaba distraída mirando su teléfono para haber notado mi reacción tan fuera de lugar.
De repente, la joven se volteó hacia donde nos hallábamos nosotros y saludo agitando su mano mientras sacaba a relucir una maravillosa sonrisa. Supuse que quienes la habían venido a recibir se hallaban detrás de nosotros y los envidié cordialmente en ese momento. Convivir con ese ángel en cuerpo de tentación sería quizá una gran e inolvidable experiencia, pensé.
A medida que la joven se aproximaba más a nosotros, seguía buscando contacto visual con nosotros. Cuando finalmente se acercó lo suficiente, dijo: "Hola, soy Bea. Ustedes deben ser Javier y Susana, ¿verdad?" dijo apuntando al letrero que sostenía mi esposa con su nombre. Decir que me quedé con los ojos cuadrados y que batallé en pasar saliva por unos cuantos momentos, es decir poco. Estaba en Babilonia y se me había olvidado el camino de regreso.
"Hola, Bea. Bienvenida a México" dije con todo el aplomo que pude reunir. Su blusa roja dejaba al descubierto una ligera visión de sus senos sujetos por un sostén rojo también, sus piernas enfundadas en un diminuto short, se veían bien torneadas y bronceadas. Sus manos delicadas jugaban con el aire como si fueran palomas en vuelo cuando hablaba y sonreía con la seguridad de que el aeropuerto subía de intensidad de iluminación cada vez que lo hacía. Era un poema hecho mujer y cuando se quitó los lentes oscuros, se descubrió ante mí el cielo más intenso en su mirada.
"Muchas gracias, Javier. Espero no ser un estorbo para ustedes."
"De ninguna manera." Dije tal vez con demasiada convicción. "Eres hija de Pablo y siempre serás bienvenida" recompuse y al sentir la gélida mirada de Susana, rematé con "recuerdas a mi esposa Susana, ¿verdad?"
"Hola Susana. Muchas gracias por todo"
“No tienes nada que agradecer” Dijo Susana tratando de sonar cordial. Mi esposa no es muy fanática de recibir visitas en casa realmente. No era que le molestara Bea en particular si no el hecho de sacrificar su privacidad durante 6 meses con alguien a quien realmente no conocíamos. Ella sabía de mi amistad con Pablo y entendía mi compromiso, pero no por eso le acababa de gustar, pero el hecho de que tratara de disimular su descontento era más que suficiente para mí.
“Ella es nuestra hija, Sandra. Supongo que la recuerdas…”
“Mucho gusto, Bea.” Dijo Sandra, interrumpiéndome casi a propósito. No había duda de que había guerra civil en casa. Le dedicó una sonrisa y después regresó al mundo que se concentraba en una pequeña pantalla no mayor a 6 pulgadas. Adolescentes, las tienes que amar.
"Vámonos entonces. Debes tener hambre y ganas de descansar". Dije tomando su maleta. Al hacer esto, sentí el contacto suave de sus manos y fue como si hubieran salido chispas de sus dedos. Ella dejó su maleta en mis manos y abrazó a Susana dándole un ligero beso en su mejilla, abrazó e hizo lo mismo con Sandra y finalmente me recompensó con un abrazo y un beso en mi mejilla que me provocaron escalofríos.
Habían pasado ya tres días desde que Bea llegó a nuestras vidas. Tras el primer día dónde se dedicó a descansar para quitarse la resaca viajera, fue a la escuela para indagar los pormenores de los cursos. Como lo había anticipado Pablo, Bea no tuvo ninguna dificultad para utilizar los medios de transporte a su alcance. La verdad es que mi trabajo y el de Susana quedaban del lado opuesto de la universidad y hasta el trayecto de Sandra a la preparatoria quedaba en una dirección distinta a la de Bea e incluso a la nuestra.
Para el segundo día, Bea nos aseguró que todo estaba bien y que ya que le hubieran dado sus horarios, no habría mayor problema para ella. Estaría llegando alrededor de las 6 de la tarde todos los días excepto el viernes en que saldría un poco más temprano.
Ese tercer día amanecí con fiebre, dolor abdominal y unas ganas intensas de reforzar mi relación con el retrete. Definitivamente no pude ir a trabajar y me disculpé con el Director de la Facultad quien se encargó de conseguirme los remplazos para mis clases.
