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Autobiografía sexual (Parte 4): La casa de los Romanin

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Encontrar una última oportunidad para trabajar no fue lo más bonito que me haya pasado ese día.

El señor Romanin, un hombre caucásico, gordo y de 62 años, me entrevistó para ocupar el puesto de sirvienta en su casa, la cual estaba ni muy muy ni tan tan, pero el que fuera de ascendencia italiana me hacía pensar que era de alta alcurnia y que el valor de los objetos de su casa era inmenso.

Le comenté mi situación al señor Romanin y la mejor parte fue cuando el muy amable me hizo la última pregunta de la entrevista.

—¿Tienes algún inconveniente porque tengas que dormir aquí? Tendrías tu propia habitación y la puedes ocupar desde hoy.

Casi lloro de gusto y le respondí que estoy dispuesta y que él no tenía idea de lo encantada que estaba porque era lo que yo buscaba, dónde pasar las noches.

—El trabajo es tuyo —me dijo sonriente y estirando su mano para estrecharla—. Hoy no te molestes en hacer ningún esfuerzo, solo instálate y descansa, mañana temprano tendrás tu uniforme a la entrada de tu cuarto y dispones de todo el tiempo y espacio. La casa está sola la gran parte del día y yo muchas veces no vengo ni a dormir. Mi hijo Gustavo, es joven como tú, de 18 años, llega como en la tarde o en la noche de su escuela entre semana y de sus prácticas de natación los fines de semana, pero no tienes que molestarte en prepararle algo, nunca pide de comer, pero si lo hace, te encargo que me lo hagas saber y sírvele. Me sorprenderá el día que deje de ser un huraño con la gente que no conoce.

—¡Por supuesto que sí! No sabe lo agradecida que estoy. ¡Gracias, gracias, gracias! ¿Cómo podría alguien renunciar a esta oportunidad de oro?

—Por cosas irrelevantes. Además, las sirvientas anteriores ya eran de edades grandes. Por eso, en esta ocasión me decidí por una jovencita como tú. No me falles.

Obedecí, fui a la casa de mi tío por mis cosas (por suerte él no se encontraba), volví a la casa del señor Romanin, me instalé en mi nuevo cuarto y dormí, no sin antes maravillarme de semejante fortuna y apagar mi celular, ya que mi tío me llamaba insistentemente. De hecho, desde ese momento me desconecté de todos. Prácticamente me hice la desaparecida.

A pesar de sentirme a gusto por el nuevo logro, una parte de mí estaba muy suspicaz. «¿Será cierto que renunciaron las sirvientas anteriores? ¿O el las habrá despedido?» pensaba constantemente, sin olvidar lo que me dijo sobre su hijo.

Al siguiente día hallé un uniforme de sirvienta colgado frente a la puerta de mi recámara y lo vestí. Era normal, nada que ver con los de lencería.

Comencé a laborar y más que sobrellevarlo lo disfrutaba. Era como tener mi propia casa, pues hacía lo que yo quería. El orden, la limpieza y el color de la casa estaban a mi cargo, como si fuera yo la dueña.

La visita de Gustavo no era incómoda. Parecía que nunca llegaba, solo escuchaba de mañana el azote de la puerta cuando se iba. Hasta creía que era un fantasma, pero comprobé su existencia una semana después de empezar a trabajar. Llegó de noche y me encontró cenando, a lo que dijo con voz muy amargada "buenas noches, provecho". Contesté amablemente, pero él fue hacia su recámara de inmediato, la cual estaba al sur de la casa y en planta alta, mientras que la mía estaba al norte y en planta baja. «Si el señor Romanin me hubiera presentado a su hijo no se lo creía, el señor está feo pero su hijo es un galanazo» me deshice en elogios luego de ver al papucho alto, guapo y musculoso de Gustavo.

