Nuevos relatos publicados: 0

Cuando dejé de ser señorita

  • 11
  • 18.876
  • 9,31 (13 Val.)
  • 7

El presente relato tiene la finalidad de confiarles algo de mi vida personal y la manera en la que perdí mi virginidad.

Cuando terminamos el bachillerato, la jefa de grupo organizó una misa para dar gracias y después de ésta, una fiesta para celebrarlo. Se pusieron cuotas para pagar los gastos de la misa y el anticipo del salón de fiestas: todos parejos. Además, se repartieron los boletos que cada quien deberíamos vender para la fiesta, en el entendido de que, de no venderlos, deberíamos pagarlos nosotros. Entre los familiares vendí casi todos los que me correspondían y dos de mis hermanos me ayudaron vendiéndoselos a sus amigos.

A la misa casi no fueron los hombres del grupo, sí todas las mujeres y nuestros padres y algunos parientes más, pero a la fiesta… ¡Fue un gran éxito! Lo sabíamos desde antes pues los boletos se agotaron con anticipación. Entre los boletos que vendió mi hermano mayor, varios correspondían al equipo de futbol donde él jugaba. Entre ellos estaba Ramón (así le llamaré, para no balconearme), un señor diez años mayor que yo, era el más viejo de los jugadores del equipo, y sólo compró un boleto pues no tenía novia. Le gustaba tomar, y a la fecha toma mucho.

Como yo tampoco tenía pareja, bailábamos unos con otros, organizadamente (una pieza con alguien distinto) las primeras diez piezas. Después, “¡el que ganó, ganó!”, es decir, si alguna pareja deseaba conocer más entre sí, ya no se soltaban. Así me pasó con Ramón, ¡él ya no me dejaba bailar con otro! La verdad, yo lo veía muy apuesto y formal, debido a su edad. No pasó nada esa noche, pero cuando nos despedimos, pues concluyó el tiempo contratado para la música y el salón, y yo me iría con mi hermano en su motocicleta, le preguntó a mi hermano que si podía visitarme. Mi hermano contestó “Por mí no hay bronca, mejor pregúntale a mi papá” y le señaló la mesa donde se encontraba mi padre. Mi hermano y yo nos fuimos pues éste tenía prisa. Después me enteré que Ramón se presentó con mis padres y muy formalmente hizo su petición. Mi padre, lo invitó a sentarse para tomar el último trago y platicaron sobre las visitas. La verdad es que mis padres quedaron gratamente impresionados, pues ya casi nadie pedía permiso a los padres, además de que contó sobre su trabajo y los años que llevaba en él.

La cosa es que después de un par de meses de ir a casa y convivir en salidas al campo y otros lugares con la familia. Ramón me dio el primer beso al declarárseme. Esa misma tarde, pidió permiso a mis padres de que lleváramos un noviazgo. Ellos aceptaron encantados, tanto formalismo era una buena llave. Con el tiempo no vieron necesidad de chaperón para salir durante el día o ir al cine, aunque sí a las fiestas porque se regresaba tarde. El caso es que empezamos con las caricias más atrevidas, aunque, a decir de mis amigas, yo seguía siendo novia de “manita sudada”.

Casi dos años que no sé cómo aguantamos con tanto calentamiento y nada de penetración. Al segundo mes empezó con abrazos estrechos donde él sentía mi pecho y yo su turgencia en mi pubis, piernas y nalgas. A los seis meses, sus caricias sobre mi ropa eran directas, me apretaba las tetas, las nalgas, mis piernas y mi pubis… y yo… ¡derritiéndome!, pero trataba de que no lo hiciera.

Antes del año, ya me había chupado las chiches. Ya me lo había advertido mi confesor, “Cuando las caricias son carnales, y no sobre la ropa, están cayendo en el pecado capital de la lujuria”. Sí, me asusté de ser pecadora, pero yo buscaba su pene y se lo apretaba sobre el pantalón hasta que quedaba húmeda la prenda de esa zona. También mis calzones quedaban mojadísimos… Al mes, mientras me mamaba las tetas, busqué su pene y ¡ya se lo había sacado de la bragueta! Me sorprendí, pero no lo podía mirar bien pues me estorbaba su cabeza la vista de ese objeto duro, cliente, grande y sólo se lo jalaba, pero al poco tiempo me mojó la mano y sí me asusté. “¿Es semen, le pregunté?” quitando su cabeza para poder mirar bien. “No, sólo son mis ganas de ti”, me dijo sonriendo.