Para medio día me aventuré a la cocina para buscar algo que pudiera comer sin espantar a la fiera que tenía dentro del estómago. Algunas galletas saladas, pan tostado o un jugo de manzana. Cuando hube comido lo suficiente, pasé por el cuarto de Sandra, que estaba compartiendo con Bea por el momento en lo que adecuábamos el cuarto de huéspedes. Rara vez entro en el cuarto desordenado de mi hija adolescente pero en esta ocasión me aventuré entre los rastros de prendas regadas para tratar de conocer un poco más de nuestra invitada. El colchón inflable que hacía las veces de cama se hallaba pulcramente tendido, su maleta recargada sobre la pared y su laptop abierta en la mesita de noche, con la pantalla oscura. Me acerqué y tecleé en el teclado más por inercia que por otra cosa y para mi sorpresa, apareció su escritorio sin que me pidiera una contraseña. Me quedé quieto como si Bea estuviera observando a mis espaldas mi invasión a su privacidad. Tras unos segundos eternos, recordé que estaba sólo y tendría la casa para mí por las próximas 5 horas.
Un poco más relajado y con mi sentimiento de culpa perfectamente amarrado y amordazado, empecé a merodear por el portátil. Una típica pantalla de chica, con la foto de un cantante de moda español de fondo de pantalla, y algunas fotografías de Bea con sus amigas. Tenía una cuenta de Instagram y todas sus fotos pulcramente ordenadas por mes y año. Había algunas fotos sensacionales de ella en traje de baño, mostrando un coqueto tatuaje a la altura de su cadera cerca de su entrepierna pero nada más. No había fotos de ella o alguna de sus amigas en Topless, o desnudos parciales, totales o convencionales, vaya, ni siquiera una foto con la polla de su novio.
Bea, al parecer era una chica muy bien portada. Pero endemoniadamente sexy y me tenía loco. Debía haber algo…
Después de explorar sus fotos abría algunas de sus conversaciones intentando encontrar algo lo suficientemente jugoso para al menos masturbarme con las aventurillas de nuestra pequeña invitada. Nada. Las típicas charlas de chicas con inuendos sexuales tan de moda, pero nada que hiciera saltar el corazón de mi, hasta ahora, bien portada polla.
Entonces fue que vi el perfil de Eduardo, un muchacho sonriente de unos 25 años que tenía varias conversaciones con Bea, siempre revoloteando alrededor del coqueteo, con frases de doble sentido y en las que a veces al parecer, Bea le seguía la corriente. Hablaban de Chile como especie y en algún punto se refería a algo más que eso. No parecía que hubieran progresado más allá de eso y tenían más de 3 meses que no se habían vuelto a escribir. De acuerdo a la última conversación que habían sostenido, no habían discutido, simplemente habían dejado de comunicarse sin un motivo aparente como a veces sucede con los amigos.
Entonces fue cuando se me ocurrió. Era una idea descabellada, pero una idea al fin. Si todo funcionaba, podría lograr que algo sucediera con Bea. Tenía 6 meses para ejecutar el plan y no tenía realmente algo más interesante qué hacer que pelear con mi mujer así que bien valdría la pena. Había que afinar algunos detalles pero definitivamente, Ojos de mar valía ese esfuerzo si al final rendía frutos.
Ni tardo ni perezoso, escribí el nombre del chaval y capturé su foto de perfil, tomé nota de su correo electrónico que era EduardoACS901 @gmail.com. No tenía idea de qué significaba todo eso pero en un santiamén había creado la cuenta EduardoAC5901 @gmail.com con el nombre Eduardo Alcalá como el original. Una vez completado el proceso, borré el contacto de la lista de amigos de Bea y añadí el mío. Para completar el proceso, escribí los textos más recientes del historial de sus conversaciones, esperando que no se fuera a fijar en que esa conversación había ocurrido apenas ese día y no hacia 3 meses como había ocurrido en realidad. La suerte estaba echada. Puse la pantalla de nueva cuenta en modo Sleep y me retiré tratando de dejar todo como lo encontré.