Esa noche fui a mi recámara como si nada, pero a la siguiente noche no pude evitar tocarme y pensar que ese bombón me hacía suya. Ahogué mis gritos en la almohada al provocarme orgasmos y me impuse el reto de seducirlo algún día.

Tristemente, era más huraño de lo que pensaba. Por más que me mostraba muy amable cuando él llegaba, nunca se desviaba de su camino hacia su recámara y en ocasiones hasta me ignoraba. No me sentía bien insistiendo, por lo tanto, dejé de ser amable las siguientes dos semanas, hasta que cumplí un mes de estar trabajando ahí.

El señor Romanin fue a verme temprano para darme el pago de mi segunda quincena (no pagaba nada mal) y se retiró. El día parecía ser normal hasta que cayó la noche y el joven Gustavo abrió la puerta. Yo solo me asomé a verlo y seguí con mis deberes, aunque me pareció extraño que se quedara parado viendo hacia el suelo. De pronto, me sorprendió escuchar su voz sin haberle dicho algo yo primero.

—¿Cómo está Lorena?

—Perdón, estoy bien, ¿y tú? Pero no me hables de usted, soy casi de tu edad —dije sonriente y disculpándome al principio por haber volteado a otro lado, creyendo que le hablaba a alguien más.

—De acuerdo. También estoy bien, en lo que cabe —lo escuché algo triste.

—¿Sucede algo?

—No. De verdad estoy bien.

—¿Quieres que te sirva algo de comer?

—Claro. No estaría mal.

—Vale. Ponte cómodo y cuando esté lista la comida te llamo.

Me sorprendí de poder entablar una charla con él y de inmediato le preparé algo de comer. Mientras él se alistaba, tomé el teléfono de la casa y contacté al señor Romanin para comentarle lo sucedido, tal y como me dijo cuando me contrató, que si su hijo me pidiera de comer le contara. El señor Romanin solo me agradeció y colgó, lo cual se me hizo un poco extraño.

Me puse cómoda para cenar con Gustavo, luciendo un poco cachonda para atraerlo. No obstante, logré ganarme su confianza y rompió mi ilusión de acostarme con él.

—La verdad es que no me siento bien. Te confesaré algo: Me gusta un chico de mi escuela llamado Adrián, pero él es heterosexual.

—¿Y tú eres bisexual? —pregunté con la última esperanza.

—No, soy cien por ciento gay —dijo sonriendo—. Perdón si me comporté grosero al principio, era por eso. Las anteriores sirvientas me coqueteaban y pensé que tú también lo harías, pero noté que no eres así.

«Si supiera» pensé dentro de mí con ganas de reírme.

Para mí era algo extraño relacionarme con un gay. Nunca en mi vida lo había hecho e insistía preguntándole si no le gusta ni tantito una mujer, pero su respuesta siempre era no. Me decepcioné que semejante adonis no se viera atraído por mí.

Sin importarme eso, escuché atentamente todos sus secretos que a nadie más le había contado. Se desahogó conmigo en medio de una plática motivacional que resultó en el inicio de una linda amistad y le pedí que con el paso de los días me contara sus avances por conquistar a su pretendiente.

Transcurrieron los días, hasta que llegó la siguiente quincena. Gustavo no tenía éxito con su cometido, pero lo notaba más feliz. Parecía que mi amistad le hacía bien y eso me alegraba. Lo que se me hizo raro fue lo que el señor Romanin me dijo en la mañana al momento de pagarme.

—Hoy llegaré a dormir en la noche. Solo requiero que a las once de la noche me lleves un té de hierbabuena para tomar mi medicamento, si no estoy en mi habitación me esperas, por favor.

Dieron las once de la noche. El señor Romanin ya había llegado horas antes, pero estuvo en su oficina. No tardé en llevarle su té a su habitación, pero para sorpresa mía, Gustavo estaba ahí antes porque dejó el correo en el buró de su papá y en cuanto me vio llegar, abrió mucho los ojos.

—Es una trampa —dijo con tono de preocupación.

