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Cristina, una mujer prohibida

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Mi esposa acababa de fallecer tres meses antes de esta historia. Cuando uno es un adulto mayor, las probabilidades de padecer toda clase de enfermedades es alta. Hipertensión, Diabetes, Alzheimer, Parkinson, solo por nombrar algunos de estos males, afectan a las personas cuya última etapa de su vida, solo desean vivir en paz y disfrutar de toda clase de placeres y lujos que en su juventud no pudieron disfrutar.

Me llamo Ramón, tengo 70 años, resido en el puerto de Manzanillo, el reciente fallecimiento de mi esposa Carolina, con la cual, conviví cerca de 45 años de matrimonio, había dejado un vacío en mi interior, que de alguna manera no podía sobrellevar. Juntos formamos una familia y fruto de nuestro matrimonio, tuvimos tres hijos, mi hijo mayor, Aaron, y mis dos princesas, Cristina y Karla. No fuimos ricos, pero tampoco vivimos en la miseria. En nuestra juventud, trabajamos duro para poder darles un futuro decente a nuestros hijos.

Mi hijo mayor Aaron, tiene 45 años, mi esposa y yo, nos casamos una vez supimos que seriamos padres, mi hija Cristina y Karla, tienen 35 y 33 años respectivamente.

Tras el fallecimiento de su madre, mis hijos consideraban la opción de internarme en un asilo de ancianos, por mi avanzada edad, suponían que estar solo me afectaría mucho. Pues no me encontraba así desde hace años. Yo, orgulloso de lo que soy, me negué, les supliqué que me dejaran en mi casa. Todos ellos ya estaban casados y habían formado sus familias.

Pese al duelo que conlleva perder a un ser querido, los días transcurrían con paz y tranquilidad; hacía tiempo que no me sentía tan libre. Todo cambio a raíz de sufrir un paro cardiaco padecía de hipertensión arterial, desde hace veinte años. Aquello encendió las alarmas en mis hijos, ya que, el día que lo sufrí, yo me encontraba en mi casa solo con la compañía de mi enfermera; una jovencita de piel blanca, de cabello negro y lacio, de muy buen ver, que había sido contratada en cooperación con mis hijos.

Fui llevado de emergencia al hospital, y tras recuperarme satisfactoriamente, mi médico me recomendó seguir mi tratamiento y para evitar tener otro ataque. Así como les recomendó a mis hijos estar más al pendiente de este viejo.

Mi hija Cristina, era una mujer muy guapa, rostro en triangulo, piel clara, cabello largo lacio, de color negro, con una figura envidiable ya que solía hacer mucho ejercicio. Sugirió que me quedará con ella y así ella vigilaría mi estado de salud. Al principio me negaba, no suelo tener una buena relación con su esposo, y él a su vez, me odia. Pero mi hija insistió, ya que mis otros hijos debido a sus trabajos no están cerca de la ciudad, lo cual dificultaba hacerse cargo de mi persona.

A regañadientes acepte irme a vivir con ella, el día de mi salida del hospital, mi hija Cristina fue a recogerme. En aquel momento en que la vi llegar, algo en mí cambio. Vestía un vestido manga larga de color gris con patrones de rombo, con un cinto negro, el cual, hacía resaltar su figura, pues gracias a este, su cintura hacía que se pronunciaran mejor sus nalgas, y a su vez, las torneadas piernas lograban resaltar, y con sus tacones de aguja, me mostraban la belleza que impera en mi hija.

Esa vista, me hizo darme cuenta de lo asombroso que se miraba su trasero, lucía bien paradito, un culito respingón como solemos decir vulgarmente. Lo único que pensaba era, porque me había impresionado tanto como se miraba mi hija. ¿Acaso era por el simple hecho de saber que mis días estaban contados y que ya no tenía mucho tiempo para disfrutar de los placeres carnales?; me sentía lujurioso.

Llegamos a su casa, y solo se encontraba su ayudante de cocina, no estaba su esposo Camilo, por cuestiones laborales, había salido durante dos semanas. Mi nieto Agustín se encontraba en 6° grado de primaria.

El resto del día me la pasé descansando, reposando en la cama, no dejaba de pensar en lo que mi hija me había provocado. La habitación se encontraba a lado de la cocina y por debajo de la habitación de mi hija y su esposo, frente a las escaleras que llevaban al segundo piso.

Me senté un rato en la sala, y mi nieto estaba jugando videojuegos en uno de esos aparatos modernos, me dijo que se llamaba X-Box. Pasaba un rato agradable con mi nieto, cuando escuché la voz de mi hija salir de la habitación, se había vestido para ir a hacer ejercicio. Esta vez con un pantalón de licra color rosado con negro y un top, lo cual hacia resaltar aún más lo firme de sus nalgas y la sorprendente firmeza de sus senos.