Alrededor de las cinco llegó primero mi hija, después mi esposa y al último Bea, ataviada en unos ajustados jeans, una blusa azul y una pañoleta en el cabello. Cuando llegó la hora de cenar, me escabullí a mi cuarto y le mandé un breve mensaje a su cuenta. Me regresé y nos dedicamos a cenar platicando de las incidencias del día. Ya me sentía mejor y no había motivo por el cual siguiera en casa al día siguiente.
Comimos prácticamente en silencio. Yo aun con los estragos del malestar y comiendo una desabrida pechuga de pollo con vegetales, Sandra en su mundo, texteando en su celular, Susana algo cansada por un día particularmente complicado en el trabajo en el que tuvieron que quedarse hasta tarde por un error de cálculo de una de las chicas que trabajan para ella en su departamento contable; y Bea que aún no tenía la suficiente confianza como para romper el hielo por su cuenta. Ya no traía puesta la pañoleta en su cabello y su largo pelo oscuro le caía en cascada sobre los hombros. Traía una ligera blusa sin mangas y un pantalón deportivo cómodo pero nada espectacular. Se hallaba a la derecha de mí, enfrente de Susana, con la abstraída cibernauta a su mano derecha.
– Estoy cansado de verdad. Este asunto del malestar estomacal es un fastidio. – Dije tratando de romper el hielo, pero a la vez, echando a andar el plan que tenía preparado para esa misma noche. De las 3 chicas, solo Bea volteo a verme para prestarme atención aunque solo fuera por cortesía de su parte.
– Me voy a tomar una de las pastillas que usas para poder dormir, si no te molesta, Susana. – Continué. Ella, al oír su nombre, volteo a verme con cara de interrogación, como esperando que le repitiera lo que había dicho. – Aun te quedan de esas en tu buro? – Proseguí.
– Ah, las pastillas de dormir. Claro. Aun me quedan algunas. Creo que yo voy a tomar una también. Me duele la cabeza y la verdad es que esas me vienen de maravilla. – Respondió mi esposa.
– La verdad es que son muy buenas. La vez que me tome una de ellas, caí como tronco y no desperté hasta muy tarde al día siguiente. No sé qué diablos les pondrán, que bien puede pasar un tren y no me despierto.
– No exageres, tampoco es para tanto. Solo son relajantes de tipo herbal que ayudan a conciliar el sueño. – Me dijo Susana en su infalible método de llevarme siempre la contraria. Decidí ignorarla. Tenía cosas más importantes en mente. Volteando a ver a Bea, le pregunte”
– Tu no quieres tomar una también, Bea?
– No señor Larios, gracias.
– Llámanos Javier y Susana. – Le dije. – El señor Larios es mi papá
– No, gracias Javier. Así estoy bien. – Dijo volteando a verme con esos ojos hermosos.
La cena transcurrió en ese mismo ambiente de cordialidad desapegada hasta que me levante y me excuse y me retire a mi cuarto. Susana llego un poco después y se preparó para dormir. Por supuesto, no me tome la pastilla pero deje la suya en el buró, junto con un vaso de agua.
Cuando confirmé que estaba profundamente dormida, tomé mi laptop conmigo a la recámara y la encendí, ingresando a la cuenta del renovado Eduardo. En mi Messenger había aparecido una respuesta de Bea
– Hola, ¿qué haces acá? Deberías estar durmiendo.
– Pues nada, que he cogido algo de insomnio. ¿Dónde andas? Tengo tiempo que no te he visto. – En sus conversaciones había notado que él era español también y tuve que recordar las expresiones que se utilizan allá y que había a duras penas aprendido durante el tiempo en que estuve viviendo de intercambio en España. Lo peor que podía pasar era que ella descubriera el engaño pero mi identidad quedaría al menos intacta.
– Pues he estado ausente de casa. Ahora mismo me encuentro en México
– ¡México!, vaya, pues ¿qué es lo que estás haciendo tan lejos?
– Larga historia, estaré por acá unos seis meses. ¿Tú que has hecho?
– Nada importante, lo mismo de siempre. Apenas entraré a un call center mañana a trabajar en lo que defino qué más quiero hacer
– ¿Call center tú? Jamás lo hubiera pensado de ti
– Ya ves. La gente cambia, al menos temporalmente