El joven quiso salir corriendo por la puerta, sin embargo, fue más rápido el señor Romanin en llegar a la recámara y se encerró con nosotros, poniéndole llave al cerrojo. Yo no sabía qué pasaba, hasta que el señor Romanin habló a manera de regaño.

—¡No vas a ninguna parte Gustavo! ¡Y tú! ¡Lorena! ¡Acuéstate!

—¡No, papá! ¡A ella no!

—¡Que te acuestes! ¿¡No escuchaste tarada!?

Yo estaba muy nerviosa y me vi obligada a obedecer la orden del señor Romanin, quien siguió gritando.

—¡Gustavo, tócala!

El joven empezó a llorar y su papá le dio una cachetada muy dura.

—¡No seas puñal, cabrón! ¡Quiero que se te quite lo puto! ¡Tócala, desnúdala y cógetela!

Yo me veía entre la espada y la pared. No sabía si defender a Gustavo o seguir de sumisa. Pero ante la negación del joven, el señor Romanin se adelantó.

—¡Pon atención güey! ¡Quiero que lo hagas igual!

El señor Romanin se acercó a la cama, me jaló hacia él y me bajó la ropa interior por debajo de mi falda del uniforme de sirvienta.

—Tú no te preocupes, solo afloja y disfruta. Te pagaré más la siguiente quincena por esto. ¡Y cuidado si le dices a las autoridades!

Mientras me decía lo anterior, el señor Romanin ya me había abierto de piernas y metido su pene. Yo me estaba dejando sin poner resistencia, pero no lo disfrutaba por lo mal que se sentía Gustavo.

El señor Romanin me penetraba duro y rápido. Su verga no la tenía nada mal, mediana pero gruesa. Todo un semental para su edad.

—¿Sí estás viendo, hijo? —preguntó volteando a ver a su hijo mientras seguía cogiéndome. Gustavo solo lloraba y veía a través de un pequeño espacio que dejaban sus manos que se había llevado a la cara—. Vete bajando el pantalón y el calzón, Gustavo. Para que le metas la verga. ¡Órale! ¡No te quedes quieto!

No creí que se me fuera a hacer realidad follar con Gustavo, pero no quería que fuera de esa manera. El señor Romanin vio que su hijo no le hacía caso y él fue a quitarle la ropa y a ponerlo frente a mí.

—Perdóname, Lorena —dijo él entre lágrimas.

—Descuida, no pasa nada.

Ante la fuerte presión de su padre, Gustavo metió su pene en mi vagina, el cual no estaba nada parado. El señor Romanin se acercó y metió su dedo en mi vagina para ayudar a que el pito de su hijo estuviera bien adentro de mi concha.

—Ahora muévete. Sin miedo. Dale con todo, campeón.

Gustavo metía y sacaba su pene de forma lenta y con frustración. De repente, se salió de mi vagina.

—Vuélvela a meter. ¡Pero dale con ganas, hijo! ¡Lorena! ¡Quítate lo demás para que vea tus senos!

Yo hice lo que el señor Romanin me decía, pero Gustavo no respondía como su papá quería.

—¡Eres un inútil! —Gritó el señor Romanin dándole una cachetada a su hijo luego de que él dejara de penetrarme y se volteara—. ¡Pásate del otro lado de la cama y súbete! ¡Lorena! ¡Ponte de perrito!

Mientras yo ejecutaba la orden, el señor Romanin se subió a la cama y me acomodó para darme en cuatro. Sinceramente, el señor Romanin lo hacía muy bien. Me estaba dando duro y se movía muy rico, pero como yo no gemía, comenzó a tirar de mi cabello y darme nalgadas muy duras, a lo que yo comencé a gritar de dolor, más no de placer. De pronto, comencé a notar que a Gustavo se le estaba poniendo más firme el miembro y su papá también se dio cuenta.

—Es tu turno, hijo. Verás que te gustará en esta posición.