Meses después lo ascendieron en la compañía constructora y era el asistente del jefe de brigada, a quien suplía en sus ausencias y manejaba la camioneta asignada a la cuadrilla. Al atardecer, cuando su jefe no se llevaba el vehículo, algunas veces pasaba por mí a la casa para que lo acompañara a guardar la camioneta a las oficinas de la constructora y al llegar al estacionamiento, nos quedábamos un rato en ella. Besos, caricias, metidas de mano, de allá para acá y de aquí para allá. Allí aprendí a masturbarlo hasta que se venía. Me gustó el olor del semen. Una vez, al llegar al estacionamiento, acerqué mi cara a su verga que me pareció hermosa y la besé. ¡Le creció más que lo normal! “¡Chúpamela, mamita!” me pidió vehementemente y yo, bien arrecha, le obedecí. “¡Ay, con cuidado, mami, no me muerdas!”, gritó y me quedé perpleja, porque no lo mordí. “No te he mordido”, dije, “Es que tus dientes me lastiman la cabeza”. Entonces entendí que debía lamerlo y chuparlo con cuidado y lo hice. A las pocas semanas se me ocurrió jalársela y mamársela al mismo tiempo. Una mano para jalar, otra para acariciar sus huevos y… salió un chorro de leche en mi boca. Yo estaba calentísima y seguí, tuve que tragarlo porque él seguía viniéndose, ¿De dónde salía tanto si sus bolitas se veían muy pequeñas? Mi novio sólo gemía y yo, sin sentir asco, disfrutaba del sabor del semen que ya me había gustado desde la primera vez que lo olí.

De ahí en adelante, el primer viernes de cada mes, mi confesor me hacía que le platicara con mucho detalle las salidas con mi novio y me sugería que, antes de pecar completamente, nos casáramos. Le dije a mi novio que se fuera a confesar y se rio de mí.

Un día, le pidió permiso a mis padres que yo lo acompañara a un pueblo cercano, a donde tenía que llevar herramienta y a algunos trabajadores. “Es para no regresarme solo y no dormirme en la carretera”, le explicó a mi madre, quien más reticente estaba. “Ella se va a portar bien” le dijo mi padre, dando tácitamente la autorización. Al día siguiente llegó temprano por mí. Efectivamente, la camioneta iba cargada y con tres peones en la caja. Mi madre me dio su bendición, subí a la cabina, mi novio cerró la puerta antes de subirse a manejar y mi madre vio alejarse la camioneta.

En menos de una hora llegamos, otro tanto tardaron los peones en bajar las herramientas y recibir las indicaciones de cómo armar la caseta para guardar el material y los catres donde ellos pernoctarían. “Nos vemos mañana, no se vayan a emborrachar, ya los conozco. No me puedo quedar, porque tengo otras cosas qué hacer”, les dijo sonriendo socarronamente. “Sí, claro, que las disfrutes” contestó uno de ellos y los demás se rieron. “¿De qué se ríen?”, le pregunté a mi novio. “De nada, así son de envidiosos”, me contestó echando a andar el vehículo.

De regreso nos paramos en un restaurante para comer y, “casualmente”, enseguida había un motel. El caso es que al terminar de comer y subirnos a la camioneta me empezó a morrear, me calenté y quise sacarle la verga para mamársela, ya me había enviciado con el sabor del semen. “No, aquí sí nos pueden ver”, me dijo evitando que lo hiciera, “Mejor vamos a donde no nos vean, yo también quiero mi niña”, explicó recorriendo en el vehículo los pocos metros que había hacia el motel. Espera aquí, dijo y se fue a pedir un cuarto. Regresó con la llave y se subió para mover la camioneta a otro lugar, frente a la villa que nos asignaron.

Nos bajamos y antes de entrar al cuarto, me cargó para entrar y depositarme en la cama. Me sentía asustada, pero me fascinaba cómo me trataba. Se acostó a mi lado y comenzamos con lo que yo quería. Por estar tan entretenida con mi vicio, no me di cuenta cómo me quitó la ropa ni cómo se encueró él. Se subió sobre mí y me pidió que abriera las piernas. Tomé su falo y lo restregué en mis labios interiores y clítoris, como cuando yo me masturbaba. No hubo mucho que decir, me fue penetrando lenta y firmemente. En mi calentura, no sentí dolor, sólo un pequeño ardor por el desgarre del himen que pronto fue suplido por un placer enorme.