-Iré al gimnasio papá, vuelvo en unas horas, Agustín, no molestes al abuelo -dijo mientras yo trataba de disimular que me había impactado cómo se veía.

Eran cerca de las 8:30 de la noche, cuando por mi calentura, decidí darme una ducha. Entre al baño, y a medida que el agua resbalaba en mi cuerpo, comencé a masturbarme, en mis pensamientos solo alucinaba con ver a mi hija desnuda, disfrutar de su cuerpo. Estaba a punto de venirme, cuando escuche que bruscamente se abría la puerta, era Cristina que acababa de regresar, no tenía la cortina corrida de la regadera, por lo cual, al abrirse la puerta, ella miró mi mano derecha en mi pene que estaba completamente erecto.

-Lo siento papá -fue lo único que ella pudo decir al cerrar de inmediato la puerta.

Terminé de enjuagarme y me vestí en el baño, al salir, no vi a mi hija en la sala, sino en la cocina.

-Discúlpame Cristina, olvidé ponerle seguro a la puerta -le dije con un tono de voz apenado.

-Descuida papá, yo también olvidé tocar la puerta, como me encuentro a veces sola, suelo llegar y hacer eso cada vez que regreso del Gimnasio -al mencionar esas palabras no alzo la mirada, estaba apenada.

Para salirme de esa situación incómoda, le pregunté qué hacía. -Hago la cena -respondió, mientras yo me acerque lentamente a ella para ver que estaba guisando. A medida que yo me acercaba, ella comenzó a respirar más rápido -Huele delicioso -le dije, mientras logré darle un arrimón en sus nalgas.

-Papá, ¿Qué haces? -me dijo con tono temeroso.

-Nada, solo miró que haces de cenar -le conteste.

-Por favor, te pido que lo que estabas haciendo en el baño, no lo hagas aquí, así como entre yo, puede entrar mi hijo.

-Discúlpame, hija, lo que pasa es que, desde la muerte de tu madre, no he podido tener un poco de placer, ella era muy buena en eso. Y desde que se fue, no he disfrutado de nada.

Mi hija con un tono algo más tranquila, me decía de cuanto lo sentía y que al igual que yo la extrañaba. De repente, nos dimos un abrazo, ya que ni en el velorio de su madre, pudimos abrazarnos. Al sentir su cuerpo tan cerca y la firmeza de sus senos, mi erección comenzó nuevamente. Y esta vez ella podía sentirla, pues mi pene erecto se restregaba en su pantalón de licra, el cual aún traía puesto.

Se alejó discretamente

-Lo siento cariño, yo no quería que esto pasara, mejor me regreso a mi casa.

-No, descuida, siéntate a comer.

Cenamos sin mencionar ninguna palabra, solo le pregunte por mi nieto, y dijo que ya se había acostado a dormir.

Lavé los trastes y ella se fue a su habitación. Después de un rato, cuando ya todos dormíamos, entre sueños, escuché como la puerta de la habitación se abría muy despacio, y como un tenue rayo de luz, inundaba brevemente la habitación.

Creí estar soñando, cuando vi una silueta que entraba a mi habitación, lo primero que pensé era que se trataba de la muerte misma. Cuando sentí como algo sumía la cama y tocaba mi pierna. Un pánico inundo mi cuerpo, cuando aquella mano acariciaba mis piernas, y como lentamente hacia un recorrido de arriba abajo. Con mis ojos entre cerrados, pude ver que no se trataba de la muerte, sino de mi hija.

Su temblorosa mano seguía el mismo recorrido de arriba abajo, hasta colocar sus dedos apuntando hacia mi entre pierna. De repente, sentí como tocaba mi flácido pene, mientras con un gesto de desesperación trataba de no hacerlo. Comenzó a acariciar mi pene por arriba de la cobija, y este lentamente, comenzaba a ponerse duro. Tanta fue su emoción, que con una calma desesperada hacia el intento de quitarme la sábana que lo cubría. Hasta que por fin lo logró, dejando solo el pantalón de mi pijama, pero eso no le importó. Bajo despacio el elástico del pantalón junto con mi ropa interior y sacó mi pene.

Sentir la caricia de su mano, sobre mi piel, provocó que de repente este se pusiera tan erecto, que era imposible para ella dejar de acariciarlo. Comenzó a bajarme el prepucio y mi cuerpo inmediatamente se llenó de placer, un escalofrió lo inundó, trataba de mantenerme serio y no generar ningún ruido para que ella no se detuviera. Y así continúo, subía y bajaba su mano, con un movimiento delicado, para evitar que me despertara, aquello se sentía de maravilla, mi propia hija, esa niña convertida en mujer me estaba masturbando.