Con mucho temor y la presión de su papá encima, Gustavo se colocó atrás de mí y me penetró. Mientras el señor Romanin se masturbaba al vernos, Gustavo empezó a cogerme aunque con miedo y todo parecía que volvería a quitarse.

—¡Lorena! ¡Dile cosas para provocarlo!

—Claro —susurré—. ¡Ay, Gustavo! Mmmm qué rico me la metes.

—¡Dile que te dé más duro!

—Mmmm ¡sí! Duro, duro. ¡Ay, sí! ¡Dame más duro papi!

De pronto, Gustavo me tomó de la cintura y comenzó a follarme más rápido y duro. Mis gemidos fueron dejando de ser fingidos y ya eran reales. Ya no lo estaba sufriendo, ahora lo estaba disfrutando y Gustavo era felicitado por su padre, quien le pedía continuar así. Sin embargo, el señor Romanin se dio cuenta de la trampa que estaba cometiendo su hijo.

—¡No cierres los ojos, Gustavo! ¡Vele el culo! ¡Ve como le rebotan las nalgas y se le alborota el cabello!

Gustavo se cansó y se acostó, pero su padre era el que no estaba satisfecho.

—¡Lorena! ¡Dale sentones así como está acostado!

Me subí en Gustavo, me enterré su verga en mi concha y comencé a azotarme como lo sé hacer.

—¡Que abras los ojos, chingada madre! —le gritó su papa—. ¡Agárrale los pechos!

Tuve una buena idea y esa fue agacharme poco a poco y fingir que nos estábamos besando.

—Cierra los ojos —le susurré mientras me seguía azotando duro y hacía que mi cabello le tapara el rostro para que su padre no le viera.

No obstante, pocos segundos después, Gustavo me aventó con fuerza hacia atrás y se volteó para eyacular a mares sobre la cama. Los aplausos del señor Romanin se dejaron escuchar.

—Muy bien, hijo. Te felicito. Procura no aventar a las chicas cuando te vayas a correr, hazlo dentro de ellas o avísales para que te pongan enfrente la boca o las tetas. Ve a tu cuarto, tengo que platicar con Lorena.

Gustavo abandonó la recámara y el señor Romanin seguía caliente. Se acostó y me pidió con voz delicada que me subiera en él, pero yo me rehusé y me le quedé viendo con cara de decepción.

—No me obligues a tener que masturbarme hasta venirme —dijo queriendo convencerme.

—Usted mastúrbese, yo no lo voy a complacer.

Con la intención de salirme de la cama, el señor Romanin me jaló con fuerza de un brazo, lastimándolo. Yo no puse resistencia, porque pensé que me quebraría el brazo. Entonces, él se hincó en la cama, me puso a su gusto en cuatro y me penetró sosteniéndome de los dos brazos. Era la primera vez que sentía que me cogían sin mi consentimiento, o como se dice legalmente, me violaban. Sin embargo, guardé la calma y lo sobrellevé.

—Aquí se hace lo que yo diga, ¿entendido?

—De acuerdo.

—Ahora gime, pero despacio porque mi hijo tiene que dormir.

Sentí que ya había pasado más de media hora en esa posición y el viejo aún no se corría. Fue entonces cuando se agotó y me pidió darle brincos con su verga enterrada en mi vagina y así lo hice, pero de espaldas y con rapidez para que se viniera lo más pronto posible. Por suerte, lo logré en cinco minutos y se chorreó en mi boca porque así lo quiso. Mientras me vestía, el señor Romanin no dejó pasar por alto algunas observaciones.

—No quería decirte la verdad de porqué las otras sirvientas renunciaban. Pero, sin duda, tú fuiste suficientemente sumisa y estoy dispuesto a triplicar tu sueldo si permites que esto suceda cada que se me dé la oportunidad. Consúltalo con tu almohada, ¿de acuerdo?

Callé, pero el viejo no tardó en volver a hablar.