Me vine y le arañé la espalda, yo estaba feliz y lloré de felicidad viniéndome varias veces. Ramón, todo un caballero, soportó todas mis manifestaciones de placer; le encajé las uñas en las muñecas cuando me penetró subiendo sus piernas en mis hombros. Después que reposé, me dijo “Ahora me toca a mí” y se puso un condón. Me cogió como quiso y yo seguía viniéndome una y otra vez, pronto se puso tenso, gimió y recargó todo su cuerpo sobre el mío. Descansó sin dejar de resoplar y tomar el aire a bocanadas. Se acostó boca arriba, saliéndose de mí y vi el condón lleno de esperma. Le acaricié el pecho, limpiándole el sudor, lo besé y luego le quité el condón, cuidando que no se cayera su sabroso contenido y le mamé la verga. Se quedó dormido.

Lo contemplé llena de amor y vacié el condón en mi boca saboreando cada chorro que escurría. Despertó y me besó cariñoso después de decir “Ahora ya eres mi mujer”.

Después, cada vez que lo acompañaba a guardar la camioneta, nos echábamos un palo. Si traía condón, él se venía, si no, eyaculaba fuera de mí, pero a veces sentí calientito dentro antes de que lo sacara y salieran los chorros que casi siempre me tomaba. Sea como sea, un día no me bajó la regla y, asustada, se lo dije. “Tranquila, mi amor, mañana en la mañana te llevo a mi departamento para hacerte una prueba de embarazo”, me dijo con calma. Al día siguiente, temprano, me hizo la prueba y salió positiva. “¡Te amo más, mamita!”, me dijo y completó. “Dile a tus padres que esta noche los invitaré a cenar, pues tengo algo importante qué decirles”. No puede ser después, porque mañana salgo una semana de comisión.

Mis padres se extrañaron y, ante sus insistencias y la premura, les dije que yo no sabía de qué quería hablarles, pero que mañana salía de viaje. A mí me confundieron los comentarios “Quizá sea un viaje muy largo y quiere romper el noviazgo, ya ves cómo es de formal”. Pero esa noche, llegó acompañado de un señor maduro, quien manejaba el automóvil grande y lujoso, a quien nos presentó con su jefe. Ya sabíamos que no tenía padres, que vivió su infancia en un orfelinato y que, mientras estudió secundaria y bachillerato, empezó a trabajar como peón en esa compañía constructora donde aún trabajaba.

La cena fue en un restaurante de mediana calidad, pero muy confortable. La plática versó sobre el desarrollo laboral de mi novio en la empresa y llevó la conducción del jefe de mi novio, quien, en los postres, nos dijo que mi novio saldría de la ciudad a dirigir a las cuadrillas en unas obras que se harían en otro estado vecino. ¡Yo sentí que la tierra me tragaba! “¿Por cuánto tiempo?”, pregunté. “No te preocupes, Mar, periódicamente tiene que venir Ramón a dar cuenta del avance de la obra”. Todos nos tranquilizamos y el señor continuó hablando inmediatamente. “Pero la parte importante de esta reunión me toca a mí, pues quiero pedirles expresamente la mano de su hija para Ramón. Esto lo hago porque él es para mí como un hijo y doy fe de su seriedad como persona, y para mí es un honor que él me haya elegido para hacer esta petición”. Todos nos quedamos sorprendidos.

Mi padre me preguntó si yo estaba de acuerdo, y ante mi afirmación manifestaron que ellos no pondrían impedimento. Sin embargo, ellos querían prepararse para hacer una fiesta, aunque modesta. “No es necesario, bastará una reunión en su casa, el día de la boda civil, la próxima semana”, pidió Ramón. “¡¿Tan pronto?!”, exclamó mi madre. “Sí, ya ve que no quiero estar lejos de ella tantos meses”. Después nos dio otras sorpresas: “Hace meses di el enganche para una casa y me la entregaron hace dos días. Aquí están las llaves para que vayan a conocerla y que Mar vaya viendo lo del menaje. No es mucho, pero aquí está el dinero para ello”, concluyó y me dio un cheque. Todos aplaudimos.

¿Ven por qué quiero a mi marido?: Coge bien y es responsable con la familia. ¿Qué más puedo pedir…? ¡Que me chupe la panocha! Lástima, no se puede tener todo en una sola persona…

(9,31)