El placer que recorría mi cuerpo era un placer que nunca había sentido, ni siquiera mi esposa había provocado, tanta fue mi emoción que perdí la noción del tiempo, y después de un rato me vine en su mano. El cálido y jugoso semen, se disparó sobre su mano y las sábanas, mientras yo tratando de no hacer ruidos, disfrutaba ese orgasmo que provocó mi hija. Al terminar aquella escena, ella salió de la habitación tan rápido como pudo.

No pude pegar el ojo después de aquello, y dieron las 5:00 de la mañana, cuando escuché como se abrió, la habitación de arriba. Y como unos pasos hacían el recorrido desde la puerta hasta la cocina, en mi afán de buscar respuesta, me levanté de la cama, y abrí la puerta de mi habitación tratando de no hacer ruido.

Salí lentamente de la habitación completamente descalzo, me dirigí a la cocina, al llegar, observé a mi hija, de pie cocinando el desayuno, con una bata de seda, que le quedaba muy corta. Eso me calentó, y solo de recordar lo que ella hizo en la madrugada me puso muy jarioso. Caminé hacia donde estaba ella y la abracé.

-Buenos días, mi amor -dije mientras la tomé de la cintura y le daba un beso en la mejilla, y acercaba mi cuerpo de una manera en la cual, ella pudiera percibir el bulto de mi pene.

-Buenos días, papá, ¿dormiste bien? -respondió.

-Muy bien, tuve sueños muy buenos.

-¿De verdad? –preguntó, sin dejar de mover los huevos en el sartén que preparaba para el desayuno.

Traía puesta una bata de seda color negro, que de igual manera resaltaba su figura. Mientras yo la tomaba de la cintura y concebía una erección, la acercaba más a mí para que pudiera percibirla. Pues me coloque justo en medio de sus nalgas.

-Sí, Fue muy placentero –Le dije, mientras le daba suaves besos entre su cuello y la mejilla.

-¿Papá que haces? -Lo decía de una manera que pareciera disgustarle, pero a la vez, agradarle.

-No te hagas, gracias por lo de anoche –respondí, en tanto, colocaba mi mano izquierda en su pierna, para levantar lentamente la bata y notar su ropa interior, un calzón cachetero de encaje negro.

-¿De qué hablas? –lo decía mordiendo sus labios y con su respiración agitada. Aunque de alguna manera, luchaba en su interior para no caer en la tentación.

-Crees que no me di cuenta de que entraste en mi habitación y me masturbaste.

-No era yo -dijo.

-Claro que eras tú –Repliqué. Acerqué mi mano al pantalón del pijama y me saqué la verga completamente erecta, mientras con la otra movía de lado su calzón.

-Esto está mal, soy tu hija. No puedes hacer esto –exclamaba, entre tanto, levantaba sus nalgas y yo le daba un ligero empujón para tener la entrada de su vagina a mi disposición.

-Lo deseas tanto como yo.

Con una calma absoluta introduje mi firme miembro en la cálida vagina de mi hija. Sentir el calor, el escalofrió y el placer de saber que aquella mujer era prohibida. Sobre todo, el hecho de saber que era sangre de mi sangre, y era capaz de provocarme eso, me enloquecía.

Comencé a embestirla de manera tan sutil que ella trataba de librarse, hasta que sucumbió al deseo y el placer carnal que todo hombre y mujer debe disfrutar.

-Papá, esto está mal, Muy mal –encomendaba, en tanto yo solo gozaba de las embestidas que le daba a esa mujer, mi mujer.

-Que rico, ¿No te han cogido en meses verdad mi amor? -Le susurraba al oído y con mi mano derecha tapaba su boca para que no gritara de placer, pues si algo sacó de su madre, fue la manera en cómo gemía al sentir la verga de un hombre.

-Papá, para, está por llegar Mercedes -Decía con sus manos refirmadas en la estufa y su cabeza inclinada que era cubierta por su pelo largo, pero entre gemidos se ahogaban sus palabras.

Mercedes, es la señora de la limpieza. Yo no le hacía caso, solo me concentraba en bombearle su culo respingón y sus nalgas paraditas para recibir los embates de mi verga. Escuchar el sonido de nuestros cuerpos friccionando era música para mis oídos. Duramos en esa posición por minutos, hasta que de tanto embestirla, no me pude controlar y me vine dentro.

Sudado, la solté y jalé una silla para sentarme y tomar un poco de aire, Pues por mi edad, y mi condición médica, se me dificultaba dar esos trotes.

-No lo vuelvas hacer -fue lo único que me dijo. Apagó la estufa y salió de la cocina, subió a su habitación.

En mi mente, sus últimas palabras, centellaban en mi cabeza una y otra vez. Claro que lo volveré hacer, pues no me quedó claro que no hacer, follarla o venirme dentro.

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