—Además, si consigues que a mi hijo se le quite lo gay, te heredo el 30% de mis bienes. Considéralo.

Salí de su presencia y me fui a dar un baño. Durante la ducha, estuve recapacitando acerca de la malicia de mi parte en todo ese rato con Gustavo. Me estaba sintiendo mal por aprovecharme de mi nuevo amigo, él no quería hacer eso y lo obligaron.

Fui a dormir y al día siguiente, el señor Romanin volvió a desaparecer del radar. Cayó la noche y Gustavo llegó a casa, cabizbajo y sin ganas de hablar conmigo. Sin embargo, pasaron los días y retomamos tanto la amistad como la conversación.

—A ti te gustó lo que pasó esa noche, ¿verdad? —cambió repentinamente la plática que teníamos.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por tu sumisión y tu ayuda. Las otras sirvientas se negaban aunque luego eran golpeadas por mi padre.

—Para qué te voy a mentir. Soy una ninfómana de lo peor.

—Perdóname.

—¿Por qué?

—Porque en realidad no vi por ti o porque fueras violada, solo vi por mí. Bien pude detenerme, pero cerraba los ojos para pensar en Adrián y que mi papá se convenciera de que lo estaba logrando.

—En verdad yo fui la que no vio por ti. Yo fui la que te violó y solo quería que el momento pasara lo más rápido posible y que fueras libre de esa olla de presión.

—No tienes la culpa de nada. Tú también estabas sometida a esa olla de presión. Los dos fuimos víctimas y la culpa es mía por salir defectuoso. Es mi culpa sentir atracción por los hombres y que mi papá fuera de una familia importante, de la que quiere que aún haya descendencia bajo la influencia de sus antecesores y teme que se interrumpa conmigo. De por sí le costó tenerme a mí, ¿sabes?

—No digas estupideces —contesté enojada—. Las mujeres somos las que tenemos a los hijos.

—Mi mamá era estéril y no lo sabía. Fueron varios años de intentos hasta que detectaron el problema. Mi papá comenzó a despreciar a mi mamá, pero ella se hizo independiente del poco amor que le tenía mi papá hasta el día de su muerte por cáncer cervicouterino. Por su parte, él ya con avanzada edad tuvo una amante y fui concebido por ella. Ella ahora está en una casa muy grande en Canadá que se compró con el dinero que le daba mi papá. Por ende, soy un hijo de puta.

—¿Y tu papá no puede hacerse de otra amante para tener otro hijo? Así te deslindarías de esa responsabilidad que te impone y él corregiría sus errores como mal padre que es. Si tiene suerte, le saldrá un hijo como él quiere, pero los hijos no deben de ser como los padres quieren.

Sin duda, me identifiqué con él por lo que a mí me había sucedido mes y medio antes. No obstante, lo que continuó diciéndome me impactó.

—Tiene cáncer en etapa terminal. No sabemos cuándo morirá. Los médicos le dieron como máximo siete años de vida. La idea de tener otro hijo sí la tenía contemplada, pero decidió que no porque no alcanzaría vivir los años suficientes para criarlo como se debe, resaltando que soy una vergüenza para él y que no lo dejaría en mis manos.

—Entonces, ¿tu papá seguirá recurriendo a tratarte de esa manera si tú no dejas de ser gay?

—Así es. Hasta el momento estoy desheredado.

—Lo lamento.

—Gracias.

—¿Por qué agradeces?

—Por salvarme ese día.

—Se hizo lo que se pudo.

—Fuiste mi primera vez y siempre lo recordaré, aunque no quería que fuera así.

—¡Ay! ¿Ni tantito puedes ser bisexual? La tienes bien rica —me salió lo cínica y poco seria, pero Gustavo me siguió la corriente con demás bromas y supimos sobrellevar lo sucedido.

Nuestra amistad se volvía cada vez más fuerte con el transcurso de los días hasta que volvió a presentarse otro suceso como ese.

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